La catedral del mar (70 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La catedral del mar
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—¡Ve, y en cuanto deis con fra Joan, hacedle venir! ¡Da la orden a la guardia!

Mientras el hermano del mercader de vinos abandonaba el despacho, Nicolau negó con la cabeza. ¿Qué se había creído ese frailecillo? ¿Acaso pensaba engañar a la Inquisición vaciando las arcas de su hermano? Esa fortuna sería para el Santo Oficio…, ¡toda! Eimeric apretó los puños hasta que la sangre dejó de correr por sus nudillos.

—Aunque tenga que llevarle a la hoguera —masculló para sí.

—Francesca. —Aledis se arrodilló junto a la anciana, que hizo una mueca parecida a una sonrisa—. ¿Qué te han hecho? ¿Cómo estás? —La anciana no contestó. El lamento de los demás presos acompañó el silencio—. Francesca, tienen a Arnau. Por eso os han traído aquí.

—Ya lo sé. —Aledis meneó la cabeza, pero antes de que pudiera preguntar, la anciana continuó—: Allí está.

Aledis volvió la cabeza hacia el extremo contrario y vislumbró una figura en pie, pendiente de ellas.

—¿Cómo…?

—Oídme —resonó en la mazmorra—, la visitante de la anciana. —Aledis volvió de nuevo la mirada hacia la figura—. Quiero hablar con vos. Soy Arnau Estanyol.

—¿Qué pasa, Francesca?

—Desde que me encerraron ha estado preguntándome por qué el alguacil le ha dicho que soy su madre, que él se llama Arnau Estanyol y que le ha detenido la Inquisición… Esto sí que ha sido una verdadera tortura.

—¿Y qué le has dicho?

—Nada.

—¡Oídme!

En esta ocasión Aledis no se volvió.

—La Inquisición quiere demostrar que Arnau es hijo de una bruja —le dijo a Francesca.

—Escuchadme, por favor.

Aledis notó cómo las manos de Francesca se cerraban sobre sus antebrazos. La presión de la anciana se sumó al eco de la súplica de Arnau.

—¿No vas…? —Aledis carraspeó—. ¿No vas a decirle nada?

—Nadie tiene que saber que Arnau es mi hijo. ¿Me oyes, Aledis? Si no lo he admitido hasta ahora, menos lo voy a hacer cuando la Inquisición… Sólo tú lo sabes, muchacha. —La voz de la anciana se hizo más clara.

—Jaume de Bellera…

—¡Por favor! —se oyó de nuevo.

Aledis se volvió hacia Arnau; las lágrimas le impedían verlo, pero se esforzó por no limpiárselas.

—Sólo tú, Aledis —insistió Francesca—. Júrame que jamás se lo dirás a nadie.

—Pero el señor de Bellera…

—Nadie puede demostrarlo. Júramelo, Aledis.

—Te torturarán.

—¿Más de lo que lo ha hecho la vida? ¿Más de lo que lo está haciendo el silencio que me veo obligada a guardar ante los ruegos de Arnau? Júralo.

Los ojos de Francesca brillaron en la penumbra.

—Lo juro.

Aledis le echó los brazos al cuello. Por primera vez en muchos años notó la fragilidad de la anciana.

—No…, no quiero dejarte aquí —le dijo llorando—. ¿Qué va a ser de ti?

—No te preocupes por mí —le susurró la anciana al oído—. Aguantaré hasta convencerles de que Arnau no es mi hijo. —Francesca tuvo que tomar aire antes de continuar—: Un Bellera arruinó mi vida; su hijo no hará lo mismo con la de Arnau.

Aledis besó a Francesca y permaneció unos instantes con los labios pegados a su mejilla. Después se levantó.

—¡Oídme!

Aledis miró hacia la figura.

—No vayas —le pidió Francesca desde el suelo.

—¡Acercaos! Os lo ruego.

—No lo soportarás, Aledis. Me lo has jurado.

