La catedral del mar (57 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La catedral del mar
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Ninguno de ellos miró atrás cuando el carro cruzó las puertas del castillo.

—¿Por qué debemos ir a vivir con ella? —le preguntó Mar a Arnau durante el viaje de vuelta en el carro.

—No debo ofender al rey, Mar. Nunca se sabe cuál puede ser la respuesta de un monarca.

Mar permaneció callada durante unos instantes, pensativa.

—¿Por eso le has ofrecido todo lo que le has ofrecido?

—No…, bueno, también, pero la principal razón han sido los payeses. No quiero que se queje. Supuestamente el rey nos ha concedido unas rentas para vivir, aunque en realidad no existan o sean mínimas. Si ella acudiese al rey diciendo que por mi actuación he dilapidado esas rentas, quizá derogaría mis órdenes.

—¿El rey? ¿Por qué iba el rey…?

—Debes saber que no hace muchos años el rey dictó una pragmática contra los siervos de la tierra, en contra incluso de los privilegios que él mismo y sus antecesores habían concedido a las ciudades. La Iglesia y los nobles le exigieron que tomara medidas contra los payeses que escapaban de sus tierras y las dejaban baldías… y él lo hizo.

—No pensaba que fuera capaz de eso.

—Es un noble más, Mar; el primero de ellos.

Hicieron noche en una masía a las afueras de Monteada. Arnau pagó generosamente a los payeses. Se levantaron al alba y antes de que empezase la canícula entraron en Barcelona.

—La situación es dramática, Guillem —le dijo Arnau cuando pusieron fin a saludos y explicaciones y se quedaron solos—. El principado está mucho peor de lo que imaginábamos. Aquí sólo nos llegan las noticias, pero hay que ver el estado de los campos y las tierras. No aguantaremos.

—Hace mucho tiempo que tomo medidas —lo sorprendió Guillem. Arnau lo instó a que continuase—. La crisis es grave y se veía venir; ya lo habíamos hablado en alguna ocasión. Nuestra moneda se devalúa constantemente en los mercados extranjeros pero el rey no adopta ninguna medida aquí, en Cataluña, y soportamos unas paridades insostenibles. El municipio se está endeudando cada vez más para financiar toda la estructura que se ha creado en Barcelona. La gente ya no obtiene beneficios en el comercio y buscan lugares más seguros para su dinero.

—¿Y el nuestro?

—Fuera. En Pisa, Florencia, incluso en Génova. Allí todavía se puede comerciar con cambios lógicos. —Los dos guardaron unos momentos de silencio—. Castelló ha sido declarado abatut —añadió Guillem rompiéndolo—; empieza el desastre.

Arnau recordó al cambista, gordo, siempre sudoroso y simpático.

—¿Qué ha sucedido?

—No ha sido prudente. La gente empezó a reclamarle la devolución de los depósitos y no pudo hacer frente.

—¿Podrá pagar?

—No creo.

El 29 de agosto, el rey desembarcó victorioso de su campaña en Mallorca contra Pedro el Cruel, que había huido de Ibiza, tras tomarla y saquearla, en cuanto la flota catalana arribó a las islas. Al cabo de un mes, cuando llegó Elionor, los Estanyol, incluido Guillem pese a su inicial oposición, se trasladaron al palacio de la calle de Monteada.

A los dos meses, el rey concedió audiencia al carlán de Montbui. El día anterior, enviados de Pedro III solicitaron un nuevo préstamo a la mesa de Arnau. Cuando se lo concedieron, el rey despidió al carlán y mantuvo las órdenes de Arnau.

Al cabo de dos meses más, transcurridos los seis que la ley concedía al abatut para que pagase sus deudas, el cambista Castelló fue decapitado frente a su mesa de cambio, en la plaza deis Canvis. Todos los cambistas de la ciudad fueron obligados a presenciar, en primera fila, la ejecución. Arnau vio cómo se separaba la cabeza de Castelló de su tronco tras el certero golpe del verdugo. Le hubiera gustado cerrar los ojos, como muchos hicieron, pero no pudo. Tenía que verlo. Era una llamada a la prudencia que no debía olvidar nunca, se dijo mientras la sangre se derramaba sobre el cadalso.

