La catedral del mar (62 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La catedral del mar
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—Es panadero —contestó el oficial—. Tiene el obrador en los bajos de su casa. ¿Su casa…? Normal, limpia. No hemos hablado con él para citarlo; lo hemos hecho con su mujer.

—¿No estaba en el obrador?

—No.

—¿Habéis ido al alba como os ordené?

—Sí, fra Joan.

«Algunas noches me despierta…». El vecino había dicho «me despierta». Un panadero…, un panadero se levanta antes del amanecer. «¿No duermes, Sinom? Si tienes que levantarte al amanecer…». Joan volvió a mirar a la familia del converso, algo apartados del resto de curiosos. Paseó en círculos durante unos instantes. De repente volvió a entrar en la casa; el escribano, los soldados y el converso no se habían movido de donde los había dejado.

Joan se acercó al hombre hasta que sus rostros llegaron a tocarse; después se sentó en su lugar.

—Desnudadle —ordenó a los soldados.

—Soy circunciso. Ya lo he reconocí…

—¡Desnudadle!

Los soldados se volvieron hacia Sinom y, antes de que se abalanzaran sobre él, la mirada que le dirigió el converso convenció a Joan de que tenía razón.

—Y ahora —le dijo cuando estuvo totalmente desnudo—; ¿qué tienes que decirme?

El converso intentó mantener la compostura lo mejor que pudo.

—No sé a qué te refieres —le contestó.

—Me refiero —Joan bajó la voz y masticó cada una de sus palabras— a que tu rostro y tu cuello están sucios, pero donde empieza el pecho, tu piel está inmaculadamente limpia. Me refiero a que tus manos y tus muñecas están sucias, pero tu antebrazo impoluto. Me refiero a que tus pies y tus tobillos están sucios, pero tus piernas limpias.

—Suciedad donde no hay ropa, limpieza donde la hay —alegó Sinom.

—¿Ni siquiera harina, panadero? ¿Pretendes decirme que la ropa de un panadero lo protege de la harina? ¿Pretendes hacerme creer que en el horno trabajas con la misma ropa con la que recibes el invierno? ¿Dónde está la harina de tus brazos? Hoy es lunes, Sinom. ¿Santificaste la fiesta de Dios?

—Sí.

Joan golpeo la mesa con el puño a la vez que se levantaba.

—Pero también te purificaste conforme a tus ritos herejes —gritó señalándolo.

—No —gimió Sinom.

—Veremos, Sinom, veremos. Encarceladlo y traedme a su mujer y a sus hijos.

—¡No! —suplicó Sinom cuando los soldados ya lo arrastraban por las axilas hacia el sótano—, ellos no tienen nada que ver.

—¡Alto! —ordenó Joan. Los soldados se detuvieron y volvieron al converso en dirección al inquisidor—. ¿En qué no tienen nada que ver, Sinom? ¿En qué no tienen nada que ver?

Sinom confesó tratando de exculpar a su familia. Cuando finalizó, Joan ordenó su detención… y la de su familia. Después hizo que trajeran a su presencia a los demás acusados.

Todavía no había amanecido cuanto Joan bajó a la plaza.

—¿No duerme? —preguntó uno de los soldados entre bostezo y bostezo.

—No —le contestó otro—. A menudo lo oyen andar de un lado a otro durante la noche.

Los dos soldados observaron a Joan, que ultimaba los preparativos para el sermón final. El hábito negro, raído y sucio, apergaminado, parecía negarse a acompañar sus movimientos.

—Pues si no duerme y tampoco come… —comentó el primero.

—Vive del odio —intervino el oficial, que había escuchado la conversación.

El pueblo empezó a comparecer en cuanto despuntó la primera luz. Los acusados en primera línea, separados de la gente y escoltados por los soldados; entre ellos, Alfons, el niño de nueve años.

Joan dio inicio al auto de fe y las autoridades del pueblo se acercaron para rendir voto de obediencia a la Inquisición y jurar el cumplimiento de las penas impuestas. El fraile empezó a leer las acusaciones y las penas. Quienes habían comparecido durante el período de gracia recibieron castigos menores: peregrinar hasta la catedral de Gerona. Alfons fue condenado a ayudar gratis, un día a la semana durante un mes, al vecino al que había robado. Cuando leyó la acusación de Gaspar, un grito interrumpió su discurso:

—¡Ramera! —Un hombre se lanzó sobre la mujer que había yacido con Gaspar. Los soldados acudieron a defenderla—. ¿Con que ése era el pecado que no querías contarme? —siguió gritándole tras los soldados.

Cuando el esposo ofendido calló, Joan dictó sentencia:

—Todos los domingos durante tres años, vestido con sambenito, permanecerás de rodillas frente a la iglesia, desde que salga el sol hasta que se ponga. En cuanto a ti… —empezó a dirigirse a la mujer.

—¡Reclamo el derecho de castigarla! —gritó el esposo.

