«No voy a negociar contigo, Eimeric —pensó Guillem—. Sólo Alá, loado sea su nombre, sabe lo que podrías obtener si me detuvieras, sólo Él sabe si tras estas paredes hay ojos observándonos y oídos escuchándonos. Tienes que ser tú quien proponga la solución».
—Nadie pondrá nunca en duda las decisiones de la Inquisición —le contestó.
Nicolau se removió en su silla.
—Has solicitado audiencia privada alegando que podrías tener algo que me interesaba. Has dicho que unos amigos de Arnau Estanyol podrían conseguir que su mayor acreedor renunciase a un crédito por importe de quince mil libras. ¿Qué es lo que quieres, infiel?
—Sé lo que no quiero —se limitó a contestar Guillem.
—Está bien —dijo Nicolau levantándose—. Una condena mínima: sambenito durante todos los domingos de un año en la catedral y tus amigos consiguen la renuncia del crédito.
—En Santa María. —Guillem se sorprendió al oírse, pero las palabras habían surgido de lo más profundo de su ser. ¿Dónde sino en Santa María podía cumplir Arnau la pena de sambenito?
Mar intentó seguir al grupo que transportaba a Arnau, pero la multitud de gente congregada se lo impedía. Recordó las últimas palabras de Aledis: «Cuídalo», le gritó por encima del clamor de la host. Sonreía.
Mar salió a toda prisa, trastabillando de espaldas a la riada humana que la arrastraba.
—Cuídalo mucho —repitió Aledis mientras Mar continuaba mirándola, tratando de esquivar a cuantos le venían de frente—; yo quise hacerlo hace muchos años…
De repente desapareció.
Mar estuvo a punto de caer al suelo y ser pisoteada. «La host no es para las mujeres», le reprochó un hombre que no había tenido reparo alguno en empujarla. Logró darse la vuelta. Buscó los pendones que ya estaban llegando a la plaza de Sant Jaume, al final de la calle del Bisbe. Por primera vez en aquella mañana, Mar dejó de lado las lágrimas y de su garganta salió un grito que acalló los de cuantos la rodeaban. Ni siquiera pensó en Joan. Gritó, empujó, pateó a quienes la precedían y fue abriéndose paso a codazos.
La host se concentró en la plaza del Blat. Mar estaba bastante cerca de la Virgen, la cual, a hombros de los bastaixos, bailaba sobre la piedra del centro de la plaza, pero Arnau… Mar creyó distinguir una discusión entre algunos hombres y los consejeros de la ciudad.
Entre ellos…, sí, allí estaba. Sólo le faltaban unos pasos, pero en la plaza la gente estaba muy apiñada. Arañó en el brazo a un hombre que se negó a apartarse. El hombre desenfundó un puñal y por un instante…; sin embargo, acabó riendo a carcajadas y cediéndole el paso. Tras él tenía que estar Arnau pero cuando le dio la espalda sólo encontró a los consejeros y al prohombre de los bastaixos.
—¿Dónde está Arnau? —le preguntó jadeante y sudorosa.
El bastaix, imponente, con la llave de la Sagrada Urna colgando del cuello, bajó la vista para mirarla. Era un secreto. La Inquisición…
—Soy Mar Estanyol —le dijo comiéndose las palabras—. Soy huérfana de Ramón el bastaix. Debiste de conocerlo.
No. No lo había conocido pero había oído hablar de él, de su hija y de que Arnau la había prohijado.
—Corre a la playa —se limitó a decirle.
Mar cruzó la plaza y voló por la calle de la Mar, despejada de gente de la host. Los alcanzó a la altura del consulado; un grupo de seis bastaixos llevaban en volandas a Arnau, todavía aturdido.
Mar quiso abalanzarse sobre ellos, pero antes de que pudiese hacerlo, uno de los bastaixos se interpuso; las instrucciones del pisano habían sido precisas: nadie debía conocer el paradero de Arnau.
—¡Suéltame! —gritó Mar pataleando en el aire.
