La catedral del mar (67 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La catedral del mar
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El oficial se encogió de hombros y los soldados cedieron la anciana a Aledis.

Las llevaron al castillo de Navarcles, donde las encerraron en las mazmorras. Sin embargo, no las maltrataron. Al contrario, les proporcionaron comida, agua e incluso algunos haces de paja para dormir. Ahora entendía la razón: el señor de Bellera quería que Francesca llegara en condiciones a Barcelona, donde las trasladaron al cabo de dos días, en un carro, en el más absoluto silencio. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cuál era el significado de todo aquello?

El vocerío la devolvió a la realidad. Absorta en sus pensamientos había bajado por la calle del Bisbe y había girado por la calle Sederes para llegar a la plaza del Blat. El claro y soleado día de primavera había congregado en la plaza a más gente de lo habitual y junto a los compradores de grano se movían decenas de curiosos. Se encontraba bajo la antigua puerta de la ciudad y se volvió cuando sintió el olor del pan del puesto que quedaba a su izquierda. El panadero la miró con recelo y Aledis recordó su aspecto. No llevaba un solo sueldo encima. Tragó la saliva que se había formado en su boca y se marchó evitando cruzar la mirada con el panadero.

Veinticinco años; veinticinco años hacía que no pisaba aquellas calles, que no miraba a sus gentes y que no respiraba los olores de la gran ciudad condal. ¿Estaría abierta todavía la Pia Almoina? Esa mañana no les habían dado de comer en el castillo y su estómago así se lo recordaba. Desanduvo el camino hecho, de nuevo hacia la catedral, junto al palacio del obispo. Su boca empezó a segregar otra vez saliva cuando se acercó a la fila de menesterosos que se apiñaban ante las puertas de la Pia Almoina. ¿Cuántas veces en su juventud había pasado por el mismo lugar sintiendo lástima por aquellos hambrientos que se veían obligados a exponerse a la ciudadanía en busca de la caridad pública?

Se sumó a ellos. Aledis bajó la cabeza para que el cabello le tapase el rostro y arrastró los pies siguiendo la fila que avanzaba hacia la comida; lo escondió todavía más cuando llegó hasta el novicio, y alargó las manos. ¿Por qué tenía que pedir limosna? Poseía una buena casa y había ahorrado dinero para vivir cómodamente toda la vida. Los hombres la seguían deseando y… pan duro de harina de haba, vino y una escudilla de sopa. Comió. Lo hizo con la misma fruición con que lo hacían todos los miserables que la rodeaban.

Cuando terminó, levantó la mirada por primera vez. Estaba rodeada de pordioseros, tullidos y ancianos que comían sin perder de vista a sus compañeros de desgracia, agarrando con fuerza el mendrugo y la escudilla. ¿Qué razón la había podido llevar hasta allí? ¿Por qué habían detenido a Francesca en el palacio del obispo? Aledis se levantó. Una mujer rubia, vestida de rojo brillante, que caminaba hacia la catedral, llamó su atención. Una noble… ¿sola? Pero si no era una noble, con ese vestido sólo podía ser una… ¡Teresa! Aledis corrió hacia la muchacha.

—Nos turnamos frente al castillo para saber qué os sucedía —le dijo Teresa una vez que se hubieron abrazado—. No nos fue difícil convencer a los soldados de la puerta para que nos tuvieran al tanto. —La muchacha guiñó uno de sus preciosos ojos azules—. Cuando se os llevaron y los soldados nos dijeron que os traían a Barcelona, tuvimos que encontrar un medio para venir; por eso hemos tardado tanto… ¿Y Francesca?

—Detenida en el palacio del obispo.

—¿Por qué?

Aledis se encogió de hombros. Cuando las separaron y le ordenaron que se marchara, intentó que soldados o sacerdotes le dieran un motivo. «A las mazmorras con la vieja», había logrado oír. Pero nadie le contestó y la apartaron de su camino a empujones. La insistencia por conocer las razones de la detención de Francesca le costó que un joven fraile a quien había agarrado del hábito llamase a la guardia. La echaron a la calle al grito de bruja.

