¿Y Mar? ¿Qué era de Mar? Algo iba mal. Desde la última vez que Joan lo había visitado, el alguacil había vuelto a tratarle como a uno más; la comida consistía de nuevo en un mendrugo y agua podrida y el cubo había desaparecido.
Arnau vio cómo la mujer se separaba de la anciana. Con la espalda apoyada en la pared empezó a dejarse caer, pero…, pero se dirigía hacia él.
En la oscuridad, Arnau vio que se acercaba y se irguió. La mujer se detuvo a algunos pasos de él, apartada de los escasos y tenues rayos de luz que alumbraban la mazmorra.
Arnau entrecerró los párpados para intentar verla con mayor claridad.
—Han prohibido tus visitas —oyó que le decía la mujer.
—¿Quién eres? —preguntó él—. ¿Cómo lo sabes?
—No tenemos tiempo, Arn…, Arnau.
—¡Lo había llamado Arnau!
—Si viniese el alguacil…
—¿Quién eres?
¿Por qué no decírselo? ¿Por qué no abrazarlo y consolarlo? No lo soportaría. Las palabras de Francesca resonaron en sus oídos. Aledis se volvió hacia ella y miró de nuevo a Arnau. La brisa del mar, la playa, su juventud, el largo viaje hasta Figueras…
—¿Quién eres? —oyó de nuevo.
—Eso no importa. Sólo quiero decirte que Mar está en Barcelona, esperándote. Te ama. Sigue amándote.
Aledis observó cómo Arnau se apoyaba en la pared. Esperó unos segundos. Ruidos en el pasillo. El alguacil le había concedido sólo unos instantes. Más ruidos. La llave en la cerradura. Arnau también la oyó y se volvió hacia la puerta.
—¿Quieres que le dé algún recado?
La puerta se abrió y la luz de las antorchas del pasillo iluminó a Aledis.
—Dile que yo también…
El alguacil entro en la mazmorra.
—La amo. Aunque no pueda…
Aledis giró sobre sí misma y se encaminó hacia la puerta.
—¿Qué hacías hablando con el cambista? —le preguntó el obeso alguacil tras cerrar la puerta.
—Me llamó cuando iba a salir.
—Está prohibido hablar con él.
—No lo sabía. Tampoco sabía que ése es el cambista. No le he contestado. Ni siquiera me he acercado.
—El inquisidor ha prohibido…
Aledis extrajo la bolsa e hizo tintinear las monedas.
—Pero no quiero volver a verte por aquí —dijo el alguacil tomando el dinero—; si lo haces, no saldrás de la mazmorra.
Mientras, en el tenebroso interior, Arnau seguía intentando aprehender las palabras de aquella mujer: «Te ama. Te sigue amando». Sin embargo, el recuerdo de Mar se veía enturbiado por el fugitivo reflejo de las antorchas sobre unos enormes ojos castaños. Conocía aquellos ojos. ¿Dónde los había visto antes?
Le había dicho que ella le daría el recado.
—No te preocupes —había insistido—; Arnau sabrá que estás aquí, esperándolo.
—Dile también que lo quiero —gritó Mar cuando Aledis ya se adentraba en la plaza de la Llana.
Desde la puerta del hostal, Mar vio cómo la viuda volvía el rostro hacia ella y sonreía. Cuando Aledis se perdió de vista, Mar abandonó el hostal. Lo pensó durante el trayecto desde Mataró; lo pensó cuando les impidieron ver a Arnau; lo pensó aquella misma noche. Desde la plaza de la Llana, anduvo unos pasos por la calle de Bória, pasó por delante de la Capilla d'en Marcus y giró a la derecha. Se detuvo en el inicio de la calle Monteada y durante unos instantes estuvo observando los nobles palacios que la flanqueaban.
