Éste abrió los ojos en varias ocasiones, la miró y volvió a cerrarlos con una sonrisa en los labios. Ella, con sus dos manos, cogió una de las suyas y cada vez que Arnau la miraba, apretaba hasta que él, de nuevo, se entregaba complacido al sueño. Así una y otra vez, como si Arnau quisiera comprobar que su presencia era real. Y ahora… Mar volvió al chamizo y se sentó a los pies del hombre.
Estuvo dos días recorriendo Barcelona, recordando los lugares que habían formado parte de su vida durante tanto tiempo. Poco habían cambiado las cosas durante los cinco años que Guillem había estado en Pisa. Pese a la crisis, la ciudad era un hervidero. Barcelona continuaba abierta al mar, defendida tan sólo por las tasques en las que Arnau varó el ballenero cuando Pedro el Cruel amenazó con su flota las costas de la ciudad condal; mientras, seguía erigiéndose la muralla occidental que había ordenado levantar Pedro III. También continuaba la construcción de las atarazanas reales. Hasta que se terminaran, los barcos varaban y se reparaban o se construían en las viejas atarazanas, a pie de playa, frente a la torre de Regomir. Allí, Guillem se dejó llevar por el fuerte olor del alquitrán con el que los calafates, tras mezclarlo con estopa, impermeabilizaban las naves. Observó el trabajo de los carpinteros de ribera, de los remolares, de los herreros y de los sogueros. Tiempo atrás acompañaba a Arnau a inspeccionar el trabajo de estos últimos para comprobar que en las sogas destinadas a cabos o jarcias no se mezclara cáñamo viejo con el nuevo. Paseaban entre los barcos, solemnemente acompañados por los carpinteros de ribera. Después de comprobar las sogas, Arnau se dirigía, indefectiblemente, hacia los calafates. Despedía a cuantos lo acompañaban y junto a él, observado de lejos por los demás, hablaba en privado con ellos.
«Su labor es esencial; la ley impide que trabajen a destajo», le explicó a Guillem la primera vez. Por eso el cónsul hablaba con los calafates, para saber si alguno de ellos, movido por la necesidad, incumplía aquella norma destinada a garantizar la seguridad de los barcos.
Guillem observó cómo uno de ellos, de rodillas, repasaba minuciosamente la juntura que acababa de calafatear. La imagen le hizo cerrar los ojos. Apretó los labios y movió la cabeza. Habían luchado mucho el uno junto al otro, y ahora Arnau estaba recluido en una cala a la espera de que el inquisidor lo sentenciase a una condena menor. ¡Cristianos! Al menos tenía consigo a Mar…, su niña. Guillem no se extrañó cuando el piloto del laúd, tras dejar a Mar y Arnau, apareció en la alhóndiga y le explicó lo sucedido. ¡Aquélla era su niña!
—Suerte, preciosa —murmuró.
—¿Cómo decís?
—Nada, nada. Habéis hecho bien. Salid del puerto y volved dentro de un par de días.
El primer día no recibió noticia de Eimeric. El segundo volvió a adentrarse en Barcelona. No podía seguir esperando en la alhóndiga; dejó en ella a sus criados con la orden de que lo buscasen por toda la ciudad si alguien preguntaba por él.
Los barrios de los mercaderes seguían exactamente igual. Barcelona podía recorrerse con los ojos cerrados, con la única guía del característico olor de cada uno de ellos. La catedral, como Santa María o la iglesia del Pi, seguían en construcción, aunque el templo de la mar estaba mucho más avanzado que los otros dos.
Santa Clara estaba en obras y también Santa Anna. Guillem se paró ante cada una de las iglesias para observar el trabajo de carpinteros y albañiles. ¿Y la muralla del mar?, ¿y el puerto? Curiosos aquellos cristianos.
—Preguntan por vos en la alhóndiga —le dijo jadeando uno de los criados el tercer día.
«¿Ya has cedido, Nicolau?», se preguntó Guillem apresurándose hacia la alhóndiga.