Joan miró a la mujer. «¿Tienes hijos?», estuvo a punto de preguntarle. ¿Qué daño podían haber cometido sus hijos para tener que hablar con su madre subidos a una caja, a través de una pequeña ventana, con el único consuelo de una caricia de su mano en el cabello? Pero aquel hombre tenía derecho…

—En cuanto a ti —repitió—, te entrego a las autoridades seculares, quienes cuidarán de que se cumpla la ley catalana a instancias de tu esposo.

Joan continuó acusando e imponiendo penas.

—Antón Sinom. Tú y tu familia seréis puestos a disposición del inquisidor general.

—En marcha —ordenó Joan cuando hubo acomodado sus escasas pertenencias sobre una mula.

El dominico se despidió de aquel pueblo con la mirada, escuchando sus propias palabras, que todavía resonaban en la pequeña plaza; ese mismo día llegarían a otro, y luego a otro, y a otro más. «Y la gente de todos ellos —pensó— me mirará y escuchará atemorizada. Y después se denunciarán entre ellos y saldrán a la luz sus pecados. Y yo tendré que investigarlos, tendré que interpretar sus movimientos, sus expresiones, sus silencios, sus sentimientos, para encontrar el pecado».

—Apresuraos, oficial. Deseo llegar antes del mediodía.

CUARTA PARTE

SIERVOS DEL DESTINO

46

Pascua de 1367

Barcelona

Arnau permanecía arrodillado frente a su Virgen de la Mar mientras los sacerdotes celebraban los oficios de la Pascua. Junto a Elionor, entró en Santa María; la iglesia estaba llena a rebosar, pero la gente se apartó para que pudiese llegar a la primera fila. Reconocía sus sonrisas: ése le había pedido un préstamo para su barca nueva; aquél le entregó sus ahorros; otro le pidió un préstamo para la dote de su hija; aquél todavía no le había devuelto lo pactado. Ese último tenía la mirada gacha. Arnau se detuvo junto a él y para desesperación de Elionor le ofreció la mano.

—La paz sea contigo —le dijo.

Los ojos del hombre se iluminaron y Arnau prosiguió el recorrido hasta el altar mayor. Eso era todo lo que tenía, le decía a la Virgen: gente humilde que le apreciaba a cambio de ayuda. Joan estaba persiguiendo el pecado y de Guillem no sabía nada. En cuanto a Mar, ¿qué decir de ella?

Elionor le golpeó el tobillo y cuando Arnau la miró, lo instó con gestos a que se levantase. «¿Acaso has visto alguna vez a un noble que permanezca postrado de rodillas tanto tiempo como tú?», le había recriminado en varias ocasiones. Arnau no le hizo caso pero Elionor volvió a golpearle los tobillos.

«Esto es lo que tengo, madre. Una mujer que se preocupa más de las apariencias que de otra cosa, salvo de que la haga madre. ¿Debería? Sólo quiere un heredero, sólo quiere un hijo que le garantice su futuro». Elionor le golpeó de nuevo los tobillos. Cuando Arnau se volvió hacia ella, su esposa le indicó con la mirada a los demás nobles que se hallaban en Santa María. Algunos estaban de pie, pero la mayoría permanecían sentados; sólo Arnau seguía postrado.

—¡Sacrilegio!

El grito resonó por toda la iglesia. Los sacerdotes callaron, Arnau se levantó y todos se volvieron hacia la entrada principal de Santa María.

—¡Sacrilegio! —volvió a oírse.

Varios hombres se abrieron paso hasta el altar al grito de sacrilegio, herejía, demonios… y ¡judíos! Iban a hablar con los sacerdotes, pero uno de ellos se dirigió a la feligresía:

—Los judíos han profanado una sagrada hostia —gritó.

Un rumor se elevó entre la gente.

—No tienen suficiente con haber matado a Jesucristo —volvió a exclamar el primero desde el altar—, sino que también tienen que profanar su cuerpo.

El rumor inicial se convirtió en un griterío. Arnau se volvía hacia la gente pero su mirada se topó con la de Elionor.

—Tus amigos judíos —le dijo ésta.

Arnau sabía a qué se refería su esposa. Desde el matrimonio de Mar le resultaba insoportable estar en casa y muchas tardes iba a ver a su antiguo amigo, Hasdai Crescas, y se quedaba charlando con él hasta muy tarde. Antes de que Arnau pudiera responder a Elionor, los nobles y prohombres que los acompañaban en los oficios se sumaron a los comentarios y discutieron entre sí:

—Quieren seguir haciendo sufrir a Cristo después de muerto —dijo uno.

—La ley los obliga a mantenerse en sus casas durante la Pascua, con las puertas y ventanas cerradas; ¿cómo habrán podido? —preguntó el de al lado.

—Se habrán escapado —afirmó otro.

—¿Y los niños? —intervino una tercera—. Seguro que también habrán raptado a algún niño cristiano para crucificarlo y comer su corazón…

—Y beber su sangre —se escuchó.

Arnau no podía apartar los ojos de aquel grupo de nobles enfurecidos. ¿Cómo podían…? Su mirada volvió a cruzarse con la de Elionor. Sonreía.

—Tus amigos —repitió su esposa con retintín.

