Genis, al ver que se soltaba la cuerda, empezó a chillar y se agarró al cuello del caballo. Sus pies y sus piernas se fijaron a los ijares del animal y éste, desbocado, salió a galope tendido, en dirección a las puertas de la ciudad, con Genis tambaleándose sobre él. Cuando el caballo saltó un pequeño montículo, el muchacho salió despedido por los aires y, después de dar varias vueltas por el suelo, se dio de bruces contra unos matorrales.
Desde el interior de las cuadras, Bernat oyó primero los cascos de los caballos sobre el empedrado del patio de acceso al palacio y, a renglón seguido, los gritos de la baronesa. En lugar de entrar al paso, con tranquilidad, como siempre hacían, los caballos golpeaban las piedras con fuerza. Cuando Bernat se encaminaba hacia la salida de las cuadras, Tomás entró con el caballo. El animal estaba frenético, cubierto de sudor y resoplando por los ollares.
—¿Qué…? —empezó a preguntar Bernat.
—La baronesa quiere ver a tu hijo —le gritó Tomás mientras golpeaba al animal.
Los gritos de la mujer seguían resonando en el exterior de las cuadras. Bernat miró de nuevo al pobre animal, que pateaba sobre el suelo.
—La señora quiere verte —volvió a gritar Tomás cuando Arnau abandonó el guadarnés.
Arnau miró a su padre y éste se encogió de hombros.
Salieron al patio. La baronesa, encolerizada, blandiendo el látigo de mano que siempre llevaba cuando salía a montar, gritaba a Jesús, al preceptor y a todos los esclavos que se habían acercado. Margarida y Josep permanecían tras ella. A su lado, estaba Genis, magullado, sangrando y con las vestiduras rotas. En cuanto Arnau y Bernat aparecieron, la baronesa dio unos pasos hacia el niño y le cruzó la cara con el látigo. Arnau se llevó las manos a la boca y la mejilla. Bernat intentó reaccionar, pero Jesús se interpuso:
—Mira esto —bramó el caballerizo mayor entregándole a Bernat la cuerda desgarrada y el mosquetón—. ¡Éste es el trabajo de tu hijo!
Bernat cogió la cuerda y el mosquetón y los examinó; Arnau, con las manos en el rostro, miró también. Los había comprobado el día anterior. Alzó la vista hacia su padre justo cuando éste lo hacía hacia la puerta de las cuadras, desde donde Tomás observaba la escena.
—Estaba bien —gritó Arnau cogiendo la cuerda y el mosquetón y agitándola ante Jesús. Volvió a mirar hacia la puerta de las cuadras—. Estaba bien —repitió mientras las primeras lágrimas asomaban a sus ojos.
—Mira cómo llora —se oyó de repente. Margarida señalaba a Arnau—. Él es el culpable de tu accidente y está llorando —añadió dirigiéndose a su hermano Genis—. Tú no lo has hecho cuando has caído del caballo por su culpa —mintió.
Josep y Genis tardaron en reaccionar, pero cuando lo hicieron se burlaron de Arnau.
—Llora, nenita —dijo uno.
—Sí, llora, nenita —repitió el otro.
Arnau vio que le señalaban y se reían de él. ¡No podía dejar de llorar! Las lágrimas corrían por sus mejillas y su pecho se encogía al ritmo de los sollozos. Desde donde estaba, alargando las manos, volvió a mostrar la cuerda y el mosquetón a todos, incluso a los esclavos.
—En lugar de llorar deberías pedir perdón por tu descuido —le instó la baronesa tras dirigir una descarada sonrisa a sus hijastros.
¿Perdón? Arnau miró a su padre con un porqué dibujado en sus pupilas. Bernat tenía la mirada fija en la baronesa. Margarida continuaba señalándole y cuchicheaba con sus hermanos.
—No —se opuso—. Estaba bien —añadió tirando la cuerda y el mosquetón al suelo.
La baronesa empezó a gesticular pero se detuvo cuando Bernat dio un paso hacia ella. Jesús agarró a Bernat del brazo.