—¡Señora! —exclamó Pere, el viejo criado de Elionor, cuando le franqueó el paso de uno de los grandes portalones del palacio de Arnau—. Qué alegría volver a veros. Cuánto hacía que… —Pere calló y con gestos nerviosos la invitó a pasar al patio empedrado de la entrada—. ¿Qué os trae por aquí?
—He venido a ver a doña Elionor.
Pere asintió y desapareció.
Mientras, Mar se perdió en el recuerdo. Todo seguía igual; el patio, fresco y limpio, con sus pulidas piedras reluciendo; las cuadras, enfrente, y a la derecha la impresionante escalera que daba acceso a la zona noble, por la que acababa de subir Pere.
Volvió compungido.
—La señora no desea recibiros.
Mar levantó la mirada hacia las plantas nobles. Una sombra desapareció tras una de las ventanas. ¿Cuándo había vivido ella aquella misma situación? ¿Cuándo…? Volvió a mirar hacia las ventanas.
—Una vez —murmuró a las ventanas ante Pere, que no se atrevía a consolarla por el desplante—, viví esta misma escena. Arnau salió victorioso, Elionor. Te lo advierto: se cobró su deuda… entera.
Las armas y correajes de los soldados que lo acompañaban resonaron a lo largo de los interminables y altos pasillos del palacio episcopal. La comitiva marchaba marcialmente; el oficial abría el paso, dos soldados iban delante de él y otros dos a sus espaldas. Al llegar al final de la escalera que subía de las mazmorras, Arnau se detuvo para intentar acostumbrarse a la luz que inundaba el palacio; un fuerte golpe en la espalda lo obligó a seguir el ritmo de los soldados.
Arnau desfiló frente a frailes, sacerdotes y escribanos, pegados a las paredes para permitir el paso. Nadie le había querido contestar. El alguacil entró en la mazmorra y le liberó de las cadenas. «¿Dónde me llevas?». Un dominico de negro se santiguó a su paso, otro alzó un crucifijo. Los soldados seguían marchando impasibles, apartando a la gente con su sola presencia. Hacía días que no tenía noticias de Joan ni de la mujer de los ojos castaños; ¿dónde había visto aquellos ojos? Se lo preguntó a la anciana pero no obtuvo respuesta. «¿Quién era esa mujer?», le gritó en cuatro ocasiones. Algunas de las sombras atadas a las paredes gruñeron, otras permanecieron impasibles, igual que la anciana, que ni siquiera se movió, y, sin embargo, cuando el alguacil lo sacó a empujones de la mazmorra, le pareció ver que se removía, inquieta.
Arnau se topó de bruces con uno de los soldados que lo precedían. Se habían detenido frente a unas imponentes puertas de madera de doble hoja. El soldado lo empujó hasta hacerle retroceder. El oficial aporreó las puertas, las abrió y la comitiva accedió a una inmensa sala con ricos tapices en las paredes. Los soldados acompañaron a Arnau hasta el centro de la estancia y luego fueron a hacer guardia junto a la puerta.
Tras una larga mesa de madera profusamente labrada, siete hombres lo miraban. Nicolau Eimeric, el inquisidor general, y Berenguer d'Erill, obispo de Barcelona, ocupaban el centro de la mesa, ricamente vestidos con trajes bordados en oro. Arnau los conocía a ambos. A la izquierda del inquisidor, el notario del Santo Oficio; Arnau había coincidido con él en alguna ocasión, pero no lo había tratado. A la izquierda del notario y a la derecha del obispo, dos desconocidos dominicos de negro por cada lado completaban el tribunal.
Arnau les sostuvo la mirada en silencio, hasta que uno de los frailes hizo una mueca de desprecio. Arnau se llevó una mano al rostro y palpó la pringosa barba que le había crecido en las mazmorras; en sus vestiduras no había rastro de su color original y estaban rotas; sus pies, descalzos, negros, y las largas uñas de sus manos estaban tan sucias como éstas. Olía mal. Él mismo se asqueó de su olor.
Eimeric sonrió ante la mueca de aversión de Arnau.
