La catedral del mar (66 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La catedral del mar
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Joan se mantuvo en silencio.

—¿Y su esposo? —se le ocurrió preguntar—; puede que no permita…

—Murió —le contestó Arnau—. Lo averigüé cuando dejó de pagar los intereses de un préstamo barato. Falleció a las órdenes del rey, en la defensa de Calatayud.

—Pero… —intentó de nuevo Joan.

—Joan… Estoy atado a mi esposa, atado por un juramento que hice y que me impedirá unirme con Mar mientras ella viva… Pero necesito verla. Necesito contarle mis sentimientos, aunque no podamos estar juntos… —Arnau recobró poco a poco la serenidad. Había otro favor que quería pedirle a su hermano—. Pásate por la mesa de cambios. Quiero saber cómo va todo.

Joan suspiró. Aquella misma mañana, cuando acudió a la mesa de cambios, Remigi le entregó una bolsa con dinero.

—No ha sido un buen negocio —oyó de boca del oficial.

Nada era un buen negocio. Tras dejar a Arnau habiéndole prometido que iría en busca de la muchacha, Joan pagó al alguacil en la misma puerta de la mazmorra.

—Me ha pedido un cubo.

¿Qué valía un cubo para que Arnau…? Joan depositó otra moneda.

—Quiero ese cubo limpio en todo momento. —El alguacil se guardó los dineros y se volvió para enfilar el pasillo—. Hay un preso muerto ahí dentro —añadió Joan.

El alguacil se limitó a encogerse de hombros.

Ni siquiera salió del palacio episcopal. Tras dejar las mazmorras, fue en busca de Nicolau Eimeric. Conocía aquellos pasillos. ¿Cuántas veces los había recorrido en su juventud, orgulloso de sus responsabilidades? Ahora eran otros jóvenes los que se movían por ellos, unos pulcros sacerdotes que no se escondían para observarle con cierta extrañeza.

—¿Ha confesado?

Le había prometido ir en busca de Mar.

—¿Ha confesado? —repitió el inquisidor general.

Joan había pasado la noche en vela preparando aquella conversación, pero nada de lo que había pensado acudió en su ayuda.

—Si lo hiciera, ¿qué condena…?

—Ya te dije que era muy grave.

—Mi hermano es muy rico.

Joan aguantó la mirada de Nicolau Eimeric.

—¿Estás pretendiendo comprar al Santo Oficio, tú, un inquisidor?

—Las multas están admitidas como condenas usuales. Estoy seguro de que si le propusiese una multa a Arnau…

—Bien sabes que depende de la gravedad del delito. La denuncia que se ha hecho contra él…

—Elionor no puede denunciarlo por nada —lo interrumpió Joan.

El inquisidor general se levantó de la silla y se encaró a Joan con las manos apoyadas en la mesa.

—Entonces —dijo levantando la voz—, los dos sabéis que ha sido la pupila del rey quien ha formulado la denuncia. Su propia esposa, ¡la pupila del rey! ¿Cómo ibais a imaginar que ha sido ella si tu hermano no tuviera nada que esconder? ¿Qué hombre desconfía de su propia esposa? ¿Por qué no de un rival comercial, de un empleado o de un simple vecino? ¿A cuánta gente ha condenado Arnau como cónsul de la Mar? ¿Por qué no podría haber sido alguno de ellos? Contesta, fra Joan, ¿por qué la baronesa? ¿Qué pecado esconde tu hermano para saber que ha sido ella?

Joan se encogió en su silla. ¿Cuántas veces había utilizado él el mismo procedimiento? ¿Cuántas veces había agarrado las palabras al vuelo para…? ¿Por qué Arnau sabía que había sido Elionor? ¿Podría ser que realmente…?

—No ha sido Arnau quien ha señalado a su esposa —mintió Joan—. Yo lo sé.

Nicolau Eimeric elevó ambas manos al cielo.

—¿Tú lo sabes? Y ¿por qué lo sabes, fra Joan?