—Es noble —le susurró al oído.
Arnau los miró a todos y abandonó el palacio.
—¡No! —gritó Isabel cuando Grau, enterado de los acontecimientos, decidió despedir a padre e hijo—. Quiero que el padre siga aquí, trabajando para tus hijos. Quiero que en todo momento se acuerde de que estamos pendientes de las disculpas de su hijo. ¡Quiero que ese niño se disculpe públicamente ante tus hijos! Y no lo conseguiré nunca si los echas. Mándale recado de que su hijo no podrá volver a trabajar hasta que no haya pedido perdón… —Isabel gritaba y gesticulaba sin cesar—. Dile que sólo cobrará la mitad del sueldo hasta entonces y que, en caso de que busque otro trabajo, pondremos en conocimiento de toda Barcelona lo que ha sucedido aquí para que no pueda encontrar de que vivir. ¡Quiero una disculpa! —exigió, histérica.
«Pondremos en conocimiento de toda Barcelona…» Grau notó cómo se le erizaba el vello. Tantos años tratando de esconder a su cuñado y ahora…, ¡ahora su mujer pretendía que toda Barcelona supiera de su existencia!
—Te ruego que seas discreta —fue todo lo que se le ocurrió decir.
Isabel lo miró con los ojos inyectados en sangre.
—¡Quiero que se humillen!
Grau fue a decir algo pero calló de repente y frunció los labios.
—Discreción, Isabel, discreción —terminó diciéndole.
Grau se plegó a las exigencias de su esposa. Al fin y al cabo, Guiamona ya no vivía; no había más lunares en la familia y todos eran conocidos por Puig, no por Estanyol. Cuando Grau abandonó las cuadras, Bernat, con los ojos entornados, escuchó del caballerizo mayor las nuevas condiciones de su trabajo.
—Padre, ese ronzal estaba bien —se excusó Arnau por la noche, cuando estaban los tres en la pequeña habitación que compartían—. ¡Os lo juro! —insistió ante el silencio de Bernat.
—Pero no puedes probarlo —intervino Joan, al tanto ya de lo sucedido.
«No hace falta que me lo jures —pensó Bernat—, pero ¿cómo puedo explicarte…?» Bernat notó cómo se le erizaba el pelo cuando recordó la reacción de su hijo en las cuadras de Grau: «Yo no tengo la culpa y no debo disculparme».
—Padre —repitió Arnau—, os lo juro.
—Pero…
Bernat ordeno callar a Joan.
—Te creo, hijo. Ahora, a dormir.
—Pero… —intento esta vez Arnau.
—¡A dormir!
Arnau y Joan apagaron el candil, pero Bernat tuvo que esperar hasta bien entrada la noche para oír la respiración rítmica que le indicaba que habían conciliado el sueño. ¿Cómo iba a decirle que exigían sus disculpas?
—Arnau… —La voz le tembló al ver cómo su hijo dejaba de vestirse y lo miraba—. Grau… Grau quiere que te disculpes; de lo contrario…
Arnau lo interrogó con la mirada.
—De lo contrario no permitirá que vuelvas a trabajar…
Todavía no había terminado la frase pero vio cómo los ojos de su pequeño adquirían una seriedad que él no había visto hasta entonces. Bernat desvió la mirada hacia Joan y lo vio también parado, a medio vestir, con la boca abierta. Intentó volver a hablar pero su garganta se negó.
—¿Entonces? —preguntó Arnau rompiendo el silencio—. ¿Creéis que debo pedir perdón?
—Arnau, yo abandoné cuanto tenía para que tú pudieras ser libre. Abandoné nuestras tierras, que habían sido propiedad de los Estanyol durante siglos, para que nadie pudiera hacerte a ti lo que me habían hecho a mí, a mi padre y al padre de mi padre…, y ahora volvemos a estar en las mismas, al albur del capricho de los que se llaman nobles; pero con una diferencia: podemos negarnos. Hijo, aprende a usar la libertad que tanto esfuerzo nos ha costado alcanzar. Sólo a ti corresponde decidir.
