—Ese vestido es mío.
¿Había temblado?
—¿No pretenderás…? —empezó a decir Genis Puig, irguiéndose con su padre aún en brazos.
—Ese vestido es mío —repitió Arnau interrumpiéndolo, sin dejar de mirar a Isabel.
¿Temblaba?
—Madre —intervino Josep—, ve a cambiarte.
Temblaba.
—Guillem —gritó Arnau.
—Madre, por favor.
Guillem se acercó a la baronesa.
¡Temblaba!
—¡Madre!
—¿Y qué quieres que me ponga? —gritó Isabel dirigiéndose a su hijastro.
Isabel se volvió de nuevo hacia Arnau, temblando. Guillem también lo miró. «¿De verdad quieres que le quite el vestido?», preguntaban sus ojos.
Arnau frunció el ceño y poco a poco, muy poco a poco, Isabel bajó la vista al suelo, llorando de rabia.
Arnau le hizo una señal a Guillem y dejó transcurrir unos segundos mientras los sollozos de Isabel llenaban el salón principal del palacio.
—Esta misma noche —dijo al fin, dirigiéndose a Guillem—, quiero este edificio vacío. Diles que pueden volver a Navarcles, de donde nunca deberían haber salido. —Josep y Genis lo miraron, Isabel continuó sollozando—. No me interesan esas tierras. Dales ropas de los esclavos, pero no calzado; quémalo. Véndelo todo y cierra esta casa.
Arnau se volvió y se encontró de cara con Mar. Se había olvidado de ella. La muchacha estaba congestionada. La tomó del brazo y salió con ella.
—Ya puedes cerrar estas puertas —le dijo al viejo que les había abierto.
Anduvieron en silencio hasta la mesa de cambio, pero antes de entrar, Arnau se detuvo.
—¿Un paseo por la playa?
Mar asintió.
—¿Ya has cobrado tu deuda? —le preguntó cuando empezaron a ver el mar.
Siguieron caminando.
—Nunca podré cobrármela, Mar —lo oyó murmurar la muchacha al cabo de un rato—, nunca.
9 de junio de 1359
Barcelona
Arnau trabajaba en la mesa de cambio. Se hallaban en plena época de navegación. Los negocios iban viento en popa y Arnau se había convertido en una de las primeras fortunas de la ciudad. Seguían viviendo en la pequeña casa de la esquina de Canvis Vells y Canvis Nous, junto a Mar y Donaha. Arnau hizo oídos sordos al consejo de Guillem de trasladarse al palacio de los Puig, que permanecía cerrado desde hacía cuatro años. Por su parte, Mar era igual de tozuda que Arnau y no había consentido en contraer matrimonio.
—¿Por qué quieres alejarme de ti? —le preguntó un día, con los ojos anegados en lágrimas.
—Yo… —titubeó Arnau—, ¡yo no quiero alejarte de mí!
Ella continuó llorando y buscó su hombro.
—No te preocupes —le dijo Arnau acariciando su cabeza—, nunca te obligaré a hacer algo que no quieras.
Y Mar seguía viviendo con ellos.
Aquel 9 de junio empezó a repicar una campana. Arnau dejó de trabajar. Al instante se sumó otra y al cabo de poco rato muchas más.
—Via fora —comentó Arnau.
Salió a la calle. Los obreros de Santa María bajaban vertiginosamente de los andamios; albañiles y picapedreros salían por el portal mayor y la gente corría por las calles con el «Via fora!» en sus labios.
En aquel momento se encontró con Guillem, que caminaba deprisa, alterado.
—¡Guerra! —gritó.
—Están llamando a la host —dijo Arnau.
—No…, no. —Guillem hizo una pausa para recobrar el aliento—. No es la host de la ciudad. Es la de Barcelona y todas sus villas y pueblos a dos leguas de distancia. No sólo son las de Barcelona.