Arnau y Aledis se miraron en la oscuridad. Sólo dos figuras. Las lágrimas de Aledis brillaron mientras resbalaban por su rostro.

Arnau se dejó caer cuando vio que la desconocida se dirigía hacia la puerta de la mazmorra.

Esa misma mañana una mujer montada en una mula entró en Barcelona por la puerta de San Daniel. Tras ella, un dominico que ni siquiera miró a los soldados andaba arrastrando los pies. Recorrieron la ciudad hasta el palacio del obispo sin hablarse, el fraile tras la mula.

—¿Fra Joan? —le preguntó uno de los soldados que montaban guardia en la puerta.

El dominico alzó su rostro amoratado hacia el soldado.

—¿Fra Joan? —preguntó de nuevo el soldado.

Joan asintió.

—El inquisidor general ha ordenado que os llevemos a su presencia.

El soldado llamó a la guardia y varios compañeros suyos acudieron a buscar a Joan.

La mujer no se apeó de la mula.

52

Sahat irrumpió en el almacén que el viejo comerciante tenía en Pisa, cerca del puerto, a orillas del Arno. Algunos oficiales y aprendices intentaron saludarlo pero el moro no les hizo caso alguno. «¿Dónde está vuestro señor?», preguntaba a todos, sin dejar de andar entre la multitud de mercaderías que se apilaban en el gran establecimiento. Al final lo encontró en un extremo del edificio, inclinado sobre unas piezas de tela.

—¿Qué ocurre, Filippo?

El viejo comerciante se incorporó con dificultad y se volvió hacia Sahat.

—Ayer arribó un barco con destino a Marsella.

—Lo sé. ¿Sucede algo?

Filippo observó a Sahat. ¿Cuántos años tendría? Lo cierto es que ya no era joven. Como siempre, iba bien vestido, pero sin caer en la ostentación de tantos otros que eran menos ricos que él. ¿Qué debía de haber sucedido entre él y Arnau? Nunca se lo había querido contar. Filippo recordó al esclavo recién llegado de Cataluña, la carta de libertad, la orden de pago por parte de Arnau…

—¡Filippo!

El grito de Sahat le devolvió al presente por unos instantes; en cualquier caso, volvió a perderse en sus pensamientos, seguía mostrando el empuje de un joven ilusionado. Todo lo emprendía con esa decisión…

—¡Filippo, te lo ruego!

—Cierto, cierto. Tienes razón. Disculpa. —El anciano se acercó hasta él y se apoyó en su antebrazo—. Tienes razón, tienes razón. Ayúdame, vamos a mi despacho.

En el mundo pisano de los negocios eran contadas las personas en las que Filippo Tescio se apoyaba. Aquella muestra pública de confianza por parte del anciano podía abrir más puertas de las que lo haría un millar de florines de oro. En esta ocasión, sin embargo, Sahat detuvo el lento avance del rico comerciante.

—Filippo, por favor.

El anciano tiró suavemente de él para que continuara andando.

—Noticias…, malas noticias. Arnau —le dijo dándole tiempo para que se situase—. Lo ha detenido la Inquisición.

Sahat guardó silencio.

—Los motivos son bastante confusos —continuó Filippo—. Sus oficiales han empezado a vender comandas y por lo visto su situación…, pero eso sólo es un simple rumor e imagino que malintencionado. Siéntate —lo instó cuando llegaron a lo que el anciano llamaba su despacho, una sencilla mesa alzada sobre una tarima, desde la que controlaba a los tres oficiales que en mesas similares anotaban las operaciones en enormes libros de comercio, a la vez que vigilaba el contante trasiego del almacén.

Filippo suspiró al sentarse.

—No es todo —añadió. Sentado frente a él, Sahat no hizo ademán alguno—. Esta Pascua los barceloneses se alzaron contra la judería. Los acusaron de haber profanado una hostia. Una multa importante y tres ejecutados… —Filippo observó cómo el labio inferior de Sahat empezaba a temblar—. Hasdai.