—Primero le harán jurar sobre los cuatro evangelios —explicó Joan a Mar y Aledis, sentados alrededor de una mesa del hostal—. El juicio puede durar días e incluso meses —les dijo cuando ellas lo instaron a ir a las puertas del palacio del obispo—, mejor esperar en el hostal.
—¿Lo defenderá alguien? —preguntó Mar.
Joan negó cansinamente con la cabeza.
—Le asignarán un abogado… que tiene prohibido defenderlo.
—¿Cómo? —exclamaron las dos mujeres al unísono.
—Prohibimos a abogados y notarios —recitó Joan— que ayuden a los herejes, que les aconsejen o los apoyen, así como que crean en ellos o los defiendan. —Mar y Aledis interrogaron a Joan con la mirada—. Así reza una bula del papa Inocencio III.
—¿Entonces? —preguntó Mar.
—La labor del abogado es lograr la confesión voluntaria del hereje; si defendiera al hereje, estaría defendiendo la herejía.
—No tengo nada que confesar —contestó Arnau al joven sacerdote que le habían asignado como abogado.
—Es experto en derecho civil y canónico —dijo Nicolau Eimeric—, y un entusiasta de la fe —añadió sonriendo.
El sacerdote abrió los brazos en señal de impotencia, igual que había hecho ante el alguacil en la mazmorra, cuando instó a Arnau a confesar su herejía. «Debes hacerlo —se limitó a aconsejarle—; debes confiar en la benevolencia del tribunal». Repitió exactamente el mismo gesto —¿cuántas veces lo habría hecho como abogado de los herejes?— y, tras una señal de Eimeric, se retiró de la sala.
—Después —continuó Joan a instancias de Aledis—, le pedirán que nombre a sus enemigos.
—¿Para qué?
—Si nombrase a alguno de los testigos que lo han denunciado, el tribunal podría considerar que la denuncia está viciada por esa enemistad.
—Pero Arnau no sabe quién lo ha denunciado —intervino Mar.
—No. En este momento, no. Después sí podría saberlo… si Eimeric le concede ese derecho. En realidad debería saberlo —añadió ante la expresión de sus interlocutoras—, puesto que así lo ordenó Bonifacio VIII, pero el Papa está muy lejos y al final cada inquisidor lleva el proceso como más le conviene.
—Creo que mi esposa me odia —contestó Arnau a la pregunta de Eimeric.
—¿Por qué razón va a odiarte doña Elionor? —preguntó de nuevo el inquisidor.
—No hemos tenido hijos.
—¿Lo has intentado? ¿Has yacido con ella?
Había jurado sobre los cuatro evangelios.
—¿Has yacido con ella? —repitió Eimeric.
—No.
El notario dejó correr la pluma sobre los legajos que descansaban frente a él. Nicolau Eimeric se volvió hacia el obispo.
—¿Algún enemigo más? —intervino en esta ocasión Berenguer d'Erill.
—Los nobles de mis baronías, en especial el carlán de Montbui —el notario siguió escribiendo—. También he dictado sentencia en muchos procesos como cónsul de la Mar, pero creo haber obrado con justicia.
—¿Tienes algún enemigo entre los miembros del clero?
¿Por qué aquella pregunta? Siempre se había llevado bien con la Iglesia.
—Salvo que alguno de los presentes…
—Los miembros de este tribunal son imparciales —lo interrumpió Eimeric.
—Confío en ello —Arnau se enfrentó a la mirada del inquisidor.
—¿Alguien más?
—Como bien sabéis, llevo mucho tiempo ejerciendo de cambista; quizá…
—No se trata —volvió a interrumpirlo Eimeric— de que especules sobre quién o quiénes podrían llegar a ser tus enemigos y por qué razones. Si los tienes debes decir su nombre; en caso contrario, negarlo. ¿Tienes o no? —rugió Eimeric.
—No creo tenerlos.
—¿Y después? —preguntó Aledis.
