—¿Qué sucede? —gritó Nicolau al oficial tras dar un respingo hacia atrás.
—Barcelona ha venido a liberar a su cónsul de la Mar —respondió a gritos un muchacho a igual pregunta de Joan.
Aledis y Mar cerraron los ojos y apretaron los labios. Después se cogieron de la mano y fijaron una mirada llorosa en aquella ventana que había quedado medio abierta.
—¡Corre en busca del veguer! —ordenó Nicolau al oficial.
Mientras, sin nadie pendiente de él, Arnau se levantó y cogió a Francesca del brazo.
—¿Por qué has temblado, mujer? —le preguntó.
Francesca reprimió una lágrima que quería caer por su mejilla, pero no pudo evitar que sus labios se contrajesen en una mueca de dolor.
—Olvídate de mí —le contestó con voz entrecortada.
El clamor del exterior interrumpió conversaciones y pensamientos. La host, ya completa, se acercaba a la plaza Nova. Traspasó el antiguo portal de la ciudad, pasó junto al palacio del veguer, que observaba el espectáculo desde una de las ventanas, recorrió la calle de los Seders hasta la de la Boquería y, desde allí, frente a la iglesia de Sant Jaume, cuya campana seguía animando, subió por la del Bisbe hasta el palacio.
Mar y Aledis, todavía agarradas de la mano, se asomaron a la boca de la calle. Las dos las apretaron hasta que sus nudillos emblanquecieron. La gente se estrujaba contra las paredes para dejar paso a la host; primero el pendón de los bastaixos con sus prohombres, después la Virgen bajo palio, y tras ella, en una amalgama de colores, los pendones de todas las cofradías de la ciudad.
El veguer se negó a recibir al oficial de la Inquisición.
—El rey no puede entrometerse en los asuntos de la host de Barcelona —le contestó el oficial real.
—Asaltarán el palacio del obispo —se quejó el enviado de la Inquisición todavía jadeando.
El otro se encogió de hombros. «¿Usas esa espada para torturar?», estuvo a punto de decirle. El oficial de la Inquisición vio aquella mirada y los dos hombres se encararon en silencio.
—Me gustaría ver cómo se mide con una espada castellana o con un alfanje moro —dijo el hombre del veguer señalándola antes de escupir a los pies del oficial de la Inquisición.
Mientras, la Virgen ya estaba frente al palacio del obispo bailando al son de los gritos de la host, sobre los hombros de los bastaixos, que poco más podían hacer que zarandear el paso para unirse al estallido de pasión del pueblo de Barcelona.
Alguien lanzó una piedra contra las cristaleras emplomadas.
La primera no acertó, pero sí la siguiente, y muchas de las que la siguieron.
Nicolau Eimeric y Berenguer d'Erill se apartaron de las ventanas. Arnau continuaba esperando una respuesta de Francesca. Ninguno de los dos se movió.
Varias personas aporreaban las puertas del palacio. Un muchacho empezó a trepar por los muros con la ballesta colgada a la espalda. La gente lo aclamó. Otros siguieron sus pasos.
—¡Basta! —gritó uno de los consejeros de la ciudad intentando apartar a quienes aporreaban la puerta—. ¡Basta! —repitió, empujándolos—, nadie ataca sin consentimiento de la ciudad.
Los hombres de la puerta pararon.
—Nadie ataca sin consentimiento de los consejeros y prohombres de la ciudad —repitió.
Los más cercanos a la puerta callaron y el mensaje se fue transmitiendo por toda la plaza. La Virgen cesó de bailar, el silencio se instaló en la host y la plaza fijó la vista en los seis hombres que colgaban de la fachada; el primero había alcanzado ya la destrozada ventana de la sala del tribunal.
—¡Bajad! —se oyó.
Los cinco consejeros de la ciudad y el prohombre de los bastaixos, con la llave de la Sagrada Urna colgando del cuello, llamaron a la puerta de palacio.
