La catedral del mar (75 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La catedral del mar
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Guillem asintió para sus adentros.

¿Quemar el cadáver…?

Nicolau Eimeric permaneció en pie, con las manos apoyadas sobre la mesa, mirando a Arnau; estaba congestionado.

—Tu padre —masculló— era un diablo que soliviantó al pueblo. Por eso lo ejecutaron y por eso tú lo quemaste, para que muriese como tal.

Nicolau terminó señalando a Arnau.

¿Cómo lo sabía? Sólo había una persona que conociera… El escribano rasgueaba con su pluma. No podía ser. Joan no… Arnau sintió que sus piernas flaqueaban.

—¿Niegas haber quemado el cadáver de tu padre? —preguntó Berenguer d'Erill.

¡Joan no podía haberlo denunciado!

—¿Lo niegas? —repitió Nicolau elevando la voz.

Los rostros de los miembros del tribunal se desfiguraron y Arnau reprimió una arcada.

—¡Teníamos hambre! —gritó—. ¿Habéis tenido hambre alguna vez? —El rostro morado de su padre con la lengua colgando se confundió con los de los que lo miraban. ¿Joan? ¿Por qué no había ido a verle?—. ¡Teníamos hambre! —gritó. Arnau oyó hablar a su padre: «Yo de ti no me sometería»—. ¿Acaso habéis tenido hambre alguna vez?

Arnau trató de abalanzarse sobre Nicolau, que seguía interrogándole con la mirada, en pie, soberbio, pero antes de que llegase a él los soldados lo inmovilizaron y lo arrastraron de nuevo al centro de la sala.

—¿Quemaste a tu padre como a un demonio? —volvió a preguntar Nicolau a voz en grito.

—¡Mi padre no era ningún demonio! —le contestó Arnau gritando también, forcejeando con los soldados que lo mantenían agarrado.

—Pero quemaste su cadáver.

«¿Por qué, Joan? Eres mi hermano y Bernat… Bernat siempre te quiso como a un hijo». Arnau bajó la cabeza y quedó colgado de los soldados. ¿Por qué…?

—¿Te lo ordenó tu madre?

Arnau sólo logró levantar la cabeza.

—Tu madre es una bruja que transmite el mal del diablo —añadió el obispo.

¿Qué estaban diciendo?

—Tu padre asesinó a un muchacho para liberarte a ti. ¿Lo confiesas? —gritó Nicolau.

—¿Qué…? —intentó decir Arnau.

—Tú —Nicolau lo señaló— también asesinaste a un muchacho cristiano. ¿Qué pensabas hacer con él?

—¿Te lo ordenaron tus padres? —preguntó el obispo.

—¿Querías su corazón? —preguntó Nicolau.

—¿A cuántos muchachos más has asesinado?

—¿Qué relaciones mantienes con los herejes?

Inquisidor y obispo le lanzaron una retahíla de preguntas. Tu padre, tu madre, muchachos, asesinatos, corazones, herejes, judíos… ¡Joan! Arnau dejó caer la cabeza de nuevo. Temblaba.

—¿Confiesas? —terminó Nicolau.

Arnau no se movió. El tribunal dejó que el tiempo corriera. Mientras, Arnau seguía colgando de los brazos de los soldados. Al final Nicolau les hizo una seña para que abandonasen la sala. Arnau notó cómo lo arrastraban.

—¡Esperad! —ordenó el inquisidor cuando estaban a punto de abrir las puertas. Los soldados se volvieron hacia él—. ¡Arnau Estanyol! —gritó—. ¡Arnau Estanyol! —gritó de nuevo.

Arnau levantó la cabeza lentamente y miró a Nicolau.

—Podéis llevároslo —les dijo el inquisidor a los soldados en cuanto notó la mirada de Arnau sobre sí—. Anotad, notario —oyó Arnau que decía Nicolau mientras cruzaba las puertas—, el reo no ha negado ninguna de las acusaciones formuladas por este tribunal y se ha negado a confesar simulando un desvanecimiento cuya falsedad se ha descubierto cuando, libre del proceso inquisitorial y antes de abandonar la sala, ha vuelto a atender el requerimiento del mismo.

