—Excelencia —lo recibió en uno más de aquellos pueblos una comitiva de los principales prohombres, inclinándose frente a él.
—No soy excelencia —les contestó Joan ordenándoles con gestos que se irguieran—. Llamadme simplemente fra Joan.
Su corta experiencia le demostraba que aquella escena siempre se repetía. La noticia de la llegada del inquisidor, del escribano que lo acompañaba y de media docena de soldados del Santo Oficio, los había precedido. Se encontraban en la pequeña plaza del pueblo. Joan observó a los cuatro hombres, que se negaban a erguirse completamente: mantenían la cabeza gacha, iban descubiertos y eran incapaces de estarse quietos. No había nadie más en la plaza pero Joan sabía que muchos ojos ocultos estaban puestos en él. ¿Tanto tenían que esconder?
Tras el recibimiento vendría lo de siempre: le ofrecerían el mejor alojamiento del pueblo, en el que lo esperaría una mesa bien servida, demasiado bien servida para los posibles de aquellas gentes.
—Sólo quiero un pedazo de queso, pan y agua. Retirad todo lo demás y ocupaos de que mis hombres sean atendidos —repitió una vez más tras sentarse a la mesa.
Otra casa igual. Humilde y sencilla pero construida en piedra, a diferencia de los chamizos de barro o de madera podrida que se amontonaban en aquellos pueblos. Una mesa y varias sillas constituían todo el mobiliario de una estancia que giraba alrededor del hogar.
—Su excelencia estará cansado.
Joan miró el queso que tenía delante. Habían viajado durante varias horas caminando por sendas pedregosas, aguantando el frío del amanecer, con los pies embarrados y empapados por el rocío. Por debajo de la mesa se frotó la dolorida pantorrilla y el pie diestro, cruzada la pierna derecha sobre la izquierda.
—No soy excelencia —repitió monótonamente—, ni tampoco estoy cansado. Dios no entiende de cansancios cuando de defender su nombre se trata. Empezaremos en breve, en cuanto haya comido algo. Reunid a la gente en la plaza.
Antes de partir de Barcelona, Joan pidió en Santa Caterina el tratado escrito por el papa Gregorio IX en 1231 y estudió el procedimiento de los inquisidores itinerantes.
«¡Pecadores! ¡Arrepentíos!». Primero el sermón al pueblo. Las poco más de setenta personas que se habían congregado en la plaza bajaron la vista al suelo en cuanto escucharon sus primeras palabras. Las miradas del fraile negro los paralizaba. «¡El fuego eterno os está esperando!». La primera vez dudó de su capacidad para dirigirse a las gentes, pero las palabras surgieron una tras otra, fácilmente, más fácilmente cuanto más advertía el poder que ejercía sobre aquellos atemorizados campesinos. «¡Ninguno de vosotros se librará! Dios no permite ovejas negras en su rebaño». Tenían que denunciarse; tenía que salir a la luz la herejía. Ese era su cometido: hallar el pecado que se cometía en la intimidad, el que sólo conocían el vecino, el amigo, la esposa…
«Dios lo sabe. Os conoce. Os vigila. Aquel que contempla impasible el pecado arderá en el fuego eterno, porque es peor quien admite el pecado que el que peca; aquel que peca puede encontrar el perdón, pero el que esconde el pecado…». Entonces los escudriñaba: un movimiento de más, una mirada furtiva. Aquéllos serían los primeros. «Aquel que esconde el pecado…». Joan volvía a guardar silencio, un momento que prolongaba hasta que veía cómo se derrumbaban bajo su amenaza: «… no encontrará el perdón».
Miedo. Fuego, dolor, pecado, castigo…: el monje negro gritaba y alargaba sus diatribas hasta apoderarse de sus espíritus, una comunión que empezó a sentir ya en su primer sermón.
