—¿Qué hace aquí este infiel? —gritó—. ¿Es preciso semejante escarnio?
El oficial no supo qué responder; Guillem había entrado con los consejeros y no advirtió su presencia, pendiente como estaba de las órdenes del inquisidor. Por su parte, Guillem estuvo a punto de negar su condición de infiel y proclamar su bautismo, pero no llegó a hacerlo: pese a los esfuerzos del inquisidor general por conseguirlo, el Santo Oficio no tenía jurisdicción sobre judíos y moros. Nicolau no podía detenerlo.
—Me llamo Sahat de Pisa —dijo Guillem alzando la voz—, y desearía hablar con vos.
—No tengo nada que hablar con un infiel. Expulsad a este…
—Creo que os interesa lo que tengo que deciros.
—Poco me importa lo que puedas creer.
Nicolau hizo un gesto al oficial, quien desenvainó la espada.
—Quizá os importe saber que Arnau Estanyol está abatut —insistió Guillem empezando a retroceder ante la amenaza del oficial—. No podréis disponer de un solo sueldo de su fortuna.
Nicolau suspiró y miró al techo de la sala. Sin necesidad de órdenes expresas, el oficial dejó de amenazar a Guillem.
—Explícate, infiel —lo instó el inquisidor.
—Tenéis los libros de Arnau Estanyol; revisadlos.
—¿Crees que no lo hemos hecho?
—Sabed que las deudas del rey han sido condonadas.
El propio Guillem firmó la carta de pago y se la entregó a Francesc de Perellós. Arnau nunca llegó a revocar sus poderes, como el moro comprobó en los libros del magistrado municipal de cambios.
Nicolau no movió un solo músculo. Todos en la sala coincidieron en el mismo pensamiento: aquélla era la razón por la que el veguer no había intervenido.
Transcurrieron unos instantes, durante los cuales Guillem y Nicolau se sostuvieron la mirada. Guillem sabía lo que en aquellos precisos momentos rondaba la cabeza del inquisidor: «¿Qué le dirás a tu papa? ¿Cómo le pagarás la cantidad que le has prometido? Ya has mandado la carta; no hay posibilidad alguna de que no sea entregada al Papa. ¿Qué le dirás? Necesitas su apoyo frente a un rey al que no has hecho más que enfrentarte».
—¿Y qué tienes tú que ver con todo esto? —preguntó al fin Nicolau.
—Puedo explicároslo…, en privado —exigió Guillem ante el gesto que le había hecho Nicolau.
—¡La ciudad se levanta contra la Inquisición y ahora un simple infiel me exige una audiencia privada! —se lamentó a gritos Nicolau—. ¿Qué os habéis creído?
«¿Qué le dirás a tu papa? —le preguntó Guillem con la mirada—. ¿Acaso te interesa que toda Barcelona conozca tus manejos?».
—Registradlo —ordenó el inquisidor al oficial—, comprobad que no lleve armas y acompañadlo a la antesala de mi escritorio. Esperad allí hasta que yo llegue.
Vigilado por el oficial y dos soldados, Guillem permaneció en pie en la antesala del inquisidor. Nunca se había atrevido a contarle a Arnau el origen de su fortuna: la importación de esclavos. Condonadas las deudas del rey, si la Inquisición requisaba la fortuna de Arnau también requisaba sus deudas y sólo él, Guillem, sabía que los apuntes a favor de Abraham Leví eran falsos; si él no mostraba la carta de pago que en su día firmó el judío, el patrimonio de Arnau era inexistente.
Tan pronto como pisó la plaza Nova, Francesca se apartó de la puerta y se pegó de espaldas a la pared del palacio. Desde allí vio cómo la gente se abalanzaba sobre Arnau y cómo los consejeros intentaban infructuosamente que el cordón que habían formado a su alrededor no se rompiese. «¡Mira a tu hijo!». Las palabras de Nicolau acallaron los gritos de la host. «¿No querías que lo mirase, inquisidor? Ahí está, y te ha vencido». Francesca se irguió contra la pared cuando vio que Arnau se desmayaba, pero pronto la gente hizo que desapareciera de su vista y todo se redujo a un mar de cabezas, armas, pendones y, en medio, la pequeña Virgen violentamente zarandeada.