El sonido de la pluma persiguió a Arnau hasta las mazmorras.

Guillem dio orden a sus esclavos de que organizasen el traslado a la alhóndiga, muy cercana al hostal del Estanyer, cuyo propietario recibió con desagrado la noticia; dejaba a Mar, pero no podía arriesgarse a que Genis Puig lo reconociera. Los dos esclavos respondieron negando con la cabeza a cuantos intentos hizo el hostalero para impedir que el rico mercader abandonara su establecimiento. «¿Para qué quiero nobles que no pagan?», masculló al contar los dineros que le entregaron los esclavos de Guillem.

Desde la judería, Guillem se dirigió directamente a la alhóndiga; ninguno de los mercaderes de paso en la ciudad que allí se alojaban conocía su antigua relación con Arnau.

—Tengo establecimiento abierto en Pisa —le contestó a un mercader siciliano que se sentó a comer en su mesa y que se interesó por él.

—¿Qué te ha traído a Barcelona? —preguntó el siciliano.

Un amigo con problemas, estuvo a punto de responderle. El siciliano era un hombre bajo, calvo y de facciones excesivamente marcadas; le dijo que se llamaba Jacopo Lercardo. Había hablado largo y tendido con Jucef, pero conocer otra opinión siempre sería bueno.

—Hace años mantuve buenos contactos con Cataluña y he aprovechado un viaje a Valencia para explorar un poco el mercado.

—Poco hay que explorar —le dijo el siciliano sin dejar de llevarse la cuchara a la boca.

Guillem esperó a que continuara, pero Jacopo siguió enfrascado en su olla de carne. Aquel hombre no hablaría si no era con alguien que conociese el negocio tan bien como él.

—He comprobado que la situación ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí. En los mercados se echa en falta a los campesinos; sus puestos están vacíos. Recuerdo que antes, hace años, el almotacén tenía que poner orden entre mercaderes y campesinos.

—Ya no tiene trabajo —dijo el siciliano sonriendo—; los campesinos ya no producen y no acuden a vender a los mercados. Las epidemias han diezmado la población, la tierra no rinde y los propios señores las abandonan y las dejan baldías. El pueblo emigra a la tierra de donde vienes: Valencia.

—He visitado a algunos antiguos conocidos. —El siciliano volvió a mirarlo por encima de la cuchara—. Ya no arriesgan su dinero en operaciones comerciales; se limitan a comprar deuda de la ciudad. Se han convertido en rentistas. Según me han dicho, hace nueve años la deuda municipal era de unas ciento sesenta y nueve mil libras; hoy puede estar en unas doscientas mil libras y sigue subiendo. El municipio no puede seguir obligándose al pago de los censales o violarios que establece como garantía de la deuda; se arruinará.

Durante unos instantes, Guillem se permitió pensar en la eterna discusión del pago de los intereses del dinero que tenían prohibido los cristianos. Retraída la actividad comercial y con ella las comandas que retribuían el dinero, otra vez habían conseguido burlar la prohibición legal con la creación de los censales o los violarios, por los cuales los ricos entregaban un dinero al municipio y éste se comprometía al pago de una cantidad anual en la que, evidentemente, se incluían los intereses prohibidos. En los violarios, si se quería devolver el principal prestado, había que pagar un tercio más del total prestado. Sin embargo, comprando deuda municipal, no se corrían los riesgos de las expediciones comerciales… mientras Barcelona pudiese pagar.

—Pero mientras no llegue esa ruina —le dijo el siciliano haciéndolo volver a la realidad— la situación es excepcional para ganar dinero en el principado…

—Vendiendo —le interrumpió Guillem.