—Tenéis un período de gracia de tres días —terminó diciendo—. Todo el que voluntariamente se presente para confesar sus culpas será tratado con benevolencia. Transcurridos esos tres días…, el castigo será ejemplar. —Se volvió hacia el oficial—: Investiga a aquella mujer rubia, al hombre que va descalzo y también al del cinturón negro. La muchacha del crío… —Discretamente Joan los señaló—. Si no se presentasen voluntariamente, deberéis traerlos junto a otros tantos escogidos al azar.
Durante los tres días de gracia, Joan permaneció sentado tras la mesa, hierático, junto a un escribano y unos soldados que no cesaban de cambiar de postura mientras, lenta y silenciosamente, transcurrían las horas.
Sólo cuatro personas acudieron a romper el tedio: dos hombres que habían incumplido su obligación de asistir a misa, una mujer que había desobedecido en varias ocasiones a su marido y un niño que asomó la cabeza, con unos enormes ojos, por la jamba de la puerta.
Alguien lo empujó por la espalda pero el niño se negó a entrar y se quedó con medio cuerpo fuera y medio dentro.
—Entra, muchacho —le dijo Joan.
El niño retrocedió pero una mano volvió a empujarlo hacia el interior y cerró la puerta.
—¿Qué edad tienes? —preguntó Joan.
El niño miró a los soldados, al escribano, ya absorto en su cometido, y a Joan.
—Nueve años —tartamudeó.
—¿Cómo te llamas?
—Alfons.
—Acércate, Alfons. ¿Qué quieres decirnos?
—Que… que hace dos meses cogí judías del huerto del vecino.
—¿Cogí? —preguntó Joan.
Alfons bajó los ojos.
—Robé —se oyó tenuemente.
Joan se levantó del jergón y despabiló la candela. Hacía varias horas que el pueblo se había quedado en silencio, las mismas que él había pasado intentando conciliar el sueño. Cerraba los ojos y se adormecía, pero una lágrima que caía por la mejilla de Arnau lo devolvía a la vigilia. Necesitaba luz. Lo intentaba de nuevo, una y otra vez, pero siempre terminaba incorporándose, a veces violentamente, otras sudoroso y otras despacio, sopesando los recuerdos que le impedían dormir.
Necesitaba luz. Comprobó que quedara aceite en la lámpara.
El rostro triste de Arnau se le apareció en las sombras.
Volvió a tumbarse en el jergón. Hacía frío. Siempre hacía frío. Observó durante unos segundos el titilar de la llama y las sombras que se movían a su compás. La única ventana del dormitorio carecía de postigos y el aire se colaba por ella. «Todos bailamos alguna danza; la mía…».
Se arrebujó bajo las mantas y se obligó a cerrar los ojos.
¿Por qué no amanecía ya? Un día más y habrían transcurrido los tres días de gracia.
Joan cayó en una duermevela y al cabo de poco más de media hora volvió a despertarse, sudoroso.
La lámpara seguía ardiendo. Las sombras seguían bailando. El pueblo seguía en silencio. ¿Por qué no amanecía?
Se envolvió en las mantas y se acercó a la ventana.
Un pueblo más. Una noche más esperando que amaneciera.
Que llegara el día siguiente…
Por la mañana, una fila de ciudadanos escoltada por los soldados guardaba cola frente a la casa.
Dijo llamarse Peregrina. Joan fingió no prestar mayor atención a la mujer rubia que entró en cuarto lugar. No había obtenido nada de los tres primeros. Peregrina permaneció en pie frente a la mesa donde estaban sentados Joan y el escribano. El fuego crepitaba en el hogar. Nadie más los acompañaba. Los soldados permanecían en el exterior de la casa. De repente, Joan levantó la mirada. La mujer tembló.
—Tú sabes algo, ¿verdad, Peregrina? Dios nos vigila —afirmó Joan. Peregrina asintió con la vista fija en el suelo de tierra de la casa—. Mírame. Necesito que me mires. ¿Acaso quieres arder en el fuego eterno? Mírame. ¿Tienes hijos?
