—Esa endemoniada leche no era para mí —le había oído decir en multitud de ocasiones—, era para su hijo, Arnau Estanyol, y mientras él disfruta del dinero y del favor del rey, yo tengo que sufrir las consecuencias del mal que me transmitió su madre.
Jaume de Bellera había tenido que acudir al obispo para que la epilepsia que padecía no fuera considerada un mal del demonio. Sin embargo, la Inquisición no dudaría de que Francesca estaba endemoniada.
—Quisiera ver a mi hermano —le soltó Joan a Nicolau Eimeric nada más presentarse en el palacio del obispo.
El inquisidor general entrecerró sus ojillos.
—Debes conseguir que confiese su culpa y que se arrepienta.
—¿De qué se le acusa?
Nicolau Eimeric dio un respingo tras la mesa en la que le había recibido.
—¿Pretendes que te diga de qué se le acusa? Eres un gran inquisidor pero… ¿acaso intentas ayudar a tu hermano? —Joan bajó la mirada—. Sólo puedo decirte que se trata de un tema muy serio. Te permitiré visitarlo siempre y cuando te comprometas a que el objetivo de tus visitas sea el de conseguir la confesión de Arnau.
¡Diez latigazos! Quince, veinticinco… ¿Cuántas veces había repetido aquella orden en los últimos años? «¡Hasta que confiese!», ordenaba al oficial que lo acompañaba. Y ahora…, ahora le pedían que obtuviera la confesión de su propio hermano. ¿Cómo iba a conseguirlo? Joan quiso contestar pero su intento se quedó en un simple movimiento de manos.
—Es tu obligación —le recordó Eimeric.
—Es mi hermano. Es lo único que tengo…
—Tienes a la Iglesia. Nos tienes a todos nosotros, tus hermanos en la fe cristiana. —El inquisidor general dejó transcurrir unos segundos—. Fra Joan, he esperado porque sabía que vendrías. Si no asumes ese compromiso, tendré que encargarme personalmente.
No pudo reprimir una mueca de disgusto cuando el hedor de las mazmorras del palacio episcopal golpeó sus sentidos. Mientras recorría el pasillo que le llevaría hasta Arnau, Joan oyó el goteo del agua que se filtraba por las paredes y el correteo de las ratas a su paso. Notó cómo una de ellas escapaba entre sus tobillos. Se estremeció, igual que lo había hecho ante la amenaza de Nicolau Eimeric: «… tendré que encargarme personalmente». ¿Qué falta habría cometido Arnau? ¿Cómo iba a decirle que él, su propio hermano, se había comprometido…?
El alguacil abrió la puerta de la mazmorra y una gran estancia oscura y maloliente se abrió ante Joan. Algunas sombras se movieron y el tintineo de las cadenas que las tenían sujetas a las paredes rechinó en los oídos del dominico. Éste sintió que su estómago se rebelaba contra aquella miseria y la bilis subió hasta su boca. «Allí», le dijo el alguacil señalándole una sombra encogida en un rincón, y sin esperar respuesta salió de la mazmorra. El ruido de la puerta a sus espaldas lo sobresaltó. Joan permaneció en pie, en la entrada de la estancia, envuelto en la penumbra; una única ventana enrejada, en lo alto de la pared, permitía la entrada de tenues rayos de luz. Las cadenas empezaron a sonar tras la salida del alguacil; más de una docena de sombras se movieron. ¿Estaban tranquilos porque no habían venido a por ellos o quizá desesperados por la misma razón?, pensó Joan a la vez que empezaba a verse acosado por lamentos y gemidos. Se acercó a una de las sombras, la que creía que le había señalado el alguacil, pero cuando se acuclilló ante ella, el rostro llagado y desdentado de una anciana se volvió hacia él.
Cayó hacia atrás; la anciana lo miró durante unos segundos y volvió a esconder su desdicha en la oscuridad.
—¿Arnau? —siseó Joan todavía desde el suelo. Luego, lo repitió en voz alta, rompiendo el silencio que había obtenido por respuesta.