Nicolau Eimeric firmó la sentencia en presencia de Guillem, en pie frente a la mesa. Después la selló y se la entregó en silencio.
Guillem cogió el documento y allí mismo empezó a leerlo.
—Al final, al final —lo urgió el inquisidor.
Había obligado al escribano a trabajar toda la noche y no iba a estar todo el día esperando a que aquel infiel la leyera.
Guillem miró a Nicolau por encima del documento y continuó leyendo los razonamientos del inquisidor. O sea que Jaume de Bellera y Genis Puig habían retirado su denuncia; ¿cómo lo habría conseguido Nicolau? El testimonio de Margarida Puig era cuestionado por Nicolau tras tener conocimiento el tribunal de que su familia había sido arruinada debido a los negocios mantenidos con Arnau; y la de Elionor…, ¡no había acreditado la entrega y sumisión obligada de toda mujer a su esposo!
Además, Elionor sostenía que el denunciado había abrazado públicamente a una judía con quien le suponía relaciones carnales, y citaba como testigos de dicho acto público al propio Nicolau y al obispo Berenguer d'Erill. Guillem volvió a observar a Nicolau por encima de la sentencia; el inquisidor sostuvo su mirada. «No es cierto —decía Nicolau— que el denunciado abrazara a ninguna judía en el momento referido por doña Elionor. Ni él ni Berenguer d'Erill, quien también firmaba la sentencia —Guillem pasó entonces a la última página para comprobar la firma y el sello del obispo—, podían corroborar tal denuncia. El humo, el fuego, el bullicio, la pasión, cualquiera de esas circunstancias —continuaba diciendo Nicolau—, puede haber propiciado que una mujer, débil por naturaleza, haya creído presenciar tal situación. Siendo, pues, notoriamente falsa la acusación vertida por doña Elionor en cuanto a la relación de Arnau con una judía, poca credibilidad podía otorgársele al resto de su denuncia».
Guillem sonrió.
Los únicos hechos que ciertamente podían considerarse punibles eran los denunciados por los sacerdotes de Santa María de la Mar. Las palabras blasfemas habían sido reconocidas por el reo, si bien se había arrepentido de ellas ante el tribunal, objetivo último de todo proceso inquisitorial. Por ello se condenaba a Arnau Estanyol a una multa consistente en la requisa de todos sus bienes, así como a cumplir penitencia durante todos los domingos de un año, frente a Santa María de la Mar, cubierto con el sambenito propio de los condenados.
Guillem terminó de leer los formalismos legales y se fijó en las firmas y sellos del inquisidor y el obispo. ¡Lo había conseguido!
Enrolló el documento y buscó en el interior de sus ropas la carta de pago firmada por Abraham Leví para entregársela a Nicolau. Guillem presenció en silencio cómo éste leía el documento que significaba la ruina de Arnau, pero también su libertad y su vida; de todas formas, tampoco hubiera sabido explicarle nunca de dónde provenía ese dinero y por qué aquella carta de pago había estado escondida durante tantos años.
Arnau durmió lo que restaba de día. Al anochecer, Mar encendió una pequeña hoguera con la hojarasca y los leños que los pescadores habían acumulado en el chamizo. El mar estaba en calma. La mujer alzó la mirada al cielo estrellado. Después lo hizo hacia el despeñadero que rodeaba la cala; la luna jugaba con las aristas de las rocas iluminándolas caprichosamente aquí y allá.
Respiró el silencio y saboreó la calma. El mundo no existía. Barcelona no existía, la Inquisición tampoco, ni siquiera Elionor o Joan: sólo ella… y Arnau.
A medianoche oyó ruidos en el interior del chamizo. Se levantó para dirigirse hacia él cuando Arnau salió a la luz de la luna. Ambos se quedaron quietos, a unos pasos de distancia.