—¿Cuántas habéis venido?

—Eulália y yo.

Un brillante traje verde corría hacia ellas.

—¿Habéis traído dinero?

—Sí, claro…

—¿Y Francesca? —preguntó Eulália al llegar junto a Aledis.

—Detenida —repitió ésta. Eulália hizo amago de preguntar pero Aledis la hizo callar con un gesto—. No sé por qué. —Aledis miró a las jóvenes… ¿Qué no podrían conseguir ellas?—. No sé por qué está detenida —repitió—, pero lo sabremos; ¿no es cierto, chicas?

Ambas le contestaron con una picara sonrisa.

Joan arrastró el barro de los bajos de su hábito negro por toda Barcelona. Su hermano le había pedido que fuese en busca de Mar. ¿Cómo iba a presentarse ante ella? Después había intentado llegar a un pacto con Eimeric y en lugar de ello, como uno de aquellos vulgares villanos a los que él condenaba, había caído en sus engaños y le había proporcionado mayores indicios de culpabilidad. ¿Qué podía haber denunciado Elionor? Por un momento pensó en visitar a su cuñada, pero el solo recuerdo de la sonrisa que le dirigió en casa de Felip de Ponts lo hizo desistir. Si había denunciado a su propio esposo, ¿qué iba a decirle a él?

Bajó por la calle de la Mar hasta Santa María. El templo de Arnau. Joan se detuvo y lo contempló. Todavía rodeada de andamios de madera, por los que los albañiles se movían sin descanso, Santa María ya mostraba lo que sería su orgullosa fábrica. Todos los muros exteriores, con sus contrafuertes, estaban terminados, al igual que el ábside y dos de las cuatro bóvedas de la nave central; las nervaduras de la tercera bóveda, cuya piedra de clave había sido pagada por el rey para que se cincelase en ella la figura ecuestre de su padre, el rey Alfonso, se empezaban a elevar en un arco perfecto, soportadas por complicados andamiajes, a la espera de que la piedra de clave equilibrase los esfuerzos y el arco se mantuviese por sí solo. Únicamente faltaban las dos últimas bóvedas principales y Santa María estaría cubierta del todo.

¿Cómo no enamorarse de aquella iglesia? Joan recordó al padre Albert y la primera vez que Arnau y él habían pisado Santa María. ¡Ni siquiera sabía rezar! Años más tarde, mientras él aprendía a rezar, a leer y a escribir, su hermano acarreaba piedras hasta allí mismo. Joan recordó las sangrantes llagas con las que Arnau apareció durante los primeros días, y sin embargo… sonreía. Observó a los maestros de obras de los diferentes oficios que se afanaban en las jambas y arquivoltas de la fachada principal, en su estatuaria, en sus puertas remachadas, en la tracería, distinta en cada una de sus puertas, en las verjas de hierro forjado y en las gárgolas con todo tipo de figuras alegóricas, en los capiteles de las columnas y en las vidrieras, sobre todo en las vidrieras, esas obras de arte llamadas a filtrar la mágica luz del Mediterráneo para juguetear, hora a hora, casi minuto a minuto, con las formas y los colores del interior del templo.

En el imponente rosetón de la fachada principal ya podía vislumbrarse su futura composición: en su centro, un pequeño rosetón polibulado desde cuyo diámetro partían, como flechas caprichosas, como un sol de piedra concienzudamente labrado, los maineles destinados a dividir el rosetón principal; tras éstos, las narices de tracería daban paso a una fila de trilóbulos en forma ojival y, después de ello, otra fila de cuatrilóbulos, éstos redondeados, que cerraban definitivamente el gran rosetón. Entre toda esa tracería, igual a la que decoraba los estrechos ventanales de la fachada, se irían incrustando las vidrieras emplomadas; de momento, sin embargo, el rosetón aparecía como una inmensa tela de araña, de piedra finamente labrada, a la espera de que los maestros vidrieros acudieran a rellenar los huecos.