—¡Abrid a la host de Barcelona!
—¡Abrid! —El oficial de la Inquisición aporreó las puertas de la judería, cerradas ante el paso de la host—. Abrid a la Inquisición.
Había intentado llegar al palacio del obispo pero todas las calles que llevaban a él estaban abarrotadas de ciudadanos. Sólo había un modo de acercarse a palacio: a través de la judería, con la que lindaba. Desde allí, por lo menos podría transmitir el mensaje: el veguer no intervendría.
Nicolau y Berenguer recibieron la noticia todavía en la sala del tribunal: las tropas del rey no acudirían en su defensa y los consejeros amenazaban con asaltar el palacio si no se les permitía entrar.
—¿Qué quieren?
El oficial miró a Arnau.
—Liberar al cónsul de la Mar.
Nicolau se acercó a Arnau hasta que sus rostros casi llegaron a tocarse.
—¿Cómo se atreven? —escupió.
Después dio media vuelta y volvió a sentarse tras la mesa del tribunal. Berenguer lo acompañó.
—Dejadles entrar —ordenó Nicolau.
Liberar al cónsul de la Mar; Arnau se irguió todo lo que sus escasas fuerzas le permitieron. Desde la pregunta que le había hecho su hijo, Francesca tenía la mirada perdida. «Cónsul de la Mar. Soy el cónsul de la Mar», le dijo a Nicolau con la mirada.
Los cinco consejeros y el prohombre de los bastaixos irrumpieron en el tribunal. Tras ellos, tratando de pasar inadvertido, iba Guillem, que había obtenido permiso del bastaix para acompañarlos.
Guillem permaneció junto a la puerta mientras los otros seis, armados, se plantaban frente a Nicolau. Uno de los consejeros se adelantó al grupo.
—¿Qué…? —empezó a decir Nicolau.
—La host de Barcelona —lo interrumpió el que se había adelantado, alzando la voz por encima de la del inquisidor— os ordena entregarle a Arnau Estanyol, cónsul de la Mar.
—¿Osáis dar órdenes a la Inquisición? —preguntó Nicolau.
El consejero no apartó la mirada de Nicolau Eimeric.
—Por segunda vez —advirtió—. La host os ordena entregar al cónsul de la Mar de Barcelona.
Nicolau balbuceó y buscó la ayuda del obispo.
—Asaltarán el palacio —le dijo éste.
—No se atreverán —susurró Nicolau.
—Es un hereje —gritó el inquisidor.
—¿No deberíais juzgarlo primero? —se oyó desde el grupo de consejeros.
Nicolau los miró con los ojos entrecerrados.
—Es un hereje —insistió.
—Por tercera y última vez, entregadnos al cónsul de la Mar.
—¿Qué queréis decir con última vez? —intervino Berenguer d'Erill.
—Mirad fuera si queréis saberlo.
—¡Detenedlos! —saltó el inquisidor haciendo aspavientos hacia los soldados apostados en la puerta.
Guillem se apartó de donde estaba, junto a los soldados. Ninguno de los consejeros se movió. Algunos soldados echaron mano de sus armas, pero el oficial al mando les indicó con un gesto que desistiesen.
—¡Detenedlos! —insistió Nicolau.
—Han venido a negociar —se opuso el oficial.
—¿Cómo te atreves…? —empezó a gritar Nicolau, ya en pie.
El oficial lo interrumpió:
—Decidme vos cómo queréis que defienda este palacio y después los detendré; el rey no acudirá en nuestra ayuda. —El oficial hizo un gesto hacia el exterior, desde donde empezaban a llegar gritos del gentío. Después miró al obispo en busca de ayuda.
—Podéis llevaros a vuestro cónsul de la Mar —contestó el obispo—; queda libre.
Nicolau enrojeció.
—¿Qué decís…? —exclamó cogiendo al obispo por el brazo.
