Con el ballenero de Arnau atravesado en las tasques, Pedro el Cruel organizó su armada en mar abierto. El Ceremonioso lo hizo tasques adentro y antes de que anocheciese, las dos flotas —la una de guerra, con cuarenta naves armadas y dispuestas, la otra pintoresca, con sólo diez galeras y decenas de pequeños barcos mercantes o de pesca cargados de ciudadanos— se encontraron la una frente a la otra, a lo largo de toda la línea de la costa portuaria, desde Santa Clara a Framenors. Nadie podía entrar ni salir de Barcelona.
Ese día no hubo batalla. Cinco de las galeras de Pedro III se dispusieron cerca del ballenero de Arnau, y por la noche, los soldados reales, iluminados por una luna resplandeciente, lo abordaron.
—Parece que la batalla girará en torno a nosotros —le comentó Guillem a Arnau, los dos sentados en cubierta, con la espalda apoyada en la borda, a refugio de los ballesteros castellanos.
—Nos hemos convertido en la muralla de la ciudad y todas las batallas empiezan en las murallas.
En aquel momento se les acercó un oficial real.
—¿Arnau Estanyol? —preguntó. Arnau se hizo notar levantando una mano—. El rey os autoriza a abandonar el barco.
—¿Y mis hombres?
—¿Los convictos a galeras? —En la semioscuridad Arnau y Guillem pudieron comprobar la expresión de sorpresa del oficial. ¿Qué podía importarle al rey un centenar de convictos?—. Pueden ser necesarios aquí —salió del paso el oficial.
—En ese caso —dijo Arnau—, me quedo; es mi barco y son mis hombres.
El oficial se encogió de hombros y continuó ordenando sus fuerzas.
—¿Quieres bajar tú? —le preguntó Arnau a Guillem.
—¿Acaso no soy uno más de tus hombres?
—No, y bien lo sabes. —Los dos guardaron silencio durante unos instantes, mientras veían pasar sombras y oían las carreras de los soldados, que tomaban posiciones, y las órdenes a media voz, casi susurradas, de los oficiales—. Sabes que hace mucho tiempo que dejaste de ser esclavo —continuó Arnau—; sólo tienes que pedir tu carta de libertad y la tendrás.
Algunos soldados se apostaron junto a ellos.
—Id a las bodegas como los demás —les susurró uno de los soldados, intentando ocupar su sitio.
—En este barco vamos donde queremos —le contestó Arnau.
El soldado se inclinó sobre ambos.
—Perdón —se disculpó—. Todos os agradecemos lo que habéis hecho.
Y buscó otro sitio junto a la borda.
—¿Cuándo querrás ser libre? —volvió a preguntar Arnau.
—No creo que supiese ser libre.
Los dos se quedaron en silencio. Cuando todos los soldados abordaron el ballenero y ocuparon sus puestos, la noche empezó a transcurrir lentamente. Arnau y Guillem dormitaron entre toses y susurros de los hombres.
Al amanecer, Pedro el Cruel ordenó el ataque. La armada castellana se acercó a las tasques y los soldados del rey empezaron a disparar sus ballestas y a lanzar piedras con unos pequeños trabucos montados en las bordas y también con brigolas. La flota catalana hizo lo propio desde el otro lado de los bajíos. Se luchaba a lo largo de la línea costera, pero sobre todo junto al ballenero de Arnau. Pedro III no podía permitir que los castellanos abordaran la nave y varias galeras, incluida la real, tomaron posiciones junto a ella.
Muchos hombres murieron tras ser alcanzados por las saetas disparadas desde uno u otro lado. Arnau recordaba el silbido de las flechas cuando salían disparadas de su ballesta, apostado tras una roca frente al castillo de Bellaguarda.