El anciano desvió la mirada de Sahat y le permitió unos instantes de intimidad. Cuando se volvió hacia él, vio que sus labios estaban firmemente apretados. Sahat sorbió por la nariz y se llevó las manos hasta el rostro para restregarse los ojos.

—Toma —le dijo Filippo entregándole una carta—. Es de Jucef. Una coca que zarpó de Barcelona con destino a Alejandría se la dejó a mi representante en Ñapóles; el piloto de la que vuelve a Marsella me la ha traído. Jucef se ha hecho cargo del negocio y en ella cuenta todo lo que ha pasado, aunque poco dice de Arnau.

Sahat cogió la carta pero no la abrió.

—Hasdai ejecutado y Arnau detenido —dijo—, y yo aquí…

—Te he reservado pasaje para Marsella —le dijo Filippo—. Partirá mañana al amanecer. Desde allí no te será difícil llegar a Barcelona.

—Gracias —se oyó Sahat decir a sí mismo.

Filippo guardó silencio.

—Vine aquí en busca de mis orígenes —empezó a contar Sahat—, en busca de la familia que creí haber perdido. ¿Sabes qué encontré? —Filippo se limitó a mirarle—. Cuando me vendieron, siendo un niño, mi madre y cinco hermanos más vivían. Sólo logré dar con uno… y tampoco puedo asegurar que lo fuera. Era esclavo de un descargador del puerto de Génova. Cuando me lo enseñaron no pude reconocer en él a mi hermano… Ni siquiera recordaba su nombre. Arrastraba una pierna y le faltaban el dedo meñique de la mano derecha y las dos orejas. Entonces pensé que su amo debía de haber sido muy cruel con él para haberle castigado de tal forma, pero después… —Sahat hizo una pausa y miró al anciano. No obtuvo respuesta—. Compré su libertad e hice que le entregaran una buena suma de dinero sin revelarle que era yo quien estaba detrás de todo aquello. Sólo le duró seis días; seis días en los que estuvo permanentemente borracho dilapidando en juego y mujeres lo que para él debía de ser una fortuna. Volvió a venderse como esclavo por cama y comida a su antiguo dueño. —Sahat hizo un gesto de desprecio con la mano—. Eso es todo lo que encontré aquí, un hermano borracho y pendenciero…

—También encontraste algún amigo —se quejó Filippo.

—Es cierto. Disculpa. Me refería…

—Sé a qué te referías.

Los dos hombres se quedaron mirando los documentos que estaban sobre la mesa. El trajín del almacén despertó sus sentidos.

—Sahat —dijo al fin Filippo—, durante muchos años he sido corresponsal de Hasdai, y ahora, mientras Dios me dé vida, lo seré de su hijo. Después, por voluntad de Hasdai e instrucciones tuyas, me convertí también en corresponsal de Arnau. Durante todo ese tiempo, ya fueran comerciantes, marineros o pilotos, sólo he oído halagos sobre Arnau; ¡incluso aquí se comentó lo que hizo con los siervos de sus tierras! ¿Qué sucedió entre vosotros? Si os hubierais enfadado no te habría premiado con la libertad y mucho menos me habría ordenado que te entregara aquella cantidad de dinero. ¿Qué fue lo que sucedió para que tú lo abandonaras y él te beneficiara de aquella forma?

Sahat dejó que sus recuerdos viajaran hacia el pie de una loma, cerca de Mataró, al son de espadas y ballestas…

—Una muchacha… Una muchacha extraordinaria.

—¡Ah!

—No —saltó el moro—. No es lo que piensas.

Y por primera vez en cinco años, Sahat contó en voz alta lo que durante todo aquel tiempo había guardado para sí.

—¡Cómo te has atrevido! —El grito de Nicolau Eimeric resonó por los pasillos del palacio. Ni siquiera esperó a que los soldados abandonaran el despacho. El inquisidor paseaba por la estancia gesticulando con los brazos—. ¿Cómo te atreves a poner en peligro el patrimonio del Santo Oficio? —Nicolau se volvió violentamente hacia Joan, que permanecía en pie en el centro de la sala—. ¿Cómo osas ordenar la venta de las comandas a bajo precio?