Eran las de Sant Boi y Badalona. Las de Sant Andreu y Sarriá; Provençana, Sant Feliu, Sant Genis, Cornellá, Sant Just Desvern, Sant Joan Despí, Sants, Santa Coloma, Esplugues, Vallvidrera, Sant Martí, Sant Adriá, Sant Gervasi, Sant Joan d'Horta… El repique de campanas atronaba Barcelona hasta dos leguas de distancia.
—El rey ha invocado el usatge princeps namque —continuó Guillem—. No es la ciudad. ¡Es el rey! ¡Estamos en guerra! Nos atacan. El rey Pedro de Castilla nos ataca…
—¿Barcelona? —lo interrumpió Arnau.
—Sí. Barcelona.
Los dos entraron corriendo en la casa.
Cuando salieron, Arnau equipado como cuando sirvió a Eiximén d'Esparça, se dirigieron a la calle de la Mar para llegar a la plaza del Blat; sin embargo la gente bajaba por la calle gritando el Via fora, en lugar de subir por ella.
—¿Qué…? —intentó preguntar Arnau sujetando por el brazo a uno de los hombres armados que corrían calle abajo.
—¡A la playa! —le gritó el hombre deshaciéndose de su mano—. ¡A la playa!
—¿Por mar? —se preguntaron Arnau y Guillem el uno al otro.
Los dos se sumaron a la multitud que corría hacia la playa.
Cuando llegaron, los barceloneses empezaban a arremolinarse en ella con la vista puesta en el horizonte, armados con sus ballestas y el repique de campanas en sus oídos. El «Via fora!» fue perdiendo fuerza y los ciudadanos terminaron guardando silencio.
Guillem se llevó la mano a la frente para protegerse del fuerte sol de junio y empezó a contar las naves: una, dos, tres, cuatro…
El mar estaba en calma.
—Nos destrozarán —oyó Arnau a sus espaldas.
—Arrasarán la ciudad.
—¿Qué podemos hacer nosotros contra un ejército?
Veintisiete, veintiocho… Guillem seguía contando.
«Nos arrasarán», repitió Arnau para sí. ¿Cuántas veces había hablado de ello con mercaderes y comerciantes? Barcelona estaba indefensa por mar. Desde Santa Clara hasta Framenors, la ciudad se abría al mar, ¡sin defensa alguna! Si una armada llegase a entrar en puerto…
—Treinta y nueve y cuarenta. ¡Cuarenta barcos! —exclamó Guillem.
Treinta galeras y diez leños, todos armados. Era la armada de Pedro el Cruel. Cuarenta naves cargadas de hombres curtidos, de expertos guerreros, contra unos ciudadanos convertidos de súbito en soldados. Si lograban desembarcar se lucharía en la misma playa, en las calles de la ciudad. Arnau sintió un escalofrío al pensar en las mujeres y los niños…, en Mar. ¡Los derrotarían! Saquearían. Violarían a las mujeres. ¡Mar! Se apoyó en Guillem al volver a pensar en ella. Era joven y bella. La imaginó en poder de los castellanos, gritando, pidiendo ayuda… ¿Dónde estaría él entonces? La playa continuaba llenándose de gente. El propio rey acudió a ella y empezó a dar órdenes a sus soldados.
—¡El rey! —gritó alguien.
¿Y qué podía hacer el rey?, estuvo a punto de replicar Arnau. Desde hacía tres meses, el rey se hallaba en la ciudad preparando una armada para acudir en defensa de Mallorca, a la que Pedro el Cruel había amenazado con atacar. En el puerto de Barcelona sólo había diez galeras —el resto de la flota estaba aún por llegar— ¡y lucharían en el mismo puerto!
Arnau negó con la cabeza con la vista fija en las velas que poco a poco se acercaban a la costa. El de Castilla había logrado engañarlos. Desde que empezó la guerra, hacía ya tres años, las batallas y las treguas se habían ido alternando. Pedro el Cruel atacó primero el reino de Valencia y después el de Aragón, donde tomó Tarazona, con lo que amenazó directamente a Zaragoza. La Iglesia intervino y Tarazona se entregó al cardenal Pedro de la Jugie, quien debía arbitrar a cuál de los dos reyes correspondía la ciudad. También se firmó una tregua de un año, que no incluía, empero, las fronteras de los reinos de Murcia y Valencia.