42

La veía sonreír. Arnau seguía viendo sonreír a su Virgen, y la vida le sonreía igual que ella. Había cumplido cuarenta años y, pese a la crisis, sus negocios funcionaban y le proporcionaban grandes beneficios, de los que destinaba una parte a los menesterosos o a Santa María. Con el tiempo, Guillem le dio la razón: la gente del pueblo pagaba y devolvía sus préstamos, dinero a dinero. Su iglesia, el templo de la mar, continuaba creciendo a través de su tercera bóveda central y de los campanarios octogonales que flanqueaban la fachada principal. Santa María estaba repleta de artesanos: marmolistas y escultores, pintores, vidrieros, carpinteros y forjadores. Incluso había un organista, cuyo trabajo Arnau seguía con atención. ¿Cómo sonaría la música en el interior de aquel majestuoso templo?, se preguntaba a menudo. Tras la muerte del arcediano Bernat Llull y el paso de dos canónigos, quien ahora ocupaba el cargo era Pere Sálvete de Montirac, con el que Arnau mantenía una relación fluida. También habían muerto el gran maestro, Berenguer de Montagut, y su sucesor, Ramón Despuig. El encargado de la dirección de las obras del templo era ahora Guillem Metge.

Pero Arnau no sólo trataba con los prebostes de Santa María. Su situación económica y su nueva condición le llevaban a confraternizar con los consejeros de la ciudad, con prohombres y con miembros del Consejo de Ciento. Su opinión era escuchada en la lonja y sus consejos seguidos por comerciantes y mercaderes.

—Debes aceptar el cargo —le aconsejó Guillem.

Arnau pensó durante unos instantes. Acababan de ofrecerle uno de los dos puestos de cónsul de la Mar de Barcelona, el máximo representante del comercio en la ciudad, juez en las disputas mercantiles, con jurisdicción propia, independiente de cualquier otra institución de Barcelona, arbitro de cualquier problema que se plantease en el puerto o que tuviesen sus trabajadores, y vigilante del cumplimiento de las leyes y las costumbres del comercio.

—No sé si podré…

—Nadie mejor que tú, Arnau, hazme caso —lo interrumpió Guillem—. Puedes. Seguro que puedes.

Aceptó ser uno de los nuevos cónsules cuando finalizase el mandato de los anteriores.

Santa María, sus negocios, sus futuras nuevas obligaciones como cónsul de la Mar: todo ello creó alrededor de Arnau una muralla tras la que el bastaix se sentía cómodo, y cuando volvía a su nuevo hogar, al palacio de la calle Monteada, no se daba cuenta de lo que sucedía tras sus grandes portalones.

Arnau había cumplido las promesas hechas a Elionor, pero también cumplió con las garantías bajo las que se las ofreció, y su relación era distante y fría; se reducía a lo imprescindible para la convivencia. Mientras, Mar había cumplido veinte esplendorosos años y seguía negándose a contraer matrimonio. «¿Para qué voy a hacerlo si tengo a Arnau para mí? ¿Qué haría él sin mí? ¿Quién lo descalzaría? ¿Quién lo atendería a la vuelta del trabajo? ¿Quién charlaría con él y escucharía sus problemas? ¿Elionor? ¿Joan, cada día más enfrascado en sus estudios? ¿Los esclavos?, ¿o un Guillem con quien ya pasa la mayor parte del día?», pensaba la muchacha. Todos los días, Mar esperaba con impaciencia la vuelta a casa de Arnau. Su respiración se aceleraba cuando oía sus aldabonazos sobre los portalones y la sonrisa volvía a sus labios en cuanto acudía, corriendo, a esperarle en lo alto de las escalinatas que llevaban a las plantas nobles. Porque durante el día, cuando Arnau no estaba, su vida era un monótono y constante suplicio.

—¡Nada de perdiz! —resonó en las cocinas—, hoy comeremos ternera.