La mujer levantó la mirada, lentamente.
—Sí, pero… —balbuceó.
—Pero no son ellos los pecadores —la interrumpió Joan—. ¿Quién es, pues, Peregrina? —La mujer titubeó—. ¿Quién es, Peregrina?
—Blasfema —afirmó.
—¿Quién blasfema, Peregrina?
El escribano se preparó para anotar.
—Ella… —Joan esperó en silencio. Ya no había salida—. La he oído blasfemar cuando se enoja… —Peregrina volvió a dirigir la mirada al suelo de tierra—. La hermana de mi marido, Marta. Dice cosas terribles cuando se enoja.
El rasgueo del escribano se elevó por encima de cualquier otro sonido.
—¿Algo más, Peregrina?
En esta ocasión la mujer elevó la cabeza con tranquilidad.
—Nada más.
—¿Seguro?
—Os lo juro. Tenéis que creerme.
Sólo se había equivocado con el del cinturón negro. El hombre descalzo denunció a dos pastores que no guardaban la abstinencia: afirmó haberlos visto comer carne en Cuaresma. La muchacha del crío, viuda precoz, hizo lo propio con su vecino, un hombre casado que no cesaba de hacerle proposiciones deshonestas… Que incluso le acarició un pecho.
—Y tú, ¿te dejaste? —le preguntó Joan—. ¿Sentiste placer?
La muchacha estalló en llanto.
—¿Disfrutaste? —insistió Joan.
—Teníamos hambre —sollozó alzando al niño.
El escribano tomó nota del nombre de la muchacha. Joan fijó su mirada en ella. «¿Y qué te dio? —pensó—. ¿Un mendrugo de pan seco? ¿Eso es lo que vale tu honra?».
—¡Confesa! —sentenció Joan señalándola.
Dos personas más denunciaron a otros tantos vecinos. Herejes, aseguraron.
—Algunas noches, me despiertan sonidos extraños y veo luces en la casa —dijo uno—. Son adoradores del demonio.
«¿Qué te habrá hecho tu vecino para que lo denuncies? —pensó Joan—. Bien sabes que él nunca llegará a conocer el nombre de su delator. ¿Qué ganarás tú si le condeno? ¿Quizá un trozo de tierra?».
—¿Cómo se llama tu vecino?
—Antón, el panadero.
El escribano anotó el nombre.
Cuando Joan dio por terminado el interrogatorio, ya había anochecido; hizo entrar al oficial y el escribano le dictó los nombres de quienes deberían comparecer ante la Inquisición al día siguiente, al alba, tan pronto como el sol despuntara.
De nuevo el silencio de la noche, el frío, el titilar de la llama… y los recuerdos. Joan volvió a levantarse.
Una blasfema, un libidinoso y un adorador del demonio. «Cuando amanezca seréis míos», masculló. ¿Sería cierto lo del adorador? Muchas habían sido hasta entonces las denuncias similares pero sólo una había prosperado. ¿Sería cierta esta vez? ¿Cómo podría demostrarlo?
Se sintió cansado y volvió al jergón para cerrar los ojos. Un adorador del demonio…
—¿Juras por los cuatro evangelios? —preguntó Joan cuando la luz empezaba a entrar por la ventana de los bajos de la casa.
El hombre asintió.
—Sé que has pecado —afirmó Joan.
Rodeado por dos soldados erguidos, el hombre que había comprado un segundo de placer a la viuda joven empalideció. Gotas de sudor empezaron a perlar su frente.
—¿Cuál es tu nombre? —«Gaspar», se oyó—. Sé que has pecado, Gaspar —repitió Joan.
El hombre tartamudeó:
—Yo…, yo…
—Confiesa. —Joan elevó la voz.
—Yo…
—¡Azotadle hasta que confiese! —Joan se levantó y golpeó la mesa con ambos puños.