—Lo odia… ¡No…! —trató de rectificar, pero Nicolau ya se le había echado encima.

—Y ¿por qué? —gritó el inquisidor—. ¿Por qué la pupila del rey odia a su esposo? ¿Por qué una buena mujer, cristiana, temerosa de Dios, puede llegar a odiar a su esposo? ¿Qué clase de mal le ha hecho ese esposo para despertar su odio? Las mujeres han nacido para servir a sus hombres; ésa es la ley, terrenal y divina. Los hombres pegan a sus mujeres y ellas no los odian por ello; los hombres encierran a sus mujeres y tampoco los odian; las mujeres trabajan para sus hombres, fornican con ellos cuando ellos quieren, deben cuidarlos y someterse a ellos, pero nada de eso crea odio. ¿Qué sabes, fra Joan?

Joan apretó los dientes. No debía hablar más. Se sentía vencido.

—Eres inquisidor. Te exijo que me digas lo que sabes —gritó Nicolau.

Joan continuó en silencio.

—No puedes amparar el pecado. Peca más quien lo calla que quien lo comete.

Infinidad de plazas de pequeños pueblos, con sus gentes empequeñeciendo ante sus diatribas empezaron a desfilar por la mente de Joan.

—Fra Joan —Nicolau escupió las palabras lentamente, señalándolo por encima de la mesa—, quiero esa confesión mañana mismo. Y reza para que no decida juzgarte a ti también. ¡Ah, fra Joan! —añadió cuando Joan ya se retiraba—, procura mudarte de hábito, ya he recibido alguna queja y ciertamente…

Nicolau hizo un gesto con una mano hacia el hábito de Joan. Cuando éste abandonó el despacho, mirando los embarrados y raídos bajos de su hábito negro, se tropezó con dos caballeros que esperaban en la antesala del inquisidor general. Junto a ellos, tres hombres armados custodiaban a dos mujeres encadenadas, una anciana y otra más joven, cuyo rostro…

—¿Todavía estás aquí, fra Joan? —Nicolau Eimeric había salido a la puerta para recibir a los caballeros. Joan no se entretuvo más y aligeró el paso.

Jaume de Bellera y Genis Puig entraron en el despacho de Nicolau Eimeric; Francesca y Aledis, tras recibir una rápida mirada por parte del inquisidor, continuaron en la antesala.

—Nos hemos enterado —empezó a decir el señor de Bellera después de presentarse, una vez sentados en las sillas de cortesía— de que habéis detenido a Arnau Estanyol.

Genis Puig no cesaba de juguetear con las manos sobre el regazo.

—Sí —contestó secamente Nicolau—, es público.

—¿De qué se le acusa? —saltó Genis Puig ganándose una inmediata mirada reprobatoria por parte del noble; «No hables, tú no hables hasta que el inquisidor te pregunte», le había aconsejado en repetidas ocasiones.

Nicolau se volvió hacia Genis.

—¿Acaso no sabéis que eso es secreto?

—Os ruego disculpéis al caballero de Puig —intervino Jaume de Bellera—, pero como veréis nuestro interés es fundado. Nos consta que existe una denuncia contra Arnau Estanyol y queremos apoyarla.

El inquisidor general se irguió en su sillón. Una pupila del rey, tres sacerdotes de Santa María que habían oído blasfemar a Arnau Estanyol en la misma iglesia, a gritos, mientras discutía con su mujer, y ahora, un noble y un caballero. Pocos testimonios podían gozar de más crédito. Los instó con la mirada a que continuaran.

Jaume de Bellera entrecerró los ojos en dirección a Genis Puig; después inició la exposición que tanto había preparado.

—Creemos que Arnau Estanyol es la encarnación del diablo. —Nicolau ni se movió—. Ese hombre es hijo de un asesino y una bruja. Su padre, Bernat Estanyol, asesinó a un muchacho en el castillo de Bellera y huyó con su hijo, Arnau, al que mi padre, sabiendo quién era, tenía encerrado para que no causara mal a nadie. Fue Bernat Estanyol quien provocó la revuelta de la plaza del Blat durante el primer mal año, ¿recordáis? Allí mismo lo ejecutaron…

—Y su hijo quemó el cadáver —saltó entonces Genis Puig.