El bastaix la tenía cogida por la cintura intentando no dañarla. No pesaba ni la mitad que cualquiera de las piedras o de los fardos que acarreaba todos los días.
—¡Arnau! ¡Arnau!
¿Cuántas veces había soñado con oír aquel grito? Cuando abría los ojos se veía en volandas, en manos de unos hombres cuyos rostros siquiera lograba distinguir. Lo llevaban a algún lugar, presurosos, en silencio. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Dónde estaba? ¡Arnau! Sí, era el mismo grito que un día lanzaron en silencio los ojos de una muchacha a la que había traicionado, en la masía de Felip de Ponts.
—¡Arnau!
La playa. Los recuerdos se confundieron con el rumor de las olas y la brisa de olor salobre. ¿Qué hacía en la playa?
—¡Arnau!
La voz le llegó lejana.
Los bastaixos se metieron en el agua, en dirección a la barca que debía llevar a Arnau hasta el laúd fletado por Guillem, que esperaba en mitad del puerto. El agua del mar salpicó a Arnau.
—Arnau.
—Esperad —balbuceó intentando erguirse—, esa voz… ¿Quién…?
—Una mujer —contestó uno de ellos—. No causará problemas. Debemos…
Arnau aguantaba en pie, al lado de la barca, agarrado de las axilas por los bastaixos. Miró hacia la playa. «Mar te espera». Las palabras de Guillem silenciaron cuanto le rodeaba. Guillem, Nicolau, la Inquisición, las mazmorras: todo acudió en torbellino a su mente.
—¡Dios! —exclamó—. Traedla. Os lo ruego.
Uno de los bastaixos se apresuró hasta donde Mar seguía retenida.
Arnau la vio correr hacia él.
Los bastaixos, que también la miraban, dejaron de hacerlo cuando Arnau se soltó de ellos; parecía como si la más suave de las olas pudiera derribarle con sólo lamer sus pantorrillas.
Mar se detuvo ante Arnau, que tenía los brazos caídos; entonces vio una lágrima que caía por su mejilla. Se acercó y la recogió con los labios.
No cruzaron palabra. Ella misma ayudó a los bastaixos a subirlo a la barca.
De nada le serviría enfrentarse al rey de forma tan directa.
Desde que Guillem se había ido, Nicolau andaba de un lado a otro de su despacho. Si Arnau no tenía dinero tampoco le servía de nada sentenciarlo. El Papa nunca lo relevaría de la promesa que le había hecho. El pisano lo tenía atrapado. Si quería cumplir con el Papa…
Unos golpes en la puerta distrajeron su atención, pero tras desviar la mirada hacia ella, Nicolau continuó su camino.
Sí. Una condena menor salvaría su reputación como inquisidor, le evitaría un enfrentamiento con el rey y le proporcionaría el suficiente dinero para…
Los golpes en la puerta se repitieron.
Nicolau volvió a mirar hacia ella.
Le hubiera gustado llevar a la hoguera a aquel Estanyol. ¿Y su madre? ¿Qué había sido de la vieja? Seguro que había aprovechado la confusión…
Los golpes retumbaron en el interior de la estancia. Nicolau, cerca de la puerta, la abrió con violencia.
—¿Qué…?
Jaume de Bellera, con el puño cerrado, estaba a punto de golpear de nuevo.
—¿Qué queréis? —preguntó el inquisidor mirando al oficial que debería haber estado montando guardia en la antesala y que ahora se encontraba arrinconado, tras la espada de Genis Puig—. ¿Cómo os atrevéis a amenazar a un soldado del Santo Oficio? —bramó.
Genis apartó la espada y miró a su compañero.
—Llevamos mucho tiempo esperando —contestó el señor de Navarcles.
—No deseo recibir a nadie —dijo Nicolau al oficial, ya libre del acoso de Genis—; os lo he dicho.
El inquisidor hizo un amago de cerrar la puerta, pero Jaume de Bellera se lo impidió.