Unas carcajadas lo sacaron de su ensueño. ¿Quiénes podían reír en una batalla? Barcelona estaba en peligro y los hombres morían. ¿Cómo era posible que alguien riese? Arnau y Guillem se miraron. Sí, eran risas. Carcajadas cada vez más sonoras. Buscaron un lugar resguardado para poder ver la batalla. Los tripulantes de muchos barcos catalanes, en segunda o tercera línea, a cubierto de las flechas, se burlaban de los castellanos, les gritaban y se reían de ellos. Desde sus barcos, los castellanos intentaban hacer blanco con las brigolas, pero con tan poca puntería que las piedras caían una tras otra al mar. Algunas piedras levantaron un árbol de espuma tras caer al agua. Arnau y Guillem se miraron y sonrieron. Los hombres de los barcos volvieron a burlarse de los castellanos y la playa de Barcelona, repleta de ciudadanos convertidos en soldados, se sumó a las risas.
Durante todo el día, los catalanes se estuvieron mofando de los artilleros castellanos, que fallaban una y otra vez.
—No me gustaría estar en la galera de Pedro el Cruel —le comentó Guillem a Arnau.
—No —contestó éste riendo—, no quiero pensar lo que les hará a esos aprendices.
Esa noche nada tuvo que ver con la anterior. Arnau y Guillem se pusieron a atender a los muchos heridos del ballenero, a curarlos y a ayudarlos a bajar hasta las barcas que debían llevarlos a tierra. Hasta el ballenero sí que llegaban las flechas de los castellanos. Un nuevo contingente de soldados abordó la nave y cuando ya casi había transcurrido la noche intentaron descansar un poco para la nueva jornada.
La primera luz volvió a despertar las gargantas de los catalanes, y los gritos, los insultos y las risas atronaron de nuevo en el puerto de Barcelona.
Arnau había agotado sus saetas y junto a Guillem, a resguardo, se dedicó a contemplar la batalla.
—Mira —le dijo su amigo señalando las galeras castellanas—, se están acercando mucho más que ayer.
Era cierto. El rey de Castilla había decidido terminar cuanto antes con la mofa de los catalanes y se dirigía directamente hacia el ballenero.
—Diles que dejen de reírse —comentó Guillem con la vista fija en las galeras castellanas que se acercaban.
Pedro III se aprestó a defender el ballenero y se acercó a él tanto como las tasques se lo permitieron. La nueva batalla se libró junto a Guillem y Arnau; casi podían tocar la galera real y distinguían con claridad al rey y a sus caballeros.
Las dos galeras se pusieron de costado, cada una a un lado de las tasques. Los castellanos dispararon unos trabucos que llevaban montados a proa. Arnau y Guillem se volvieron hacia la galera real. No había daños. El rey y sus hombres seguían en cubierta y la nave no parecía afectada por los disparos.
—¿Eso es una bombarda? —preguntó Arnau señalando el cañón hacia el que se dirigió Pedro III.
—Sí —contestó Guillem.
Había visto cómo la subían a la galera mientras el rey preparaba su flota creyendo que los castellanos pensaban atacar Mallorca.
—¿Una bombarda en un barco?
—Sí —volvió a contestar Guillem.
—Debe de ser la primera vez que se arma una galera con una bombarda —dijo Arnau, con la atención puesta en las órdenes que el rey estaba dando a sus artilleros—; nunca había visto…
—Yo tampoco…
Su conversación se vio interrumpida por el estruendo que hizo la bombarda tras disparar una gran piedra. Los dos se volvieron hacia la galera castellana.
—¡Bravo! —gritaron al unísono cuando la piedra desarboló la nave.
Todos los barcos catalanes vitorearon el disparo.
El rey ordenó que cargasen la bombarda de nuevo. La sorpresa y la caída del mástil impidieron que los castellanos contestaran al fuego con sus trabucos. El siguiente disparo acertó de lleno en el castillo de la nave y la destrozó.
Los castellanos empezaron a apartarse de las tasques.
El constante escarnio y la bombarda de la galera real hicieron recapacitar al castellano y al cabo de un par de horas ordenó a su flota que abandonara el asedio y se dirigiese hacia Ibiza.