—Pero ¿qué me aconsejáis, padre?
Bernat se quedó en silencio durante un instante.
—Yo que tú no me sometería.
Joan intentó terciar en la conversación.
—¡Son sólo barones catalanes! El perdón…, el perdón sólo lo concede el Señor.
—Y ¿cómo viviremos? —preguntó Arnau.
—No te preocupes por eso, hijo. Tengo algo de dinero ahorrado que nos permitirá salir adelante. Buscaremos otro lugar en el que trabajar. Grau Puig no es el único que tiene caballos.
Bernat no dejó pasar un solo día. Aquella misma tarde, cuando terminó su jornada, empezó a buscar trabajo para él y Arnau. Encontró una casa noble con cuadras y fue bien recibido por el encargado. Muchos eran los que en Barcelona envidiaban los cuidados que se daban a los caballos de Grau Puig y cuando Bernat se presentó como artífice de los mismos, el encargado mostró interés por contratarlos. Pero al día siguiente, cuando Bernat acudió de nuevo a las cuadras para confirmar una noticia que ya había celebrado con sus hijos, ni siquiera fue recibido. «No pagaban lo suficiente», mintió esa noche a la hora de la cena. Bernat volvió a intentarlo en otras casas nobles que disponían de cuadras, pero cuando parecía que había buena disposición a contratarlos, ésta desaparecía de la noche a la mañana.
—No lograrás encontrar trabajo —le confesó al fin un caballerizo, afectado por la desesperación que reflejaba el rostro de Bernat, que hundió la mirada en el empedrado de la enésima caballeriza que lo rechazaba—. La baronesa no permitirá que lo consigas —le explicó el caballerizo—. Después de que nos visitaras, mi señor recibió un mensaje de la baronesa rogándole que no te diera trabajo. Lo siento.
—Bastardo.
Se lo dijo al oído, en voz baja pero firme, arrastrando las vocales. Tomás el palafrenero se sobresaltó e intentó escapar, pero Bernat, a su espalda, lo agarró por el cuello y apretó hasta que el palafrenero empezó a doblarse sobre sí mismo. Sólo entonces aflojó la presión. «Si los nobles reciben mensajes —pensó Bernat—, alguien debe de estar siguiéndome.» «Déjame salir por otra puerta», le rogó al caballerizo. Tomás, apostado en una esquina frente a la puerta de las caballerizas, no le vio salir; Bernat se le acercó por detrás.
—Tú preparaste el ronzal para que saltase, ¿verdad? Y ahora, ¿qué más quieres? —Bernat volvió a apretar el cuello del palafrenero.
—¿Qué…? ¿Qué más da? —boqueó Tomás.
—¿Qué pretendes decir? —Bernat apretó con fuerza. El palafrenero movió los brazos sin conseguir zafarse. Al cabo de unos segundos, Bernat notó que el cuerpo de Tomas empezaba a desplomarse. Le soltó el cuello y lo volvió hacia él—. ¿Qué pretendes decir? —volvió a preguntarle.
Tomás tomó aire varias veces antes de contestar. En cuanto su rostro recuperó el color, una irónica sonrisa apareció en sus labios.
—Mátame si quieres —le dijo entrecortadamente—, pero sabes muy bien que si no hubiera sido el ronzal, habría sido cualquier otra cosa. La baronesa te odia y te odiará siempre. No eres más que un siervo fugitivo, y tu hijo, el hijo de un siervo fugitivo. No conseguirás trabajo en Barcelona. La baronesa lo ha ordenado y si no soy yo, será otro el encargado de espiarte.
Bernat le escupió a la cara. Tomas no sólo no se movió sino que su sonrisa se hizo más amplia.
—No tienes salida, Bernat Estanyol. Tu hijo deberá pedir perdón.
—Pediré perdón —claudicó Arnau esa noche con los puños cerrados y reprimiendo las lágrimas tras escuchar las explicaciones de su padre—. No podemos luchar contra los nobles y tenemos que trabajar. ¡Cerdos! ¡Cerdos, cerdos!