Durante la tregua, el Ceremonioso logró convencer a su hermanastro Ferrán, aliado entonces del de Castilla, para que lo traicionase y, tras hacerlo, el infante atacó y saqueó el reino de Murcia hasta llegar a Cartagena.
Desde la misma playa, el rey Pedro ordenó que se aparejasen las diez galeras y que los ciudadanos de Barcelona y los de las villas colindantes, que ya empezaban a llegar a la playa, embarcasen junto a los pocos soldados que lo acompañaban. Todas las barcas, pequeñas o grandes, mercantes o de pesca, debían salir al encuentro de la armada castellana.
—Es una locura —comentó Guillem observando cómo la gente se lanzaba a las barcas—. Cualquiera de esas galeras abordará nuestros barcos y los partirá en dos. Morirá mucha gente.
Todavía faltaba bastante para que la flota castellana llegara a puerto.
—No tendrá piedad —oyó Arnau a sus espaldas—. Nos destrozará.
Pedro el Cruel no tendría piedad. Su fama era de sobras conocida: ejecutó a sus hermanos bastardos, a Federico en Sevilla y a Juan en Bilbao, y un año después a su tía Leonor, tras tenerla presa durante todo ese tiempo. ¿Qué piedad podía esperarse de un rey que mataba a sus propios parientes? El Ceremonioso no mató a Jaime de Mallorca, a pesar de sus muchas traiciones y de las guerras que los habían enfrentado.
—Sería mejor organizar la defensa en tierra —le comentó Guillem, gritando y acercándose a su oído—; por mar es imposible hacerlo. En cuanto los castellanos superen las tasques, nos arrasarán.
Arnau asintió. ¿Por qué se empeñaba el rey en defender la ciudad por mar? Tenía razón Guillem, en cuanto superaran las tasques…
—¡Las tasques! —bramó Arnau—. ¿Qué barco tenemos en puerto…?
—¿Qué pretendes?
—¡Las tasques, Guillem! ¿No lo entiendes? ¿Qué barco tenemos?
—Aquel ballenero —le contestó señalando un inmenso y pesado barco panzudo.
—Vamos. No hay tiempo que perder.
Arnau echó a correr de nuevo hacia el mar, mezclado con la muchedumbre que hacía lo mismo. Miró hacia atrás para decirle a Guillem que acelerase el paso.
La orilla se había convertido en un hervidero de soldados y barceloneses, metidos en el agua hasta la cintura; unos intentaban subir a las pequeñas barcas de pesca que ya salían a la mar, otros esperaban que llegase algún barquero para que los llevase hasta cualquiera de las grandes naves de guerra o mercantes fondeadas en el puerto.
Arnau vio llegar a uno de ellos.
—¡Vamos! —le gritó a Guillem metiéndose en el agua, tratando de adelantarse a todos los que se dirigían hacia la barca.
Cuando llegaron, la barca estaba a rebosar, pero el barquero reconoció a Arnau y les hizo un sitio.
—Llévame al ballenero —le dijo éste cuando el hombre iba a dar la orden de partir.
—Primero las galeras. Ésa es la orden del rey…
—¡Llévame al ballenero! —lo instó Arnau. El barquero ladeó la cabeza. Los hombres de la barca empezaron a quejarse—. ¡Silencio! —gritó Arnau—. Me conoces. Tengo que llegar al ballenero. Barcelona…, tu familia depende de ello. ¡Todas vuestras familias pueden depender de ello!
El barquero miró el gran barco panzudo. Tenía que desviarse muy poco. ¿Por qué no? ¿Por qué iba a engañarlo Arnau Estanyol?