Mar estaba entre Arnau y el fuego de la hoguera. El resplandor de las llamas definía su silueta y escondía en sombras sus rasgos. «¿Acaso estoy ya en el cielo?», pensó Arnau. A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, las facciones que habían perseguido sus sueños fueron cobrando forma; primero fueron sus ojos, brillantes, ¿cuántas noches había llorado por ellos?; después su nariz, sus pómulos, su mentón… y su boca, aquellos labios… La figura abrió los brazos hacia él y el resplandor de las llamas se coló por sus costados, acariciando un cuerpo delineado a través de unas vestiduras etéreas, cómplices de luz y oscuridad. Lo llamaba.
Arnau acudió a la llamada. ¿Qué sucedía? ¿Dónde estaba? ¿De verdad se trataba de Mar? Encontró la respuesta al coger sus manos, en la sonrisa que se abría a él, en el cálido beso que recibió en los labios.
Después, Mar se abrazó a Arnau con fuerza y el mundo volvió a la realidad. «Abrázame», oyó que le pedía. Arnau rodeó la espalda de la muchacha y apretó su cuerpo contra el de la joven. La oyó llorar. Sintió los espasmos de su pecho contra el suyo y le acarició la cabeza meciéndola con suavidad. ¿Cuántos años habían tenido que transcurrir para disfrutar de aquel momento? ¿Cuántos errores había llegado a cometer?
Arnau separó la cabeza de Mar de su hombro y la obligó a mirarlo a los ojos.
—Lo siento —empezó a decirle—, siento haberte entregado…
—Calla —lo interrumpió ella—. No existe el pasado. No hay nada que perdonar. Empecemos a vivir desde hoy. Mira —le dijo separándose y cogiéndole de una mano—, el mar. El mar no sabe nada del pasado. Ahí está. Nunca nos pedirá explicaciones. Las estrellas, la luna, ahí están y siguen iluminándonos, brillan para nosotros. ¿Qué les importa a ellas lo que haya podido suceder? Nos acompañan y son felices por ello; ¿las ves brillar? Titilan en el cielo; ¿lo harían si les importara? ¿Acaso no se levantaría una tempestad si Dios quisiera castigarnos? Estamos solos, tú y yo, sin pasado, sin recuerdos, sin culpas, sin nada que pueda interponerse en nuestro… amor.
Arnau mantuvo la vista en el cielo, después lo hizo en el mar, en las pequeñas olas que arribaban suavemente hasta la cala sin ni siquiera llegar a romper. Miró la pared de roca que los protegía y se balanceó en el silencio.
Se volvió hacia Mar sin soltar su mano. Tenía algo que contarle, algo doloroso, algo que había jurado ante la Virgen tras la muerte de su primera esposa y a lo que no podía renunciar. Mirándola a los ojos, en un susurro, se lo explicó. Cuando terminó el relato, Mar suspiró.
—Sólo sé que no pienso volver a abandonarte, Arnau. Quiero estar contigo, cerca de ti… En las condiciones que tú propongas.
Al amanecer del quinto día llegó un laúd, del que sólo desembarcó Guillem. Los tres se encontraron en la orilla. Mar se separó de los dos hombres para permitir que se fundieran en un abrazo.
—¡Dios! —sollozó Arnau.
—¿Qué Dios? —preguntó Guillem con un nudo en la garganta, apartando a Arnau y mostrando en una sonrisa su blanca dentadura.
—El de todos —contestó Arnau sumándose a su alegría.
—Ven aquí, mi niña —dijo Guillem abriendo un brazo.
Mar se acercó a los dos y los abrazó por la cintura.
—Ya no soy tu niña —le dijo ella con una picara sonrisa.
—Siempre lo serás —corrigió Guillem.
—Siempre lo serás —confirmó Arnau.
De tal guisa, los tres abrazados, fueron a sentarse alrededor de los restos de la hoguera de la noche anterior.
—Eres libre, Arnau —le comunicó Guillem nada más acomodarse en el suelo; le tendió la sentencia.
—Dime qué dice —le pidió Arnau negándose a cogerla—. Nunca he leído un documento que viniera de ti.