Desde cubierta, Arnau y Guillem observaron junto a varios oficiales del rey la retirada de la armada castellana. Las campanas de la ciudad empezaron a repicar.
—Ahora tendremos que desencallar este barco —comentó Arnau.
—Ya lo haremos nosotros —oyó a sus espaldas. Arnau se volvió y se encontró con un oficial que acababa de abordar el ballenero—. Su majestad os espera en la galera real.
El rey había tenido dos noches enteras para enterarse de quién era Arnau Estanyol. «Rico —le dijeron los consejeros de Barcelona—, inmensamente rico, majestad». El rey asentía con poco interés a cada comentario que sobre Arnau le hacían los consejeros: su etapa como bastaix, su lucha a las órdenes de Eiximén d'Esparça, su devoción por Santa María. Sin embargo, sus ojillos se abrieron al oír que era viudo. «Rico y viudo —pensó el monarca—; si nos libramos de ésta…».
—Arnau Estanyol —lo presentó en voz alta uno de los camarlengos del rey—. Ciudadano de Barcelona.
El rey, sentado en una silla en cubierta, estaba flanqueado por multitud de nobles, caballeros consejeros y prohombres de la ciudad que se habían acercado a la galera real tras la retirada de los castellanos. Guillem se quedó junto a la borda, detrás de quienes rodeaban a Arnau y al rey.
Arnau hizo amago de hincar la rodilla en tierra, pero el rey le ordenó que se levantase.
—Estamos muy satisfechos de vuestra acción —habló el rey—; vuestra osadía e inteligencia han sido cruciales para ganar esta batalla.
El rey calló y Arnau dudó. ¿Debía hablar o esperar? Todos los presentes tenían la vista puesta en él.
—Nosotros —continuó el monarca—, en agradecimiento a vuestra acción, deseamos favoreceros con nuestra gracia.
¿Y ahora? ¿Debía hablar? ¿Qué gracia podía concederle el rey? Ya tenía todo cuanto podía desear…
—Os concedemos en matrimonio a nuestra pupila Elionor, a quien dotamos con las baronías de Granollers, Sant Vicenç dels Horts y Caldes de Montbui.
Todos los presentes murmuraron; algunos aplaudieron. ¡Matrimonio! ¿Había dicho matrimonio? Arnau se volvió en busca de Guillem pero no logró encontrarlo. Los nobles y caballeros le sonreían. ¿Había dicho matrimonio?
—¿No estáis contento, señor barón? —preguntó el rey al verlo con la cabeza vuelta.
Arnau se volvió hacia el rey. ¿Señor barón? ¿Matrimonio? ¿Para qué quería él todo eso? Nobles y caballeros callaron ante el silencio de Arnau. El rey lo atravesaba con la mirada. ¿Elionor había dicho? ¿Su pupila? ¡No podía…, no debía desairar al rey!
—No…, quiero decir, sí, majestad —titubeó—. Os agradezco vuestra gracia.
—Sea, pues.
Pedro III se levantó y su corte se cerró a su alrededor. Algunos palmearon la espalda de Arnau al pasar junto a él y le felicitaron con frases que le resultaron ininteligibles. Arnau se quedó solo, allí donde antes había estado rodeado de gente. Se volvió hacia Guillem, que seguía acodado en la borda.
Desde donde estaba, Arnau abrió las manos, pero el moro le contestó gesticulando hacia el rey y su corte, y las escondió con rapidez.
La llegada de Arnau a la playa fue tan celebrada como la del mismo rey. La ciudad entera se abalanzó sobre él y fue de mano en mano, de uno a otro, recibiendo felicitaciones, palmadas y apretones de mano. Todo el mundo quería acercarse al salvador de la ciudad, pero Arnau no lograba reconocer ni oír a nadie. Ahora que todo le iba bien, que era feliz, el rey había decidido casarlo. Los barceloneses lo acompañaron, apretujados contra él, desde la playa a su mesa de cambio y cuando entró, permanecieron frente a la entrada, coreando su nombre, gritando sin cesar.