Nicolau dio un respingo. Jaume de Bellera volvió a atravesar con la mirada al entrometido.

—¿Quemó el cadáver? —preguntó Nicolau.

—Sí, yo mismo lo vi —mintió Genis Puig recordando las palabras de su madre.

—¿Lo denunciasteis?

—Yo… —El señor de Bellera hizo ademán de intervenir, pero Nicolau se lo impidió con un gesto—. Yo… era sólo un niño. Tuve miedo de que hiciera lo mismo conmigo.

Nicolau se llevó la mano a la barbilla para tapar con los dedos una imperceptible sonrisa. Luego, instó al señor de Bellera a continuar.

—Su madre, esa vieja de ahí fuera, es una bruja. Ahora trabaja de meretriz, pero me dio de mamar y me transmitió el mal, me endemonió con la leche que estaba destinada a su hijo. —Nicolau abrió los ojos al oír la confesión del noble. El señor de Navarcles se dio cuenta—. No os preocupéis —añadió rápidamente—, tan pronto como se manifestó el mal, mi padre me trajo a presencia del obispo. Desciendo de Llorenç y Caterina de Bellera —continuó el noble—, señores de Navarcles. Podéis comprobar que nadie en mi familia tuvo nunca el mal del diablo. ¡Sólo pudo ser la leche endemoniada!

—¿Decís que es una meretriz?

—Sí, podéis comprobarlo; se hace llamar Francesca.

—¿Y la otra mujer?

—Ha querido venir con ella.

—¿Otra bruja?

—Eso queda a vuestro justo criterio.

Nicolau pensó durante unos instantes.

—¿Algo más? —preguntó.

—Sí —intervino de nuevo Genis Puig—. Arnau asesinó a mi hermano Guiamon cuando éste no quiso participar en sus ritos demoníacos. Intentó ahogarlo una noche en la playa… Después, falleció.

Nicolau volvió a fijar su atención en el caballero.

—Mi hermana Margarida puede testificarlo. Ella estaba allí. Se asustó e intentó huir cuando Arnau empezó a invocar al diablo. Ella misma os lo confirmará.

—¿Tampoco lo denunciasteis entonces?

—Lo he sabido ahora, cuando le he dicho a mi hermana lo que pensaba hacer. Sigue aterrorizada por la posibilidad de que Arnau le haga daño; durante años ha vivido con ese miedo.

—Son unas acusaciones graves.

—Las que merece Arnau Estanyol —alegó el señor de Bellera—. Vos sabéis que ese hombre se ha dedicado a socavar la autoridad. En sus tierras, en contra de la opinión de su esposa, derogó los malos usos; aquí, en Barcelona, se dedica a prestar dinero a los humildes, y como cónsul de la Mar es bien conocida su tendencia a sentenciar a favor del pueblo. —Nicolau Eimeric escuchaba atentamente—. Durante toda su vida se ha dedicado a socavar los principios que deben regir nuestra convivencia. Dios creó a los payeses para que trabajasen la tierra sometidos a sus señores feudales. Hasta la propia Iglesia ha prohibido que sus payeses, para no perderlos, tomen los hábitos…

—En la Cataluña nueva no existen los malos usos —lo interrumpió Nicolau.

La mirada de Genis Puig iba de uno a otro.

—Eso es precisamente lo que quiero deciros. —El señor de Bellera movió las manos con violencia—. En la Cataluña nueva no hay malos usos… por interés del príncipe, por interés de Dios. Había que poblar esas tierras conquistadas a los infieles, y la única forma era atraer a la gente. El príncipe lo decidió. Pero Arnau no es más que el príncipe… del diablo.

Genis Puig sonrió al advertir que el inquisidor general asentía levemente con la cabeza.