—¿Joan?
Se apresuró hacia la voz que le marcaba el camino. Volvió a acuclillarse ante otra sombra, cogió la cabeza de su hermano con ambas manos y la atrajo hacia su pecho.
—¡Virgen Santa! ¿Qué…? ¿Qué te han hecho? ¿Cómo estás? —Joan empezó a palpar a Arnau; el cabello áspero, los pómulos que empezaban a sobresalir—. ¿No te dan de comer?
—Sí —contestó Arnau—, un mendrugo y agua.
Cuando Joan tocó las argollas de sus tobillos apartó las manos con rapidez.
—¿Podrás hacer algo por mí? —lo interrumpió Arnau. Joan calló—. Tú eres uno de ellos. Siempre me has comentado lo que te aprecia el inquisidor. Esto es insoportable, Joan. No sé cuántos días llevo aquí dentro. Te estaba esperando…
—He venido en cuanto he podido.
—¿Has hablado ya con el inquisidor?
—Sí.
Pese a la oscuridad Joan intentó esconder la mirada.
Los dos hermanos guardaron silencio.
—¿Y? —preguntó al fin Arnau.
—¿Qué es lo que has hecho, Arnau?
La mano de Arnau se crispó en el brazo de Joan.
—¿Cómo puedes pensar…?
—Necesito saberlo, Arnau. Necesito saber de qué se te acusa para poder ayudarte. Bien sabes que la denuncia es secreta; Nicolau no ha querido decírmela.
—Entonces, ¿de qué habéis hablado?
—De nada —contestó Joan—. No he querido hablar de nada con él hasta poder verte. Necesito saber por dónde puede ir la acusación para convencer a Nicolau.
—Pregúntaselo a Elionor. —Arnau volvió a ver a su mujer señalándolo entre las llamas que quemaban el cuerpo de un inocente—. Hasdai ha muerto —dijo.
—¿Elionor?
—¿Te extraña?
Joan perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse en Arnau.
—¿Qué te pasa, Joan? —le preguntó su hermano haciendo un esfuerzo para que no cayese.
—Este sitio… Verte así… Creo que me estoy mareando.
—Vete de aquí —lo instó Arnau—. Me serás más útil fuera que aquí tratando de consolarme.
Joan se levantó. Las piernas le flaqueaban.
—Sí. Creo que sí.
Llamó al alguacil y abandonó la mazmorra. Recorrió el pasillo precedido por el obeso vigilante. Tenía algunas monedas.
—Toma —le dijo.
El hombre se limitó a guardarse los dineros.
—Mañana tendrás más si tratas bien a mi hermano.
La única respuesta fue el correteo de las ratas a su paso.
—¿Me has oído? —insistió.
Sólo se oyó un gruñido que reverberó por el túnel de las mazmorras hasta acallar a las ratas.
Necesitaba dinero. Nada más salir del palacio del obispo, Joan se dirigió hacia la mesa de cambio de Arnau, donde se encontró con una multitud que se apelotonaba en la esquina de Canvis Vells y Canvis Nous, frente al pequeño edificio desde el que Arnau había dirigido sus negocios. Joan retrocedió.
—¡Ahí está su hermano! —gritó alguien.
Varias personas se abalanzaron sobre él. Joan hizo un amago de escapar pero cambió de parecer al ver que la gente se paraba a algunos pasos de él. ¿Cómo iban a atacar a un dominico? Se irguió cuanto pudo y reanudó su camino.
—¿Qué pasa con tu hermano, fraile? —le preguntó alguien cuando Joan pasó junto a él.
Éste se encaró a un hombre que le sacaba una cabeza.
—Mi nombre es fra Joan, inquisidor del Santo Oficio —alzó la voz al mencionar su cargo—. Puedes dirigirte a mí como señor inquisidor.
Joan miró hacia arriba, directamente a los ojos del hombre. «¿Y cuáles son tus pecados?», le preguntó en silencio. El hombre retrocedió un par de pasos. Joan volvió a encaminarse hacia la mesa de cambio y la gente fue abriéndole paso.