—Dice que se requisan tus bienes… —Guillem miró a Arnau, pero no observó reacción alguna—. Y que se te condena a pena de sambenito durante todos los domingos de un año ante las puertas de Santa María. Por lo demás, la Inquisición te deja en libertad.
Arnau se imaginó descalzo, vestido con una túnica de penitente hasta los pies con dos cruces pintadas, antes las puertas de su iglesia.
—Debí suponer que lo conseguirías cuando te vi en el tribunal, pero no estaba en condiciones…
—Arnau —lo interrumpió Guillem—, ¿has oído lo que he dicho? La Inquisición requisa todos tus bienes.
Arnau guardó silencio durante unos instantes.
—Estaba muerto, Guillem —contestó—; Eimeric iba a por mí. Y por otra parte, habría dado todo lo que tengo…, tenía —se corrigió cogiendo a Mar de la mano— por estos últimos días.
—Guillem desvió la mirada hacia Mar y se encontró con una amplia sonrisa y unos ojos brillantes. Su niña; sonrió a su vez.
—He estado pensando…
—¡Traidor! —le reprochó Mar con un mohín simpático.
Arnau palmeó la mano de la muchacha.
—Por lo que recuerdo, debió de costar mucho dinero que el rey no se enfrentara a la host.
Guillem asintió.
—Gracias —dijo Arnau.
Los dos hombres se miraron.
—Bien —añadió Arnau decidiendo romper el hechizo—, ¿y a ti? ¿Cómo te ha ido durante estos años?
Con el sol ya en lo alto, los tres se dirigieron hacia el laúd tras hacer señales al marinero para que se acercase a la cala. Arnau y Guillem embarcaron.
—Sólo un momento —les pidió Mar.
La muchacha se volvió hacia la cala y miró el chamizo. ¿Qué le esperaba ahora? La pena de sambenito, Elionor…
Mar bajó la mirada.
—No te preocupes por ella —la consoló Arnau acariciándole el cabello—; sin dinero no nos molestará. El palacio de la calle de Monteada forma parte de mi patrimonio, por lo que ahora pertenece a la Inquisición. Sólo le queda Montbui. Tendrá que marcharse allí.
—El castillo —murmuró Mar—. ¿Se lo quedará la Inquisición?
—No. El castillo y las tierras nos fueron entregadas en dote por el rey. La Inquisición no puede requisarlas como patrimonio mío.
—Lo siento por los payeses —murmuró Mar recordando el día en que Arnau derogó los malos usos.
Nadie habló de Mataró, de la masía de Felip de Ponts.
—Saldremos adelante… —empezó a decir Arnau.
—¿De qué hablas? —lo interrumpió Guillem—. Tendréis todo el dinero que necesitéis. Si quisierais, podríamos volver a comprar el palacio de la calle Monteada.
—Ese es tu dinero —negó Arnau.
—Ése es nuestro dinero. Mirad —les dijo a ambos—, no tengo a nadie aparte de vosotros. ¿Qué voy a hacer yo con el dinero que he conseguido gracias a tu generosidad? Es vuestro.
—No, no —insistió Arnau.
—Vosotros sois mi familia. Mi niña… y el hombre que me dio la libertad y riqueza. ¿Significa eso que no me queréis en vuestra familia?
Mar alargó el brazo para tocar a Guillem. Arnau balbuceó:
—No… No quería decir eso… Por supuesto…
—Pues el dinero va conmigo —volvió a interrumpirlo Guillem—. ¿O quieres que se lo ceda a la Inquisición?
La pregunta robó una sonrisa a Arnau.
—Y tengo grandes proyectos —añadió Guillem.
Mar continuó mirando hacia la cala. Una lágrima cayó por su mejilla. No se movió. Llegó hasta sus labios y se perdió en la comisura. Volvían a Barcelona. A cumplir una condena injusta, con la Inquisición, con Joan, el hermano que lo había traicionado… Y con una esposa a la que despreciaba y de la que no podía liberarse.