Uno de los soldados se llevó la mano al cinto, donde colgaba un látigo de cuero. El hombre cayó de rodillas frente a la mesa de Joan y el escribano.
—No. Os lo ruego. No me azotéis.
—Confiesa.
El soldado, con el látigo todavía enrollado, le golpeó la espalda.
—¡Confiesa! —gritó Joan.
—Yo…, yo no tengo la culpa. Es esa mujer. Me ha hechizado. —El hombre hablaba atropelladamente—. Su marido ya no la posee. —Joan no se inmutó—. Y me busca, me persigue. Sólo lo hemos hecho unas cuantas veces pero…, pero no lo volveré a hacer. No volveré a verla. Os lo juro.
—¿Has fornicado con ella?
—S… sí.
—¿Cuántas veces?
—No lo sé…
—¿Cuatro?, ¿cinco?, ¿diez?
—Cuatro. Sí. Eso es. Cuatro.
—¿Cómo se llama esa mujer?
El escribano tomó nota de nuevo.
—¿Qué más pecados has cometido?
—No…, ninguno más, os lo juro.
—No jures en vano —Joan arrastró las palabras—. Azotadle.
Tras diez latigazos, el hombre confesó que había fornicado con aquella mujer y con varias prostitutas cuando iba al mercado de Puigcerdá; además, había blasfemado, mentido y cometido un sinfín de pequeños pecados. Cinco latigazos más fueron suficientes para que recordara a la joven viuda.
—Confeso —sentenció Joan—. Mañana, en la plaza, deberás comparecer para el sermo generalis en el que se te comunicará tu castigo.
El hombre ni siquiera tuvo tiempo de protestar. De rodillas, fue arrastrado por los soldados al exterior de la casa.
Marta, la cuñada de Peregrina, confesó sin necesidad de mayores amenazas y, tras citarla para el día siguiente, Joan urgió al escribano con la mirada.
—Traed a Antón Sinom —ordenó éste al oficial tras leer la lista.
Tan pronto como vio entrar al adorador del demonio, Joan se irguió en la dura silla de madera. La nariz aguileña de aquel hombre, su frente despejada, sus ojos oscuros…
Quería oír su voz.
—¿Juras por los cuatro evangelios?
—Sí.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó antes incluso de que el hombre se colocara frente a él.
—Antón Sinom.
Aquel hombre pequeño, algo encorvado, contestó a su pregunta hundido entre los soldados que lo acompañaban, con un deje de resignación que no pasó inadvertido al inquisidor.
—¿Siempre te has llamado así?
Antón Sinom titubeó. Joan esperó la respuesta.
—Aquí todos me han conocido siempre por ese nombre —dijo al fin.
—¿Y fuera de aquí?
—Fuera de aquí tenía otro nombre.
Joan y Antón se miraron. En ningún momento el hombrecillo había bajado la vista.
—¿Un nombre cristiano, quizá?
Antón negó con la cabeza. Joan reprimió una sonrisa. ¿Cómo empezar? ¿Diciéndole que sabía que había pecado? Aquel judío converso no entraría en ese juego. Nadie en el pueblo lo había descubierto; en caso contrario más de uno lo habría denunciado, como era costumbre con los conversos. Debía de ser inteligente ese Sinom. Joan lo observó durante unos segundos mientras se preguntaba qué escondía ese hombre, ¿por qué iluminaba su casa por las noches?
Joan se levantó y salió del edificio; ni el escribano ni los soldados se movieron. Cuando cerró la puerta tras de sí, los curiosos que se arremolinaban frente a la casa se quedaron paralizados. Joan hizo caso omiso de todos ellos y se dirigió al oficial:
—¿Están por aquí los familiares del que hay dentro?
El oficial le señaló a una mujer y dos muchachos que lo miraban. Había algo…
—¿A qué se dedica ese hombre? ¿Cómo es su casa? ¿Qué ha hecho cuando lo habéis citado ante el tribunal?