—¡Soy fra Joan, inquisidor del Santo Oficio! —tuvo que volver a gritar ante las puertas cerradas del establecimiento.
Tres oficiales de Arnau lo recibieron. El interior estaba revuelto; los libros estaban esparcidos sobre el tapete rojo, arrugado, que cubría la larga mesa de su hermano. Si Arnau lo viese…
—Necesito dinero —les dijo. Los tres mostraron incredulidad.
—Nosotros también —contestó el mayor, llamado Remigi, que había sustituido a Guillem.
—¿Qué dices?
—Que no hay un solo sueldo, fra Joan. —Remigi se acercó a la mesa para volcar varios cofres—. Ni uno, fra Joan.
—¿No tiene dinero mi hermano?
—En efectivo no. ¿Qué creéis que hace toda esa gente ahí fuera? Quieren su dinero. Llevamos varios días de acoso. Arnau sigue siendo muy rico —trató de tranquilizarlo el oficial—, pero todo está invertido, en préstamos, en comandas, en negocios en marcha…
—¿Y no podéis exigir la devolución de los préstamos?
—El mayor deudor es el rey y ya sabéis que las arcas de su majestad…
—¿No hay nadie más que le adeude dinero a Arnau?
—Sí. Hay mucha gente, pero son préstamos que no han vencido, y los que lo han hecho…; ya sabéis que Arnau prestaba mucho dinero a gente humilde. No pueden devolverlo. Aun así, cuando se han enterado de la situación de Arnau, muchos de ellos han venido y han pagado parte de lo que debían, lo poco que tienen, pero su gesto no es más que eso. No podemos cubrir la devolución de los depósitos.
Joan se volvió hacia la puerta y la señaló.
—Y ellos, ¿por qué pueden exigir su dinero?
—De hecho, no pueden. Todos depositaron su dinero para que Arnau negociase con él, pero el dinero es cobarde y la Inquisición…
Joan le hizo un gesto para que olvidase su hábito negro. El gruñido del alguacil volvió a resonar en sus oídos.
—Necesito dinero —pensó en voz alta.
—Ya os he dicho que no lo hay —oyó de boca de Remigi.
—Pues yo lo necesito —reiteró Joan—, Arnau lo necesita.
«Arnau lo necesita y sobre todo —pensó Joan volviéndose de nuevo hacia la puerta—, necesita tranquilidad. Este escándalo sólo puede perjudicarlo. La gente pensará que está arruinado y entonces nadie querrá saber nada de él… Necesitaremos apoyos».
—¿No se puede hacer nada para calmar a esa gente? ¿No podemos vender nada?
—Podríamos ceder algunas comandas. Agrupar a los depositarios por comandas en las que no esté Arnau —contestó Remigi—. Pero sin su autorización…
—¿Te sirve la mía?
El oficial miró a Joan.
—Es necesario, Remigi.
—Supongo que sí —cedió el empleado al cabo de unos instantes—; en realidad no perderíamos dinero. Únicamente permutaríamos negocios: ellos se quedarían con unos y nosotros con otros. Sin Arnau de por medio, se tranquilizarían…, pero tendréis que darme la autorización por escrito.
Joan firmó el documento que le preparó Remigi.
—Consigue efectivo para mañana a primera hora —le dijo mientras lo rubricaba—. Necesitamos efectivo —insistió ante la mirada del oficial—; vende algo a bajo precio si es necesario, pero necesitamos ese dinero.
Tan pronto como Joan abandonó la mesa de cambio y acalló de nuevo a los acreedores, Remigi empezó a agrupar las comandas. Ese mismo día, el último barco que zarpó del puerto de Barcelona llevaba instrucciones para los corresponsales de Arnau a lo largo del Mediterráneo. Remigi actuó con rapidez; al día siguiente serían los satisfechos acreedores quienes empezarían a propagar la nueva situación de los negocios de Arnau.