—Principalmente —Guillem notó que el siciliano se confiaba—, pero también se puede comprar, siempre y cuando se haga con la moneda adecuada. La paridad entre el florín de oro y el croat de plata es totalmente ficticia y muy alejada de las paridades establecidas en los mercados extranjeros. La plata está saliendo de Cataluña de forma masiva y el rey sigue empeñado en sostener el valor de su florín de oro en contra del mercado; esa actitud le costará muy cara.

—¿Por qué crees que mantiene esa postura? —preguntó con interés Guillem—. El rey Pedro siempre se ha comportado como una persona sensata…

—Por simple interés político —le interrumpió Jacopo—. El florín es la moneda real; su acuñación en la ceca de Montpellier depende directamente del rey. Por el contrario, el croat se acuña en ciudades como Barcelona y Valencia por concesión real. El monarca quiere sostener el valor de su moneda aunque se equivoque; sin embargo, para nosotros, es el mejor error que podría cometer. ¡El rey ha fijado la paridad del oro con respecto a la plata en trece veces más de lo que en realidad cuesta en otros mercados!

—¿Y las arcas reales?

Aquél era el punto al que quería llegar Guillem.

—¡Trece veces sobre valoradas! —rió el siciliano—. El rey sigue con su guerra contra Castilla aunque parece que está pronta a terminar. Pedro el Cruel tiene problemas con sus nobles, que se han decantado por el Trastámara. A Pedro el Ceremonioso sólo le son fieles las ciudades y, al parecer, los judíos. La guerra contra Castilla ha arruinado al rey. Hace cuatro años las cortes de Monzón le concedieron un subsidio por importe de doscientas setenta mil libras a costa de nuevas concesiones a nobles y ciudades. El rey invierte ese dinero en la guerra pero pierde privilegios para el futuro, y ahora, una nueva revuelta en Córcega… Si tienes algún interés en la casa real, olvídalo.

Guillem dejó de escuchar al siciliano y se limitó a asentir con la cabeza y sonreír cuando parecía que tocaba hacerlo. El rey estaba arruinado y Arnau era uno de sus mayores acreedores. Cuando Guillem abandonó Barcelona, los préstamos a la casa real superaban las diez mil libras; ¿a cuánto ascenderían ahora? Ni siquiera debía de haber pagado los intereses de los préstamos baratos. «Lo ejecutarán». La sentencia de Joan volvió a su memoria. «Nicolau utilizará a Arnau para reforzar su poder —le había dicho Jucef—; el rey no paga al Papa y Eimeric le ha prometido parte de la fortuna de Arnau». ¿Estaría dispuesto el rey Pedro a convertirse en deudor de un Papa que acababa de promover una revuelta en Córcega al negar el derecho de la corona de Aragón? Pero ¿cómo lograr que el rey se opusiese a la Inquisición?

—Vuestra propuesta nos interesa.

La voz del infante se perdió en la inmensidad del salón del Tinell. Sólo tenía dieciséis años pero acababa de presidir, en nombre de su padre, el Parlamento que debía tratar de la revolución sarda. Guillem observó disimuladamente al heredero, sentado en el trono y flanqueado por sus dos consejeros, Juan Fernández de Heredia y Francesc de Perellós, ambos de pie. Se decía de él que era débil, pero aquel muchacho, dos años atrás, tuvo que juzgar, sentenciar y ejecutar a quien había sido su tutor desde que nació: Bernat de Cabrera. Después de ordenar su decapitación en la plaza del mercado de Zaragoza, el infante tuvo que mandar la cabeza del vizconde a su padre, el rey Pedro.

Aquella misma tarde Guillem había podido hablar con Francesc de Perellós. El consejero lo escuchó con atención; luego, le ordenó que esperara tras una pequeña puerta. Cuando después de una larga espera lo dejaron pasar, Guillem se encontró con el más imponente salón que jamás había pisado: una estancia diáfana de más de treinta metros de ancho, cubierta por seis largos arcos en diafragma que llegaban casi hasta el suelo, con las paredes desnudas e iluminada con antorchas. El infante y sus consejeros lo esperaban al fondo del salón del Tinell.