—Presta dinero a los pobres —continuó el noble—, un dinero que sabe que no recuperará nunca. Dios creó a los ricos… y a los pobres. No puede ser que los pobres tengan dinero y casen a sus hijas como si fueran ricos; contraría el designio de Nuestro Señor. ¿Qué van a pensar esos pobres, de vosotros los eclesiásticos o de nosotros los nobles? ¿Acaso no cumplimos los preceptos de la Iglesia tratando a los pobres como lo que son? Arnau es un diablo hijo de diablos y no hace sino preparar la venida del diablo a través del descontento del pueblo. Pensadlo.

Nicolau Eimeric lo pensó. Llamó al escribano para que pusiera por escrito las denuncias del noble de Bellera y de Genis Puig, hizo llamar a Margarida Puig y ordenó el encarcelamiento de Francesca.

—¿Y la otra? —preguntó el inquisidor al señor de Bellera—. ¿Se la acusa de algo? —Los dos hombres titubearon—. En ese caso quedará en libertad.

Francesca fue encadenada lejos de Arnau, en el extremo opuesto de la inmensa mazmorra, y Aledis arrojada a la calle.

Después de organizado todo, Nicolau se dejó caer en el sillón de su mesa. Blasfemar en el templo del Señor, mantener relaciones carnales con una judía, amigo de los judíos, asesino, prácticas diabólicas, actuar en contra de los preceptos de la Iglesia… Y todo ello sostenido por sacerdotes, nobles, caballeros… y por la pupila del rey. El inquisidor general se arrellanó en el sillón y sonrió.

«¿Tan rico es tu hermano, fra Joan? ¡Estúpido! ¿De qué multa me hablas cuando todo ese dinero pasará a manos de la Inquisición en el mismo momento en que condene a tu hermano?».

Aledis dio varios traspiés cuando los soldados la empujaron fuera del palacio del obispo. Tras recuperar el equilibrio se encontró con que varias personas la miraban. ¿Qué habían gritado los soldados? ¿Bruja? Estaba casi en el centro de la calle y la gente seguía atenta a ella. Se miró la ropa, sucia. Se mesó los cabellos, ásperos y despeinados. Un hombre bien vestido pasó por su lado mirándola con descaro. Aledis dio un zapatazo en el suelo y se lanzó sobre él gruñendo, enseñando los dientes como los perros cuando atacan. El hombre dio un salto y se alejó corriendo hasta que advirtió que Aledis no se había movido. Entonces fue la mujer quien miró a los presentes; uno a uno bajaron la vista y siguieron su camino, aunque no faltó quien de reojo se volvió hacia la bruja y vio cómo observaba a los curiosos.

¿Qué había sucedido? Los hombres del noble de Bellera irrumpieron en su casa y detuvieron a Francesca mientras la anciana descansaba sentada en una silla. Nadie dio la menor explicación. Apartaron con violencia a las muchachas cuando se revolvieron contra los soldados; todas buscaron el apoyo de Aledis, que estaba paralizada por la sorpresa. Algún cliente salió corriendo medio desnudo. Aledis se enfrentó al que parecía el oficial:

—¿Qué significa esto? ¿Por qué detenéis a esta mujer?

—Por orden del señor de Bellera —contestó.

¡El señor de Bellera! Aledis desvió la mirada hacia Francesca, encogida entre dos soldados que la sostenían por las axilas. La anciana había empezado a temblar. ¡Bellera! Desde que Arnau derogó los malos usos en el castillo de Montbui y Francesca desveló su secreto a Aledis, las dos mujeres superaron la única barrera que hasta entonces había existido entre ellas. ¿Cuántas veces había oído de labios de Francesca la historia de Llorenç de Bellera? ¿Cuántas veces la había visto llorar al recordar aquellos instantes? Y ahora… otra vez Bellera; otra vez se la llevaban al castillo, como cuando…

Francesca seguía temblando entre los soldados.

—Dejadla —gritó Aledis a los soldados—, ¿no veis que le estáis haciendo daño? —Éstos se volvieron hacia el oficial—. Iremos voluntariamente —añadió Aledis mirándolo.

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