«Les queda mucho por hacer», pensó Joan ante la visión del centenar de hombres que trabajaban entregados a la ilusión de todo un pueblo. En aquel momento llegó un bastaix cargado con una enorme piedra. El sudor corría desde su frente hasta sus pantorrillas y todos sus músculos se dibujaban, tensos, vibrando al ritmo de los pasos que le acercaban a la iglesia. Pero sonreía; lo hacía igual que lo había hecho su hermano. Joan no pudo apartar la mirada del bastaix. Desde los andamios, los albañiles dejaron cuanto estaban haciendo y se asomaron para ver la llegada de las piedras que más tarde deberían trabajar. Tras el primer bastaix apareció otro, y otro, y otro más, todos encorvados. El ruido del cincel contra las piedras se rindió ante los humildes trabajadores de la ribera de Barcelona y durante unos instantes Santa María entera quedó hechizada. Un albañil rompió el silencio desde lo alto del templo. Su grito de ánimo rasgó el aire, reverberó en las piedras y penetró en el interior de cuantos presenciaban la escena.

«Ánimo», susurró Joan sumándose al clamor que se había desatado. Los bastaixos sonreían, y cada vez que uno descargaba una piedra, el griterío aumentaba. Después, alguien les ofrecía agua, y los bastaixos alzaban los botijos sobre la cabeza dejando que ésta resbalase por su rostro antes de beberla. Joan se vio a sí mismo en la playa, persiguiendo a los bastaixos con el pellejo de Bernat. Luego levantó la vista al cielo. Debía ir a por ella: si ésa era la penitencia que le imponía el Señor, iría en busca de la muchacha y le confesaría la verdad. Rodeó Santa María hasta la plaza del Born, el Pla d'en Llull y el convento de Santa Clara para abandonar Barcelona por el portal de San Daniel.

No le fue difícil a Aledis encontrar al señor de Bellera y a Genis Puig. Aparte de la alhóndiga, destinada a los comerciantes que llegaban a Barcelona, la ciudad condal contaba tan sólo con cinco hostales. Ordenó a Teresa y Eulália que se escondiesen en el camino que llevaba a Montjuïc hasta que ella fuera a buscarlas. Aledis permaneció en silencio mientras veía cómo se iban, con los recuerdos azuzando sus sentimientos…

Cuando perdió de vista el refulgir de los trajes de sus muchachas, inició la busca. Primero el hostal del Bou, muy cerca del palacio del obispo, junto a la plaza Nova. El marmitón la despidió de malos modos cuando se presentó por la parte trasera y le preguntó por el señor de Bellera. En el hostal de la Massa, en Portaferrisa, también cerca del palacio del obispo, una mujer que amasaba harina en la parte trasera le dijo que allí no se hospedaban aquellos señores; entonces Aledis se dirigió al hostal del Estanyer, junto a la plaza de la Llana. En él, otro muchacho, muy descarado, miró a la mujer de arriba abajo.

—¿Quién se interesa por el señor de Bellera? —preguntó.

—Mi señora —contestó Aledis—; ha venido siguiéndole desde Navarcles.

El muchacho, alto y delgado como un palo, fijó la mirada en los pechos de la meretriz. Después, alargó la mano derecha y sopesó uno.

—¿Qué interés tiene tu señora en ese noble?

Aledis aguantó sin moverse, esforzándose por esconder una sonrisa.

—No me corresponde a mí saberlo. —El muchacho empezó a manosear con fuerza. Aledis se acercó a él y le rozó la entrepierna con la mano. El muchacho se encogió al contacto—. Sin embargo —dijo ella arrastrando las palabras—, si están aquí, quizá yo tenga que dormir esta noche en el huerto mientras mi señora…

Aledis acaricio la entrepierna del joven.