En cuanto entró, Mar se lanzó en sus brazos. Guillem ya había llegado y estaba sentado en una silla; no había contado nada. Joan, que también había acudido a la mesa, le observaba con su taciturno aspecto habitual.
Mar se quedó sorprendida cuando Arnau, quizá con más fuerza de la que hubiera querido, se desembarazó de su abrazo. Joan fue a felicitarlo pero Arnau tampoco le hizo caso. Al final, se dejó caer en una silla, junto a Guillem. Los demás lo miraban sin atreverse a decir nada.
—¿Qué te pasa? —se atrevió a preguntar al fin Joan.
—¡Que me casan! —gritó Arnau, levantando los brazos por encima de la cabeza—. El rey ha decidido convertirme en barón y casarme con su pupila. ¡Ése es el favor que me hace por ayudarle a salvar su capital! ¡Casarme!
Joan pensó unos instantes, ladeó la cabeza y sonrió.
—¿Por qué te quejas? —le preguntó.
Arnau lo miró de reojo. A su lado, Mar había empezado a temblar. Sólo la vio Donaha, en la puerta de la cocina, que acudió rauda a ayudarla a mantenerse en pie.
—¿Qué es lo que te disgusta? —insistió Joan. Arnau siquiera lo miró. Mar sintió la primera arcada tras oír las palabras del fraile—. ¿Qué hay de malo en que contraigas matrimonio? Y con la pupila del rey. Te convertirás en barón de Cataluña.
Mar, temiendo vomitar, se marchó con Donaha a la cocina.
—¿Qué le pasa a Mar? —preguntó Arnau.
El fraile tardó un momento en responder.
—Yo te diré qué le pasa —dijo por fin—. ¡Que también debería casarse! Los dos deberíais casaros. Suerte que el rey tiene más cabeza que tú.
—Déjame, Joan, te lo ruego —dijo cansinamente Arnau.
El fraile elevó los brazos en el aire y abandonó la mesa de cambio.
—Ve a ver qué le pasa a Mar —le pidió Arnau a Guillem.
—No sé qué le ocurre —le dijo éste a su amo unos minutos después—, pero Donaha me ha dicho que no me preocupe. Cosas de mujeres —añadió.
Arnau se volvió hacia él.
—No me hables de mujeres.
—Poco podemos hacer contra los deseos del rey, Arnau. Quizá con algo de tiempo… encontremos una solución.
Pero no tuvieron tiempo. Pedro III fijó para el día 23 de junio su partida hacia Mallorca para perseguir al rey de Castilla; ordenó que su armada estuviera reunida en el puerto de Barcelona para esa fecha y manifestó que antes de partir quería haber resuelto el asunto del matrimonio de su pupila Elionor con el acaudalado Arnau. Así se lo comunicó un oficial del rey al bastaix en su mesa de cambio.
—¡Sólo me quedan nueve días! —se quejó a Guillem cuando el oficial desapareció por la puerta—. ¡Quizá menos!
¿Cómo sería la tal Elionor? Arnau no podía dormir con sólo pensar en ello. ¿Vieja? ¿Bella? ¿Simpática, agradable o altiva y cínica como todos los nobles que había conocido? ¿Cómo iba a casarse con una mujer a la que ni siquiera conocía? Se lo encargó a Joan:
—Tú puedes hacerlo. Entérate de cómo es esa mujer. No puedo dejar de pensar en qué es lo que me espera.
—Se dice —le contó Joan la misma tarde del día en que el oficial se había presentado en la mesa— que es bastarda de uno de los infantes del principado, alguno de los tíos del rey, aunque nadie se atreve a asegurar cuál de ellos. Su madre falleció en el parto; por eso fue acogida en la corte…