Poco a poco, sin dejar de gritar y exhibir sus armas, la host fue introduciéndose en la calle del Bisbe. Francesca no se movió de donde estaba. Necesitaba el apoyo de la pared; las piernas ya no la aguantaban. Cuando la plaza empezó a vaciarse, las dos se vieron. Aledis no había querido seguir a Mar y Joan: era imposible que Francesca se hallase entre los consejeros. Una anciana como ella… ¡Allí estaba! Se le hizo un nudo en la garganta al ver a Francesca aferrada al único apoyo que había logrado encontrar, pequeña, encogida, indefensa…
Empezó a correr hacia ella en el mismo instante en que los soldados de la Inquisición, lejanos ya los gritos de la host, se atrevían a asomarse a la puerta del palacio. Francesca se había quedado a un paso del umbral.
—¡Bruja! —le escupió el primer soldado. Aledis se paró en seco a escasa distancia de Francesca y los soldados.
—Dejadla —gritó Aledis. Varios soldados se encontraban ya en el exterior del palacio—. Dejadla o les llamaré —los amenazó, señalando las últimas espaldas que giraban por la calle del Bisbe.
Algunos soldados miraron hacia allí; sin embargo, otro desenvainó la espada.
—El inquisidor aprobará la muerte de una bruja —dijo.
Francesca ni siquiera miró a los soldados. Sus ojos seguían fijos en la mujer que había corrido hacia ella. ¿Cuántos años habían pasado juntas?, ¿cuántos sufrimientos?
—¡Dejadla, perros! —gritó Aledis dando unos pasos atrás y señalando a la host; quería correr hacia ellos pero el soldado ya había levantado el arma sobre Francesca. La hoja de la espada parecía más grande que ella—. Dejadla —gimió.
Francesca vio cómo Aledis se llevaba las manos al rostro y caía de rodillas. La había recogido en Figueras y desde entonces… ¿Moriría sin abrazarla?
El soldado había tensado ya todos los músculos cuando los ojos de Francesca lo atravesaron.
—Las brujas no mueren bajo la espada —lo advirtió con voz serena. El arma tembló en manos del soldado. ¿Qué decía aquella mujer?—. Sólo el fuego purifica la muerte de una bruja. —¿Era cierto aquello? El soldado buscó el apoyo de sus compañeros, pero éstos empezaron a retroceder—. Si me matas con la espada, te perseguiré de por vida, ¡a todos! —Nadie hubiera podido imaginar que de aquel cuerpo brotase el grito que acababan de oír. Aledis levantó la mirada—. Os perseguiré a vosotros —susurró Francesca—, a vuestras esposas e hijos y a los hijos de vuestros hijos, y a sus esposas. ¡Yo os maldigo! —Por primera vez desde que había abandonado el palacio, Francesca prescindió del apoyo de las piedras. Los demás soldados ya habían vuelto al interior; sólo quedaba el de la espada en alto—. Yo te maldigo —le dijo señalándolo—; mátame y tu cadáver no encontrará reposo. Me convertiré en mil gusanos y devoraré tus órganos. Haré míos tus ojos para la eternidad.
Mientras Francesca seguía amenazando al soldado, Aledis se levantó y se acercó a ella. Rodeó su hombro y empezó a andar.
—Tus hijos sufrirán la lepra… —Las dos pasaron bajo la espada del soldado—. Tu esposa se convertirá en la meretriz del diablo…
No volvieron la mirada. El soldado permaneció un rato con la espada en alto, luego la bajó y se volvió hacia las dos figuras que cruzaban lentamente la plaza.
—Vámonos de aquí, hija mía —le dijo Francesca en cuanto tomaron la calle del Bisbe, ya desierta.
Aledis tembló.
—Tengo que pasar por el hostal…
—No, no. Vámonos. Ahora. Sin perder un instante.
—¿Y Teresa y Eulália…?
—Ya les mandaremos recado —contestó Francesca apretando contra sí a la muchacha de Figueras.