Aún a varios pasos del trono, hincó una rodilla en tierra.

—Sin embargo —decía el infante—, recordad que no podemos enfrentarnos a la Inquisición.

Guillem esperó hasta que Francesc de Perellós, con una mirada cómplice, le indicó que hablara.

—No deberéis hacerlo, mi señor.

—Sea —sentenció el infante, tras lo cual se levantó y abandonó el salón acompañado por Juan Fernández de Heredia.

—Levantaos —le indicó Francesc de Perellós a Guillem—. ¿Cuándo será?

—Mañana, si puedo. Si no, pasado mañana.

—Avisaré al veguer.

Guillem abandonó el palacio mayor cuando empezaba a anochecer. Miró el límpido cielo mediterráneo y respiró hondo. Le quedaba mucho por hacer.

Aquella misma tarde, cuando aún no había terminado de hablar con Jacopo el siciliano, había recibido un mensaje de Jucef: «El consejero Francesc de Perellós te recibirá esta misma tarde en el palacio mayor, cuando termine el Parlamento». Sabía cómo interesar al infante; era sencillo: condonar los importantes préstamos a la corona que obraban en los libros de Arnau para que no terminasen en manos del Papa. Pero ¿cómo liberar a Arnau sin que el duque de Gerona tuviera que enfrentarse a la Inquisición?

Guillem salió a pasear antes de dirigirse a palacio. Sus pasos lo llevaron a la mesa de Arnau. Estaba cerrada; los libros debía de tenerlos Nicolau Eimeric para evitar ventas fraudulentas y los oficiales de Arnau habían desaparecido. Miró hacia Santa María, rodeada de andamios. ¿Cómo era posible que un hombre que lo había dado todo por esa iglesia…? Su paseo prosiguió hasta el Consulado de la Mar y hasta la playa.

—¿Cómo está tu amo? —oyó a sus espaldas.

Guillem se volvió y se encontró con un bastaix cargado con un enorme saco a la espalda. Arnau le prestó dinero hacía años, y lo había devuelto moneda a moneda. Guillem se encogió de hombros y esbozó una mueca. Enseguida, la fila de bastaixos que estaba descargando un barco y que seguía al primero lo rodeó. «¿Qué le pasa a Arnau? —escuchó—. ¿Cómo pueden acusarle de hereje?». A aquél también le había prestado dinero… ¿para la dote de una de sus hijas? ¿Cuántos de ellos habían acudido a Arnau? «Si lo ves —dijo otro—, dile que hay una vela por él bajo los pies de Santa María. Nosotros nos ocupamos de que siempre esté encendida». Guillem intentó excusar su ignorancia pero no le dejaron: los bastaixos despotricaron contra la Inquisición y luego siguieron su camino.

Con la visión de los bastaixos enardecidos, Guillem se encaminó con paso resuelto hacia el palacio mayor.

Ahora, con la silueta de Santa María recortada contra la noche a su espalda, el moro volvía a encontrarse ante la mesa de cambio de Arnau. Necesitaba la carta de pago que en su día firmó el judío Abraham Leví y que él mismo escondió tras una piedra de la pared. La puerta estaba cerrada con llave, pero había una ventana en la planta baja que nunca había cerrado bien. Guillem escrutó en la noche; parecía que no había nadie. Arnau nunca conoció la existencia de aquel documento. Guillem y Hasdai decidieron esconder los beneficios que le proporcionó la venta de esclavos bajo la apariencia de un depósito efectuado por un judío de paso en Barcelona: Abraham Leví. Arnau no habría admitido aquellos dineros. La ventana chasqueó rompiendo el silencio nocturno y Guillem se quedó paralizado. Sólo era un moro, un infiel que estaba entrando de noche en la casa de un reo de la Inquisición. De poco le serviría su bautismo si lo sorprendían. Sin embargo, los ruidos nocturnos le demostraron que el universo no estaba pendiente de él: el mar, el crujir de los andamios de Santa María, niños llorando, hombres gritando a sus mujeres…

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