Mar se volvió hacia la baronesa, de pie en la entrada de la cocina. A Arnau le gustaba la perdiz. Había ido con Donaha a comprarlas. Las eligió ella misma, las colgó de una barra en la cocina y comprobó día tras día su estado. Por fin decidió que ya estaban en su punto y, por la mañana, temprano, bajó a la cocina para prepararlas.

—Pero… —intentó oponerse Mar.

—Ternera —la interrumpió Elionor, traspasándola con la mirada.

Mar se volvió hacia Donaha, pero la esclava le contestó encogiendo imperceptiblemente los hombros.

—Lo que se come en esta casa lo decido yo —continuó la baronesa, dirigiéndose en esta ocasión a todos los esclavos presentes en la cocina—. ¡En esta casa mando yo!

Tras su último grito, dio media vuelta y se fue. Aquel día, Elionor esperó a comprobar el resultado de su desplante. ¿Acudiría la muchacha a Arnau o mantendría aquella disputa en secreto? Mar también pensó en ello: ¿debía contárselo a Arnau? ¿Qué podía ganar haciéndolo? Si Arnau se ponía de su parte, discutiría con Elionor y en realidad ella era la señora de la casa. ¿Y si no se ponía de su parte? Se le encogió el estómago. ¿Y si no lo hacía? Arnau dijo en una ocasión que no debía ofender al rey. ¿Y si Elionor se quejaba al rey por su causa? ¿Qué diría entonces Arnau?

Elionor dejó escapar una sonrisa de desprecio hacia Mar al final del día, cuando comprobó que Arnau seguía tratándola como siempre, sin dirigirle la palabra. Con el tiempo, la sonrisa se fue convirtiendo en un constante asedio a la muchacha. Elionor prohibió que acompañara a los esclavos a la compra y que entrase en las cocinas. Apostó esclavos en las puertas de los salones cuando ella estaba dentro. «La señora baronesa no desea ser molestada», le decían a Mar cuando trataba de entrar en ellos. Día tras día, Elionor encontró más formas de molestar a la muchacha.

El rey. No debían ofender al rey. Mar tenía aquellas palabras grabadas en la mente y se las repetía una y otra vez. Elionor seguía siendo su pupila y podía acudir al monarca en cualquier momento. ¡Ella no sería la causa de que Elionor se ofendiera!

Cuan equivocada estaba. Poco satisfacían a Elionor las rencillas domésticas. Sus pequeñas victorias desaparecían cuando Arnau regresaba a casa y Mar saltaba a sus brazos. Los dos reían, charlaban… y se rozaban. Arnau contaba los sucesos del día, las disputas en la lonja, los cambios, los barcos, sentado en un sillón, con Mar a sus pies, embelesada en sus historias. ¿Acaso no debía ser aquél el sitio de su legítima esposa? Arnau, acompañado de Mar, se quedaba en una de las ventanas, por la noche, después de cenar, con ella cogida de su brazo, mientras ambos miraban la noche estrellada. A sus espaldas, Elionor apretaba los puños hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos; entonces el dolor la hacía reaccionar y se levantaba bruscamente para retirarse a sus habitaciones.

Y en la soledad pensaba en su situación. Arnau no la había tocado desde que contrajeran matrimonio. Ella se acariciaba el cuerpo, los pechos…, ¡todavía se mantenían firmes!, las caderas, la entrepierna, y cuando el placer empezaba a llegar, chocaba siempre con la realidad: aquella muchacha… ¡aquella muchacha había logrado ocupar su puesto!

—¿Qué sucederá cuando mi esposo fallezca?

Se lo preguntó directamente, sin preámbulos, tras tomar asiento frente a la mesa repleta de libros. Después tosió; todo aquel estudio lleno de libros y legajos, el polvo…

Reginald d'Area examinó con tranquilidad a su visitante. Era el mejor abogado de la ciudad, le habían comentado a Elionor, un experto glosador de los Usatges de Cataluña.