—Esta misma mañana —balbuceó el chico—, han venido dos caballeros en busca de alojamiento.

Esta vez sí sonrió. Por un momento pensó en separarse del muchacho pero… ¿por qué no? Hacía tanto tiempo que no tenía sobre sí un cuerpo joven, inexperto, movido sólo por la pasión…

Aledis lo empujó hasta un pequeño cobertizo. La primera vez, el muchacho ni siquiera tuvo tiempo de bajarse los calzones, pero a partir de ahí, la mujer esquilmó todo el ímpetu del caprichoso objeto de su deseo.

Cuando Aledis se levantó para vestirse, el muchacho quedó tendido en el suelo, jadeando y con la mirada perdida en algún lugar del techo del cobertizo.

—Si vuelves a verme —le dijo ella—, sea como sea, no me conoces, ¿entiendes?

Aledis tuvo que insistir dos veces hasta que el chico se lo prometió.

—Vosotras seréis mis hijas —les dijo a Teresa y Eulália tras entregarles la ropa que acababa de comprar—. He enviudado hace poco y estamos de paso hacia Gerona, donde esperamos que nos acoja un hermano mío. No tenemos recursos. Vuestro padre era un simple oficial… curtidor de Tarragona.

—Pues para acabar de enviudar y haberte quedado sin recursos, estás muy sonriente —soltó Eulália mientras se desprendía del traje verde y hacía una simpática mueca en dirección a Teresa.

—Cierto —confirmó ésta—, deberías evitar esa expresión de satisfacción. Más bien parece que acabes de conocer…

—No os preocupéis —las interrumpió Aledis—; cuando sea menester aparentaré el dolor que corresponde a una viuda reciente.

—Y hasta que sea menester —insistió Teresa—, ¿no podrías olvidarte de la viuda y contarnos a qué se debe esa alegría?

Las dos muchachas se rieron. Escondidas entre la maleza de la falda de la montaña de Montjuïc, Aledis no pudo dejar de observar sus cuerpos desnudos, perfectos, sensuales… Juventud. Por un momento se recordó a sí misma, allí mismo, hacía muchos años…

—¡Ah! —exclamó Eulália—, esto… araña.

Aledis volvió a la realidad y vio a Eulália vestida con una camisa larga y descolorida que le llegaba hasta los tobillos.

—Las huérfanas de un oficial curtidor no visten de seda.

—Pero… ¿esto? —se quejó Eulália tirando con dos dedos de la camisa.

—Eso es lo normal —insistió Aledis—. De todas formas las dos os habéis olvidado de esto.

Aledis les mostró dos tiras de ropa descoloridas y tan bastas como las camisas. Se acercaron a cogerlas.

—¿Qué es…? —preguntó Teresa.

—Alfardas, y sirven para…

—No. No pretenderás…

—Las mujeres decentes se tapan los pechos. —Ambas intentaron protestar—. Primero los pechos —ordenó Aledis—, después las camisas y encima las gonelas, y dad gracias —añadió ante la mirada de las chicas— que os he comprado camisas y no cilicios. Quizá os convendría hacer algo de penitencia.

Las tres tuvieron que ayudarse entre sí para ponerse las alfardas.

—Creía que lo que pretendías era que sedujésemos a dos nobles —le dijo Eulália mientras Aledis tiraba de la alfarda sobre sus abundantes senos—; no veo cómo con esto…

—Tú déjame hacer a mí —le contestó Aledis—. Las gonelas son… casi blancas, símbolo de virginidad. Esos dos canallas no dejarán pasar la oportunidad de yacer con dos vírgenes. No sabéis nada de hombres —insistió Aledis mientras terminaban de vestirse—, no os mostréis coquetas ni osadas. Negaos en todo momento. Rechazadlos cuantas veces sea necesario.

—¿Y si los rechazamos tanto que desisten?

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