En aquel momento toda Santa María empezó a clamar venganza. ¡A la judería!, se azuzaron unos a otros al grito de herejes y sacrílegos. Arnau vio cómo se abalanzaban hacia la salida de la iglesia. Los nobles se quedaron atrás.

—Si no te das prisa —oyó que le decía Elionor—, te quedarás fuera de la judería.

Arnau se volvió hacia su mujer; después lo hizo hacia la Virgen. El griterío empezaba a perderse en la calle de la Mar.

—¿A qué tanto odio, Elionor? ¿Acaso no tienes cuanto deseas?

—No, Arnau. Sabes que no tengo lo que deseo y quizá sea eso lo que entregas a tus amigos judíos.

—¿A qué te refieres, mujer?

—A ti, Arnau, a ti. Bien sabes que nunca has cumplido con tus obligaciones conyugales.

Durante unos instantes, Arnau recordó las numerosas ocasiones en que había rechazado los acercamientos de Elionor; primero con delicadeza, tratando de no herirla, después con brusquedad, sin contemplaciones.

—El rey me obligó a casarme contigo, nada dijo de satisfacer tus necesidades —le espetó.

—El rey no —contestó ella—, pero sí la Iglesia.

—¡Dios no puede obligarme a yacer contigo!

Elionor encajó las palabras de su marido con la mirada fija en él; después, muy lentamente, volvió la cabeza hacia al altar mayor. Se habían quedado solos en Santa María… a excepción de tres sacerdotes que permanecían en silencio escuchando la discusión del matrimonio. Arnau se volvió también hacia los tres sacerdotes. Cuando los cónyuges volvieron a cruzar sus miradas, Elionor entrecerró los ojos.

No dijo más. Arnau le dio la espalda y se encaminó hacia la salida de Santa María.

—Ve con tu amante judía —oyó que Elionor gritaba tras de sí.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Arnau. Aquel año Arnau volvía a ocupar el cargo de cónsul de la Mar. Vestido de gala se encaminó a la judería; los gritos de la muchedumbre crecían a medida que recorría la calle de la Mar, la plaza del Blat, la bajada de la Presó, para llegar hasta la iglesia de Sant Jaume. El pueblo clamaba venganza y se apelotonaba frente a unas puertas defendidas por soldados del rey. Pese al tumulto, Arnau se abrió paso con relativa facilidad.

—No se puede entrar en la judería, honorable cónsul —le dijo el oficial de guardia—. Estamos esperando órdenes del lugarteniente real, el infante don Juán, hijo de Pedro III.

Y llegaron las órdenes. A la mañana siguiente el infante don Juan dispuso la reclusión de todos los judíos de Barcelona en la sinagoga mayor, sin agua ni comida, hasta que aparecieran los culpables de la profanación de la hostia.

—Cinco mil personas —masculló Arnau en su despacho de la lonja cuando le comunicaron la noticia—. ¡Cinco mil personas hacinadas en la sinagoga sin agua ni comida! ¿Qué será de las criaturas, de los recién nacidos? ¿Qué espera el infante? ¿Qué imbécil puede esperar que algún judío se declare culpable de la profanación de una hostia? ¿Qué estúpido puede esperar que alguien se condene a muerte?

Arnau golpeó sobre la mesa de su despacho y se levantó. El bedel que le había comunicado la noticia dio un respingo.

—Avisa a la guardia —le ordenó Arnau.

El muy honorable cónsul de la Mar recorrió la ciudad apresuradamente, acompañado por media docena de missatges armados. Las puertas de la judería, todavía vigiladas por soldados del rey, estaban abiertas de par en par; frente a ellas, la muchedumbre había desaparecido pero había poco más de un centenar de curiosos que intentaban asomarse al interior, a pesar de los empujones que les propinaban los soldados.

—¿Quién está al mando? —preguntó Arnau al oficial de la puerta.

—El veguer está dentro —señaló el oficial.

—Avisadle.

El veguer no tardó en aparecer.

—¿Qué deseas, Arnau? —le preguntó ofreciéndole la mano.

—Deseo hablar con los judíos.

—El infante ha ordenado…

—Lo sé —lo interrumpió Arnau—. Por eso mismo tengo que hablar con ellos. Tengo muchos procedimientos en marcha que afectan a judíos. Necesito hablar con ellos.

—Pero el infante… —empezó a decir el veguer.

—¡El infante vive de las aljamas! Doce mil sueldos anuales tienen que pagarle por disposición del rey.

El veguer asintió.

—El infante tendrá interés en que aparezcan los culpables de la profanación, pero no te quepa duda de que también tendrá interés en que los asuntos comerciales de los judíos sigan su curso; en caso contrario… Ten en cuenta que la judería de Barcelona es la que más contribuye a esos doce mil sueldos anuales.

El veguer no lo dudó y cedió el paso a Arnau y su comitiva.

—Están en la sinagoga mayor —le dijo mientras pasaba por su lado.

—Lo sé, lo sé.

Pese a que todos los judíos estaban recluidos, el interior de la aljama era un hervidero. Sin dejar de andar, Arnau vio cómo un enjambre de frailes negros se dedicaba a inspeccionar todas y cada una de las casas de los judíos en busca de la hostia sangrante.

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