—Tengo entendido que no tenéis hijos de vuestro esposo, ¿es cierto? —Elionor frunció las cejas—. Debo saberlo —insistió con parsimonia. Todo él, corpulento y con aspecto bonachón, con su melena y su barba blancas, infundía seguridad.

—No. No los he tenido.

—Imagino que vuestra consulta se refiere al aspecto patrimonial.

Elionor se movió en la silla, inquieta.

—Sí —contestó al fin.

—Vuestra dote os será devuelta. En cuanto al patrimonio propio de vuestro esposo, puede disponer de él por testamento como desee.

—¿No me corresponderá nada?

—El usufructo de sus bienes durante un año, el año de luto.

—¿Sólo?

El grito logró descomponer a Reginald d'Area. ¿Qué se creía aquella mujer?

—Eso se lo debéis a vuestro tutor, el rey Pedro —contestó con sequedad.

—¿Qué queréis decir?

—Hasta que vuestro tutor accedió al trono regía en Cataluña una ley de Jaime I por la que la viuda, mientras lo hiciera honestamente, disfrutaba del usufructo de toda la herencia de su marido de por vida. Pero los mercaderes de Barcelona y Perpiñán son muy celosos de su patrimonio, incluso cuando se trata de sus esposas, y consiguieron un privilegio real por el que tan sólo disfrutarían de un año de luto, no del usufructo. Vuestro tutor ha elevado dicho privilegio a rango de ley general para todo el principado…

Elionor no lo escuchaba y se levantó antes de que el abogado finalizase su exposición. Volvió a toser y paseó la mirada por el estudio. ¿Para qué querría tantos libros? Reginald se levantó también.

—Si necesitáis algo más…

Elionor, ya de espaldas, se limitó a levantar una mano. Estaba claro: necesitaba tener un hijo de su marido para asegurarse el futuro. Arnau había cumplido su palabra y Elionor había conocido otra forma de vida: el lujo, algo que había visto en la corte pero que, al estar sometida a los innumerables controles de los tesoreros reales, siempre había estado fuera de su alcance. Ahora gastaba cuanto quería, tenía cuanto deseaba. Pero si Arnau moría… Y lo único que se lo impedía, lo único que lo mantenía apartado de ella, era aquella bruja voluptuosa. Si la bruja no estuviera…, si desapareciese… ¡Arnau se rendiría ante ella! ¿Cómo no iba a ser capaz de seducir a un siervo fugitivo?

Unos días después, Elionor llamó a sus estancias al fraile, el único de los Estanyol con el que tenía algún trato.

—¡No puedo creerlo! —le contestó Joan.

—Pues así es, fra Joan —dijo Elionor con las manos todavía en el rostro—. Desde que nos casamos no me ha puesto una mano encima.

Joan sabía que no había amor entre Arnau y Elionor, que dormían en habitaciones separadas. Y qué más daba aquello. Nadie se casaba por amor y la mayoría de los nobles dormían separados. Pero si Arnau no había tocado a Elionor, entonces no estaban casados.

—¿Habéis hablado del asunto? —le preguntó. Elionor separó las manos del rostro para mostrar unos ojos enrojecidos que requirieron la atención inmediata de Joan.

—No me atrevo. No sabría cómo hacerlo. Además, creo… —Elionor dejó en el aire sus sospechas.

—¿Qué es lo que creéis?

—Creo que Arnau está más pendiente de Mar que de su propia esposa.

—Ya sabéis que Arnau adora a esa muchacha.

—No me refiero a ese tipo de amor, fra Joan —insistió bajando la voz. Joan se irguió en el sillón—. Sí. Sé que os costará creerlo pero estoy convencida de que esa muchacha, como vos la llamáis, pretende a mi marido. ¡Es como tener al diablo en mi propia casa, fra Joan! —Elionor logró que su voz temblase—. Mis armas, fra Joan, son las de una simple mujer que quiere cumplir con el mandato que la Iglesia impone a las mujeres casadas, pero cada vez que lo intento me topo con que mi marido se halla inmerso en una voluptuosidad que le impide fijarse en mí. ¡Ya no sé qué hacer!

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