—Después empezará el verdadero proceso inquisitorial. —Joan se trasladó con la memoria a las plazas de los pueblos, a las casas de los principales, a las noches en vela…, pero un fuerte golpe sobre la mesa lo devolvió a la realidad.
—¿Qué significa eso, fraile? —gritó Mar.
Joan suspiró y la miró a los ojos.
—«Inquisición» significa busca. El inquisidor tiene que buscar la herejía, el pecado. Aun cuando existan denuncias, el proceso no se fundamenta en ellas ni se ciñe a ellas. Si el procesado no confiesa, debe buscarse esa verdad escondida.
—¿De qué manera? —preguntó Mar.
Joan cerró los ojos antes de contestar.
—Si te refieres a la tortura, sí, es uno de los procedimientos.
—¿Qué le hacen?
—Podría ser que no llegaran a torturarlo.
—¿Qué le hacen? —insistió Mar.
—¿Para qué quieres saberlo? —le preguntó Aledis cogiéndola de la mano—. Sólo servirá para atormentarte… más.
—La ley prohíbe que la tortura provoque la muerte o la amputación de algún miembro —aclaró Joan—, y sólo puede torturarse una vez.
Joan observó cómo las dos mujeres, con lágrimas en los ojos, trataban de consolarse. Sin embargo, el propio Eimeric había encontrado la forma de burlar esa disposición legal. «Non ad modum iterationis sed continuationis», solía decir con un extraño brillo en los ojos; no como repetición sino como continuación, traducía a los noveles que todavía no dominaban el latín.
—¿Qué sucede si lo torturan y sigue sin confesar? —inquirió Mar tras sorber por la nariz.
—Su actitud será tenida en cuenta a la hora de dictar sentencia —contestó Joan sin más.
—Y la sentencia, ¿la dictará Eimeric? —preguntó Aledis.
—Sí, salvo que la condena sea a cárcel perpetua o ejecución en la hoguera; en ese caso necesita la conformidad del obispo. Sin embargo —continuó el fraile interrumpiendo la siguiente pregunta de las mujeres—, si el tribunal considera que el asunto es complejo, hay ocasiones en que lo consulta con los boni viri, entre treinta u ochenta personas, laicos y seglares, a fin de que le den su opinión sobre la culpabilidad del acusado y la pena que corresponde. Entonces el proceso se alarga meses y meses.
—En los que Arnau seguirá en la cárcel —señaló Aledis.
Joan asintió con la cabeza y los tres permanecieron en silencio; las mujeres trataban de asimilar lo que habían oído, Joan recordaba otra de las máximas de Eimeric: «La cárcel ha de ser lóbrega, un subterráneo en el que no pueda penetrar ninguna claridad, especialmente la del sol o de la luna; ha de ser dura y áspera, de forma que abrevie en lo posible la vida del reo, hasta hacerlo perecer».
Con Arnau en el centro de la sala, en pie, sucio y desharrapado, inquisidor y obispo acercaron las cabezas y empezaron a cuchichear. El notario aprovechó para ordenar sus legajos y los cuatro dominicos clavaron la mirada en Arnau.
—¿Cómo llevarás el interrogatorio? —le preguntó Berenguer d'Erill.
—Empezaremos como siempre, y a medida que obtengamos algún resultado, iremos comunicándole los cargos.
—¿Vas a decírselos?
—Sí. Creo que con este hombre será más efectiva la presión dialéctica que la física, aunque si no hay más remedio…
Arnau intentó sostener la mirada de los frailes negros. Uno, dos, tres, cuatro… Cambió el peso de su cuerpo al otro pie y volvió a mirar al inquisidor y al obispo. Seguían cuchicheando. Los dominicos continuaban con la atención puesta en él. La sala estaba en el más absoluto silencio, excepción hecha del ininteligible cuchicheo de los dos prebostes.
—Está empezando a ponerse nervioso —dijo el obispo tras levantar la mirada hacia Arnau y volver a enfrascarse con el inquisidor.