Bernat miró a su hijo. «Allí seremos libres», recordó que le había prometido a los pocos meses de nacer, a la vista de Barcelona. ¿Para eso tanto esfuerzo y tantas penurias?
—No, hijo. Espera. Buscaremos otro…
—Ellos mandan, padre. Los nobles mandan. Mandan en el campo, mandaban en vuestras tierras y mandan en la ciudad.
Joanet los observaba en silencio. «Hay que obedecer y someterse a los príncipes —le habían enseñado sus profesores—. El hombre encontrará la libertad en el reino de Dios, no en éste.»
—No pueden mandar en toda Barcelona. Sólo los nobles tienen caballos, pero podemos aprender otro oficio. Algo encontraremos, hijo.
Bernat advirtió un rayo de esperanza en las pupilas de su hijo, que se agrandaron como si quisieran absorber el aliento de sus últimas palabras. «Te prometí la libertad, Arnau. Debo dártela y te la daré. No renuncies a ella tan temprano, chiquillo.»
Durante los días siguientes Bernat se lanzó a la calle en busca de la libertad. Al principio, cuando terminaba su trabajo en las cuadras de Grau, Tomás le seguía, ahora descaradamente, pero dejó de hacerlo cuando la baronesa comprendió que no podía influir en artesanos, pequeños mercaderes o constructores.
—Difícilmente conseguirá algo —trató de tranquilizarla Grau cuando su esposa acudió a él gritando por la actitud del payés.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.
—Que no encontrará trabajo. Barcelona está sufriendo las consecuencias de la falta de previsión.
La baronesa lo instó a continuar; Grau nunca se equivocaba en sus apreciaciones.
—Las cosechas de los últimos años han sido desastrosas —continuó explicándole su marido—; el campo está demasiado poblado y lo poco que recolectan no llega a las ciudades. Se lo comen ellos.
—Pero Cataluña es muy grande —intervino la baronesa.
—No te equivoques, querida. Cataluña es muy grande, es cierto, pero desde hace bastantes años los campesinos ya no se dedican a cultivar cereales, que es de lo que se come. Ahora cultivan lino, uva, aceitunas o frutos secos, pero no cereales. El cambio ha enriquecido a los señores de los campesinos y nos ha ido muy bien a nosotros, los mercaderes, pero la situación empieza a ser insostenible. Hasta ahora comíamos los cereales de Sicilia y Cerdeña, pero la guerra con Génova impide que podamos abastecernos de esos productos. Bernat no encontrará trabajo, pero todos, incluidos nosotros, tendremos problemas, y todo por culpa de cuatro nobles ineptos…
—¿Cómo hablas así? —lo interrumpió la baronesa sintiéndose aludida.
—Verás, querida —contestó Grau con seriedad—. Nosotros nos dedicamos al comercio y ganamos mucho dinero. Parte de lo que ganamos lo dedicamos a invertir en nuestro propio negocio. Hoy no navegamos con los mismos barcos de hace diez años; por eso seguimos ganando dinero. Pero los nobles terratenientes no han invertido un solo sueldo en sus tierras o en sus métodos de trabajo; de hecho, siguen utilizando los mismos aperos de labranza y las mismas técnicas que utilizaban los romanos, ¡los romanos!; las tierras deben quedarse en barbecho cada dos o tres años, cuando bien cultivadas podrían aguantar el doble o hasta el triple. A esos nobles propietarios que tanto defiendes poco les importa el futuro; lo único que quieren es el dinero fácil y llevarán al principado a la ruina.
—No será para tanto —insistió la baronesa.
—¿Sabes a cuánto está la cuartera de trigo? —Su mujer no contestó, y Grau negó con la cabeza antes de proseguir—: Está rondando los cien sueldos. ¿Sabes cuál es su precio normal? —En esta ocasión no esperó respuesta—. Diez sueldos sin moler y dieciséis molida. ¡La cuartera ha multiplicado por diez su valor!