Por primera vez en casi una semana, Arnau bebió agua fresca y comió algo que no fuera un mendrugo. El alguacil lo obligó a levantarse empujándolo con el pie y baldeó su sitio. «Mejor agua que excrementos», pensó Arnau. Durante unos segundos sólo se oyó el ruido del agua sobre el suelo y la ronca respiración del obeso alguacil; hasta la anciana que se había rendido a la muerte y tenía el rostro permanentemente escondido entre harapos, levantó la vista hacia la figura de Arnau.
—Deja el cubo —le ordenó el bastaix al alguacil cuando éste se aprestaba a irse.
Arnau había visto cómo maltrataba a los presos por el simple hecho de sostenerle la mirada. El alguacil se volvió con el brazo extendido pero se detuvo justo antes de impactar en el cuerpo de Arnau, que permanecía inmóvil ante el embate; entonces escupió y dejó caer el cubo al suelo. Antes de salir pateó a una de las sombras que los observaban.
Cuando la tierra absorbió el agua, Arnau volvió a sentarse. Fuera se oyó el repiqueteo de una campana. Los tenues rayos de sol que lograban filtrarse por la ventana, a ras de suelo en el exterior, y el sonido de las campanas eran su único vínculo con el mundo. Arnau alzó la vista hacia la pequeña ventana y aguzó el oído. Santa María estaba inundada de luz pero todavía no tenía campanas; sin embargo, el ruido de los cinceles contra las piedras, el martilleo sobre las maderas y los gritos de los operarios podían oírse a bastante distancia de la iglesia. Cuando el eco de alguno de aquellos ruidos entraba en la mazmorra, ¡Dios!, la luz y el sonido lo envolvían y lo llevaban en volandas junto al espíritu de quienes trabajaban entregados a la Virgen de la Mar. Arnau volvió a sentir en sus espaldas el peso de la primera piedra que llevó a Santa María. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¡Cuánto habían cambiado las cosas! Sólo era un niño, un niño que encontró en la Virgen a la madre que nunca conoció…
Al menos, se dijo Arnau, había podido salvar a Raquel del terrible destino al que parecía sentenciada. Tan pronto como vio a Elionor y a Margarida Puig señalándolos a ambos, Arnau se ocupó de que Raquel y su familia huyeran de la judería. Ni él mismo sabía adonde…
—Quiero que vayas a buscar a Mar —le dijo a Joan cuando éste volvió a visitarlo.
El fraile se quedó parado, todavía a un par de pasos de su hermano.
—¿Me has oído, Joan? —Arnau se levantó para acercarse pero las cadenas tiraron de sus piernas. Joan seguía quieto en el mismo sitio—. Joan, ¿me has oído?
—Sí…, sí…, te he oído. —Joan se acercó a Arnau para abrazarlo—. Pero… —empezó a decirle.
—Necesito verla, Joan. —Arnau agarró los hombros del fraile impidiéndole el abrazo y lo zarandeó con suavidad—. No quiero morir sin volver a hablar con ella…
—¡Por Dios! No digas…
—Sí, Joan. Podría morir aquí mismo, solo, con una docena de desahuciados por testigos. No quisiera morir sin haber tenido la oportunidad de ver a Mar. Es algo…
—Pero ¿qué quieres decirle? ¿Qué puede ser tan importante?
—Su perdón, Joan, necesito su perdón… y decirle que la quiero. —Joan intentó zafarse de las manos de su hermano, pero Arnau se lo impidió—. Tú me conoces, tú eres un hombre de Dios. Sabes que nunca he hecho daño a nadie, excepto a esa… niña.
Joan consiguió liberar sus hombros… y cayó de rodillas frente a su hermano.
—¡No fuis…! —empezó a decir.
—Sólo te tengo a ti, Joan —lo interrumpió Arnau arrodillándose también—. Tienes que ayudarme. Nunca me has fallado. No puedes hacerlo ahora. ¡Eres lo único que tengo, Joan!