Berenguer d'Erill se zafó de él con un violento movimiento del brazo.
—Vos no tenéis autoridad para entregarnos a Arnau Estanyol —dijo el consejero dirigiéndose al obispo—. Nicolau Eimeric —continuó—, la host de Barcelona os ha concedido tres oportunidades; entregadnos al cónsul de la Mar o ateneos a las consecuencias.
Acompañando las palabras del consejero, una piedra se coló en la estancia y se estrelló en el frontal de la larga mesa tras la que estaban sentados los miembros del tribunal; hasta los dominicos dieron un respingo en sus asientos. El griterío había vuelto a tomar la plaza Nova. Entró otra piedra; el notario se levantó, cogió sus legajos y se refugió en el extremo opuesto. Lo mismo intentaron hacer los frailes negros más cercanos a la ventana, pero un gesto del inquisidor los obligó a interrumpir la huida.
—¿Estáis loco? —le susurró el obispo.
Nicolau empezó a pasear la mirada por los presentes, hasta encontrarse con la de Arnau; sonreía.
—¡Hereje! —bramó.
—Ya es suficiente —dijo el consejero dando media vuelta.
—¡Lleváoslo! —insistió el obispo.
—Sólo hemos venido a negociar —alegó el consejero deteniéndose y alzando la voz por encima del bullicio que llegaba de la plaza—. Si la Inquisición no se pliega a las exigencias de la ciudad y libera al preso, deberá ser la host la que lo haga. Es la ley.
Nicolau, en pie frente a todos ellos, temblaba con los ojos inyectados en sangre y fuera de sus órbitas. Dos nuevas piedras se estrellaron contra las paredes del tribunal.
—Asaltarán el palacio —le dijo el obispo, sin reparo de que le oyeran—. ¡Qué más os da! Tenéis su declaración y sus bienes. Declaradlo hereje igualmente; está condenado a huir de por vida.
Los consejeros y el prohombre de los bastaixos habían alcanzado las puertas del tribunal. Los soldados se hicieron a un lado con el miedo reflejado en sus rostros. Guillem sólo prestaba atención a la conversación entre el obispo y el inquisidor. Mientras, Arnau continuaba en el centro de la estancia, junto a Francesca, desafiando a Nicolau, que se negaba a mirarlo.
—¡Lleváoslo! —cedió por fin el inquisidor.
Primero fue la gente de la plaza y después la de las abarrotadas calles adyacentes; todos estallaron en vítores cuando los consejeros aparecieron por la puerta de palacio junto a Arnau. Francesca arrastraba los pies tras ellos; nadie se preocupó de la anciana cuando Arnau la cogió del brazo y la empujó fuera del tribunal. Sin embargo, en la puerta de la sala la había soltado y se había detenido. Los consejeros lo habían instado a continuar el camino. Nicolau, en pie tras la mesa, lo observaba ajeno a la lluvia de piedras que entraba por la ventana; una de ellas impactó en su brazo izquierdo pero el inquisidor ni siquiera se movió. Todos los demás miembros del tribunal se habían refugiado lejos de la pared de la fachada, por la que se colaba la ira de la host.
Arnau se había parado junto a los soldados, pese a las protestas de los consejeros que lo apremiaban.
—Guillem…
El moro se le acercó, lo cogió por los hombros y lo besó en la boca.
—Ve con ellos, Arnau —lo conminó—. Fuera te esperan Mar y tu hermano. Yo todavía tengo cosas que hacer aquí. Después iré a verte.
Pese a los esfuerzos de los consejeros por protegerlo, la gente se abalanzó sobre Arnau en cuanto pisó la plaza; lo abrazaron, lo tocaron y lo felicitaron. Los rostros sonrientes de la gente aparecieron frente a él en una rueda inacabable. Nadie quería apartarse para dejar paso a los consejeros y los rostros le hablaban a gritos.