—Soy un barón de Cataluña —dijo arrastrando las palabras—, y merezco el respeto acorde con mi condición.
Genis asintió a las palabras de su amigo y volvió a interponerse, espada en mano, en el camino del oficial, que intentaba acudir en ayuda del inquisidor.
Nicolau miró a los ojos del señor de Bellera. Podía pedir ayuda; el resto de la guardia no tardaría en acudir, pero aquellos ojos crispados… ¿Quién sabía qué podían hacer dos hombres acostumbrados a imponer su voluntad? Suspiró. Desde luego aquél no parecía el mejor día de su vida.
—Y bien, barón —cedió—, ¿qué queréis?
—Prometisteis condenar a Arnau Estanyol y, en cambio, lo habéis dejado escapar.
—No recuerdo haber prometido nada y en cuanto a que yo lo he dejado escapar… Ha sido vuestro rey, ese cuya nobleza reclamáis para vos, quien no ha acudido en socorro de la Iglesia. Pedidle a él las explicaciones.
Jaume de Bellera balbuceó unas palabras indescifrables y agitó las manos.
—Podéis condenarlo todavía —dijo al fin.
—Ha escapado —alegó Nicolau.
—¡Nosotros os lo traeremos! —gritó Genis Puig, amenazando aún al oficial pero con la atención puesta en ellos.
Nicolau volvió la mirada hacia el caballero. ¿Por qué tenía que darles explicaciones?
—Os proporcionamos pruebas suficientes de su pecado —intervino Jaume de Bellera—. La Inquisición no puede…
—¿Qué pruebas? —ladró Eimeric. Aquellos dos pedantes le estaban concediendo la oportunidad de salvar su honra. Si desvirtuaba esas pruebas…—. ¿Qué pruebas? —repitió—. ¿La denuncia de un endemoniado como vos, barón? —Jaume de Bellera trató de intervenir, pero Nicolau se lo impidió moviendo violentamente la mano—. He estado buscando esos documentos que dijisteis que el obispo entregó cuando nacisteis. —Los dos se enfrentaron con la mirada—. No los he encontrado ¿sabéis?
Genis Puig dejó caer la mano que sostenía la espada.
—Deben de estar en los archivos del obispado —se defendió Jaume de Bellera.
Nicolau se limitó a negar con la cabeza.
—¿Y vos, caballero? —gritó Nicolau dirigiéndose a Genis—. ¿Qué tenéis vos contra Arnau Estanyol? —El inquisidor reconoció en Genis el miedo de quien esconde la verdad; aquél era su trabajo—. ¿Sabéis que mentir a la Inquisición es un delito? —Genis buscó apoyo en Jaume de Bellera, pero el noble tenía la mirada perdida en algún punto del despacho del inquisidor. Estaba solo—. ¿Qué me decís, caballero? —Genis se movió buscando dónde esconder la mirada—. ¿Qué os hizo el cambista? —se ensañó Nicolau—. ¿Arruinaros quizá?
Genis respondió. Fue sólo un segundo, un segundo en el que miró de reojo al inquisidor. Era eso. ¿Qué podía hacerle un cambista a un caballero sino arruinarlo?
—A mí, no —contestó ingenuamente.
—¿A vos, no? ¿A vuestro padre entonces?
Genis bajó la vista.
—¡Habéis intentado utilizar al Santo Oficio mediante la mentira! ¡Habéis denunciado en falso para vuestra venganza personal!
Jaume de Bellera volvió a la realidad azuzado por los gritos del inquisidor.
—Quemó a su padre —insistió Genis en voz casi inaudible.
Nicolau golpeó el aire con la mano abierta. ¿Qué convenía hacer ahora? Detenerlos y someterlos ajuicio sólo supondría mantener vivo un asunto que era preferible enterrar cuanto antes.
—Compareceréis ante el notario y retiraréis vuestras denuncias; en caso contrario… ¿Entendido? —gritó ante la pasividad de ambos. Los dos asintieron—. La Inquisición no puede juzgar a un hombre basándose en falsas denuncias. Id —finalizó, acompañando su orden con un gesto dirigido al oficial.