Joan no contestó. Había pasado la noche en vela, maltratado y humillado. Acababa de recorrer varias millas detrás de los cuartos traseros de una mula y le dolía todo el cuerpo. Olía mal y el hábito, sucio y reseco, le arañaba la piel. No había probado bocado desde el día anterior y tenía sed. No. No pensaba contestar.

Nicolau se le acercó por la espalda.

—¿Qué pretendes, fra Joan? —le susurró al oído—. ¿Acaso vender el patrimonio de tu hermano para esconderlo a la Inquisición?

Nicolau permaneció unos instantes al lado de Joan.

—¡Hueles mal! —gritó apartándose de él y volviendo a gesticular con los brazos—. Hueles como un vulgar payés. —Siguió mascullando por el despacho hasta que al fin se sentó—. La Inquisición se ha hecho con los libros de comercio de tu hermano; ya no habrá más ventas. —Joan no se movió—. He prohibido las visitas a la mazmorra, o sea que no intentes verlo. Dentro de algunos días se iniciará el juicio.

Joan siguió sin moverse.

—¿No me has oído, fraile? En pocos días empezaré a juzgar a tu hermano.

Nicolau golpeó la mesa con el puño.

—¡Ya está bien! ¡Vete de aquí!

Joan arrastró los bajos del sucio hábito por el brillante embaldosado del despacho del inquisidor general.

Joan se paró bajo el dintel de la puerta para dejar que sus ojos se acostumbrasen al sol. Mar lo esperaba, pie a tierra, con el ronzal de la mula en la mano. La había hecho venir desde su masía y ahora…; ¿cómo le iba a decir que el inquisidor había prohibido las visitas a Arnau? ¿Cómo cargar también con la culpa de esa prohibición?

—¿Piensas salir, fraile? —oyó a sus espaldas.

Joan se volvió y se encontró con una viuda deshecha en lágrimas.

Ambos se miraron.

—¿Joan? —preguntó la mujer.

Aquellos ojos castaños. Aquel rostro…

—¿Joan? —volvió a insistir ella— Joan, soy Aledis. ¿Te acuerdas de mí?

—La hija del curtidor… —empezó a decir Joan.

—¿Qué sucede, fraile?

Mar se había acercado hasta la puerta. Aledis vio que Joan se volvía hacia la recién llegada. Luego, el fraile la miró a ella de nuevo y otra vez a la mujer de la mula.

—Una amiga de la infancia —dijo—. Aledis, te presento a Mar; Mar, ésta es Aledis.

Las dos se saludaron con una inclinación de cabeza.

—Este no es sitio para estar de charla. —La orden del soldado obligó a los tres a volverse—. Despejad la entrada.

—Hemos venido a ver a Arnau Estanyol —soltó Mar alzando la voz, con la mula agarrada del ronzal.

El soldado la miró de arriba abajo antes de que una mueca burlona apareciera en sus labios.

—¿El cambista? —preguntó.

—Sí —insistió Mar.

—El inquisidor general ha prohibido las visitas al cambista.

El soldado hizo ademán de empujar a Aledis y Joan.

—¿Por qué las ha prohibido? —preguntó Mar mientras los otros dos empezaban a salir del palacio.

—Eso pregúntaselo al fraile —le contestó señalando a Joan.

Los tres empezaron a alejarse.

—Debería haberte matado ayer, fraile.

Aledis vio cómo Joan bajaba la mirada al suelo. Ni siquiera contestó. Después observó a la mujer de la mula; andaba erguida, tirando con autoridad del animal. ¿Qué debía de haber sucedido el día anterior? Joan no escondía su rostro amoratado y su acompañante quería ver a Arnau. ¿Quién era aquella mujer? Arnau estaba casado con la baronesa, la mujer que lo acompañaba en la tarima del castillo de Montbui cuando derogó los malos usos…

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