Los embates de la gente hacían que el grupo de los cinco consejeros de la ciudad y el prohombre de los bastaixos, con Arnau en el centro, fuera de un lado para otro. El griterío penetraba en lo más profundo de Arnau. La sucesión de caras era interminable. Las piernas le empezaron a flaquear. Arnau levantó la vista por encima de las cabezas de la gente pero sólo logró ver una infinidad de ballestas, espadas y puñales alzados al cielo, subiendo y bajando al son de los gritos de la host, una y otra vez, una y otra vez… Quiso apoyarse en los consejeros y cuando empezaba a caer, una pequeña figura de piedra apareció entre el mar de ballestas, danzando igual que ellas.
Guillem había vuelto y su Virgen le sonreía. Arnau cerró los ojos y se dejó llevar en volandas por los consejeros.
Ni Mar ni Aledis ni Joan lograron acercarse a Arnau por más empujones y codazos que propinaron. Lo atisbaron en brazos de los consejeros cuando la Virgen de la Mar y los pendones iniciaron su regreso a la plaza del Blat. Quienes también lo vieron fueron Jaume de Bellera y Genis Puig, mezclados entre la gente. Hasta entonces habían unido sus espadas a las miles de armas que se alzaban contra el palacio del obispo y se habían visto obligados a sumarse a los gritos contra el inquisidor, aunque en su fuero interno rogaban que Nicolau resistiese y que el rey se replantease su postura y acudiese en defensa del Santo Oficio. ¿Cómo era posible que aquel rey por el que tantas veces habían arriesgado su vida…?
Al ver a Arnau, Genis Puig empezó a voltear su espada en el aire y a aullar como un poseso. El señor de Navarcles conocía aquel grito, el mismo que había oído en otras ocasiones cuando el caballero se lanzaba al ataque, a galope tendido y con la espada girando por encima de su cabeza. El arma de Genis chocó contra las ballestas y las espadas de quienes los rodeaban. La gente empezó a apartarse de él y Genis Puig avanzó hacia la comitiva, que estaba a punto de abandonar la plaza Nova por la calle del Bisbe. ¿Cómo pretendía enfrentarse a toda la host de Barcelona? Lo matarían, primero a él y después…
Jaume de Bellera se lanzó sobre su amigo y lo obligó a bajar la espada. Los más cercanos a ellos los miraron con extrañeza pero la multitud seguía empujando hacia la calle del Bisbe. El hueco volvió a cerrarse tan pronto como Genis dejó de aullar y voltear la espada. El señor de Bellera lo apartó de quienes lo habían visto emprender el ataque.
—¿Te has vuelto loco? —le dijo.
—Lo han liberado… ¡Libre! —Genis contestó con la mirada puesta en los pendones que ya empezaban a bajar por la calle del Bisbe. Jaume de Bellera lo obligó a volver el rostro hacia él.
—¿Qué pretendes?
Genis Puig volvió a mirar hacia los pendones y trató de zafarse de Jaume de Bellera.
—¡Venganza! —contestó.
—No es ése el camino —advirtió el señor de Bellera—, no es ése el camino. —Después lo zarandeó con todas sus fuerzas hasta que Genis respondió—. Encontraremos la forma…
Genis lo miró fijamente; le temblaban los labios.
—¿Me lo juras?
—Por mi honor.
La sala del tribunal fue quedando en silencio a medida que la host abandonaba la plaza Nova. Cuando los gritos de victoria del último ciudadano giraron por la calle del Bisbe, la agitada respiración del inquisidor cobró presencia. Nadie se había movido. Los soldados aguantaron firmes, pendientes de que sus armas y correajes no entrechocaran. Nicolau paseó su mirada por los presentes; no fue necesaria palabra alguna: «Traidor —le recriminó a Berenguer d'Erill—; cobardes», insultó a los demás. Cuando dirigió su atención a los soldados, descubrió la presencia de Guillem.