—Juraste venganza por tu honor —le recordó Genis Puig a Jaume de Bellera cuando se volvían hacia la puerta.
Nicolau oyó la exigencia del caballero. También escuchó la contestación.
—Ningún señor de Navarcles ha incumplido nunca un juramento —afirmó Jaume de Bellera.
El inquisidor general entrecerró los ojos. Ya tenía bastante. Había dejado en libertad a un encausado. Acababa de ordenar a unos testigos que retirasen sus denuncias. Estaba manteniendo tratos comerciales con… ¿un pisano?, ¡ni siquiera sabía con quién! ¿Y si Jaume de Bellera cumplía su juramento antes de que él accediera a la fortuna que le quedaba a Arnau? ¿Mantendría el acuerdo el pisano? Aquel asunto debía silenciarse definitivamente.
—Pues en esta ocasión —bramó a las espaldas de los dos hombres—, el señor de Navarcles incumplirá su juramento.
Los dos se volvieron.
—¿Qué decís? —exclamó Jaume de Bellera.
—Que el Santo Oficio no puede permitir que dos… —hizo un gesto de desprecio con la mano— seglares pongan en entredicho la sentencia que se ha dictado. Ésa es la justicia divina. ¡No existe otra venganza! ¿Entendéis, Bellera? —El noble dudó—. Como cumpláis vuestro juramento os juzgaré por endemoniado. ¿Me habéis entendido ahora?
—Pero un juramento…
—En nombre de la Santa Inquisición os relevo de él. —Jaume de Bellera asintió—. Y vos —añadió dirigiéndose a Genis Puig—, os cuidaréis mucho de vengar aquello que la Inquisición ya ha juzgado. ¿Me he explicado?
Genis Puig asintió.
El laúd, una pequeña embarcación de diez metros de eslora arbolada con vela latina, había buscado refugio en una recóndita cala de las costas de Garraf, escondida del paso de otras embarcaciones y a la que sólo se podía acceder por mar.
Un chamizo precariamente construido por los pescadores con los desechos que el Mediterráneo arrojaba a la cala rompía la monotonía de las piedras y guijarros grises que peleaban con el sol por devolver la luz y el calor con que las acariciaba.
El piloto del laúd había recibido, junto con una buena bolsa de monedas, órdenes concretas de Guillen. «Lo dejarás allí con un marinero de confianza, con agua y comida suficiente, y después te dedicarás al cabotaje, pero elige puertos cercanos y regresa a Barcelona al menos cada dos días para recibir instrucciones mías; recibirás más dinero cuando termine todo», le había prometido para ganarse su lealtad. No hubiera sido necesario que lo hiciera: Arnau era querido por la gente de la mar, que lo consideraba un cónsul justo, pero el hombre aceptó aquellos buenos dineros. Sin embargo, no contaba con Mar y la muchacha se negó a compartir los cuidados de Arnau con un marinero.
—Yo me ocuparé de él —le aseguró una vez que desembarcaron en la cala y acomodaron a Arnau bajo el chamizo.
—Pero el pisano… —trató de intervenir el piloto.
—Dile al pisano que Mar está con él, y si pone algún inconveniente, vuelve con tu marinero.
Se expresó con una autoridad impropia en una mujer. El piloto la miró e intentó oponerse de nuevo.
—Ve —se limitó a ordenarle.
Cuando el laúd se perdió tras las rocas que protegían la cala, Mar respiró hondo y levantó el rostro al cielo. ¿Cuántas veces se había negado a sí misma aquella fantasía? ¿Cuántas veces, con el recuerdo de Arnau presente, trató de convencerse de que su destino era otro? Y ahora… Miró hacia el chamizo. Seguía durmiendo. Durante la travesía, Mar comprobó que no tuviera fiebre ni estuviera herido. Se sentó junto a la borda, con las piernas cruzadas, y apoyó la cabeza de Arnau en alto, sobre ellas.