—¡Al ballenero! —ordenó a los dos remeros.
En cuanto Arnau y Guillem se agarraron a las escalas que les lanzó el piloto del ballenero, el barquero puso rumbo a la siguiente galera.
—Los hombres a los remos —le ordenó Arnau al piloto cuando todavía no había pisado cubierta.
El hombre hizo un gesto a los remeros, que se colocaron de inmediato en sus bancos.
—¿Qué hacemos? —preguntó.
—A las tasques —contestó Arnau.
Guillem asintió.
—Alá, su nombre sea loado, quiera que te salga bien.
Pero si Guillem llegó a entender los propósitos de Arnau, no así el ejército y los ciudadanos de Barcelona. Cuando vieron cómo el ballenero se ponía en movimiento, sin soldados, sin hombres armados, rumbo a alta mar, alguien dijo:
—Quiere salvar su barco.
—¡Judío! —gritó otro.
—¡Traidor!
Muchos otros se sumaron a los insultos y, al poco rato, la playa entera era un clamor contra Arnau. ¿Qué se proponía Arnau Estanyol?, se preguntaron bastaixos y barqueros, todos con la mirada puesta en el barco panzudo que se movía lentamente, al ritmo de más de un centenar de remos que caían al agua para volver a subir, una y otra vez, una y otra vez.
Arnau y Guillem se colocaron en proa, en pie, con la atención puesta en la armada castellana, que empezaba a acercarse peligrosamente, pero cuando pasaron junto a las galeras catalanas, una lluvia de flechas los obligó a esconderse. Volvieron a ponerse en pie cuando estuvieron fuera de su alcance.
—Saldrá bien —le dijo Arnau a Guillem—. Barcelona no puede caer en manos de ese canalla.
Las tasques, una cadena de bancos de arena paralela a la costa que impedía la entrada de las corrientes marítimas, eran la única defensa natural del puerto de Barcelona, al tiempo que suponían un peligro para los barcos que intentaban arribar a él. Una sola entrada, a modo de canal con suficiente calado, permitía el paso de las naves; si no era a través de él, los barcos embarrancaban en los bajíos.
Arnau y Guillem se acercaron a las tasques dejando tras de sí miles de gargantas de las que salían los más obscenos insultos. Los gritos de los catalanes habían logrado incluso acallar el repique de campanas.
«Saldrá bien», repitió Arnau esta vez para sí. Después ordenó al piloto que los remeros dejasen de bogar. Cuando el centenar de remos se alzó por encima de la borda y el ballenero se deslizó en dirección a las tasques, los insultos y gritos comenzaron a menguar hasta que el silencio reinó en la playa. La armada castellana seguía acercándose. Por encima de las campanas, Arnau oyó cómo la quilla del barco se deslizaba hacia los bajíos.
—¡Tiene que salir bien! —masculló.
Guillem lo agarró del brazo y apretó. Era la primera vez que lo tocaba de aquella forma.
El ballenero continuó deslizándose, lentamente, muy lentamente. Arnau miró al piloto. «¿Estamos en el canal?», le preguntó con un simple gesto de sus cejas. El piloto asintió; desde que le ordenó que dejaran de remar sabía qué quería hacer Arnau. Toda Barcelona lo sabía ya.
—¡Ahora! —gritó Arnau—. ¡Vira!
El piloto dio la orden. Los remos de babor se sumergieron en la mar y el ballenero empezó a girar en redondo hasta que la popa y la proa embarrancaron en las paredes del canal. La nave escoró.
Guillem apretó con fuerza el brazo de Arnau. Los dos se miraron y Arnau lo atrajo para abrazarlo mientras la playa y las galeras estallaban en vítores.
La entrada al puerto de Barcelona había sido clausurada. Desde la orilla, armado para la batalla, el rey miró al ballenero cruzado en las tasques. Nobles y caballeros permanecieron a su alrededor, en silencio, mientras el rey contemplaba la escena.
—¡A las galeras! —ordenó al fin.