Al llegar a la plaza de Sant Jaume, bordearon la judería en dirección a la puerta de la Boquería, la más cercana. Caminaban abrazadas, en silencio.
—¿Y Arnau? —preguntó Aledis. Francesca no contestó.
La primera parte había salido como la había planeado. En aquellos momentos, Arnau debía de estar con los bastaixos, en el pequeño barco de cabotaje que había fletado Guillem. El pacto con el infante don Juan había sido preciso; Guillem recordó sus palabras: «A lo único que se compromete el lugarteniente —le había dicho Francesc de Perellós tras escucharlo— es a no enfrentarse a la host de Barcelona; en ningún caso desafiará a la Inquisición, intentará forzarla a que haga algo o pondrá en duda sus resoluciones. Si tu plan prospera y Estanyol es liberado, el infante no lo defenderá si la Inquisición vuelve a detenerlo o lo condena; ¿está claro?». Guillem asintió y le entregó la carta de pago de los préstamos baratos concedidos al rey. Ahora quedaba la segunda parte: convencer a Nicolau de que Arnau estaba arruinado y de que poco iba a conseguir persiguiéndolo o condenándolo. Podrían haber huido todos a Pisa y dejar los bienes de Arnau en poder de la Inquisición; de hecho ya los tenía, y la condena de Arnau, aun sin su presencia, conllevaría su requisa. Por eso Guillem intentaba engañar a Eimeric; no tenía nada que perder y sí mucho que ganar: la tranquilidad de Arnau; que la Inquisición no lo persiguiera de por vida.
Nicolau lo hizo esperar varias horas, al cabo de las cuales apareció acompañado de un pequeño judío vestido con la obligada levita negra, en la que destacaba una rodela amarilla. El judío llevaba varios libros bajo el brazo y seguía al inquisidor con pasos cortos y rápidos. Evitó mirar a Guillem cuando Nicolau les ordenó a ambos, con un gesto, que entrasen en el despacho.
No los invitó a sentarse. Él sí lo hizo, tras su mesa.
—Si es cierto lo que dices —empezó a hablar dirigiéndose a Guillem—, Estanyol está abatut.
—Vos sabéis que es cierto —dijo Guillem—; el rey no adeuda cantidad alguna a Arnau Estanyol.
—En ese caso, podría hacer llamar al magistrado municipal de cambios —dijo el inquisidor—. Sería irónico que la misma ciudad que lo ha liberado del Santo Oficio lo ejecutase por abatut.
«Eso nunca sucederá —estuvo tentado de contestarle Guillem—; yo tengo la libertad de Arnau; simplemente con presentar la carta de pago de Abraham Leví…». No. Nicolau no lo había recibido para amenazarle con denunciar a Arnau al magistrado municipal. Quería su dinero, el que le había prometido a su papa, el mismo del que aquel judío, con seguridad el amigo de Jucef, le había dicho que podía disponer.
Guillem calló.
—Podría hacerlo —insistió Nicolau.
Guillem abrió las manos y el inquisidor lo escrutó.
—¿Quién eres? —le preguntó al fin.
—Me llamo…
—Ya, ya —lo interrumpió Eimeric con la mano—; te llamas Sahat de Pisa. Lo que quisiera saber es qué hace un pisano en Barcelona, defendiendo a un hereje.
—Arnau Estanyol tiene muchos amigos, incluso en Pisa.
—¡Infieles y herejes! —gritó Nicolau.
Guillem volvió a abrir las manos. ¿Cuánto tardaría en sucumbir al dinero? Nicolau pareció entenderlo. Guardó silencio unos instantes.
—¿Qué tienen que proponer esos amigos de Arnau Estanyol a la Inquisición? —cedió al fin.
—En esos libros —dijo Guillem señalando al pequeño judío, que no había separado la mirada de la mesa de Nicolau— constan apuntes a favor de un acreedor de Arnau Estanyol, una fortuna.
Por primera vez, el inquisidor se dirigió al judío.
—¿Es cierto?
—Sí —contestó el judío—. Desde el inicio de la actividad hay apuntes a favor de Abraham Leví…
—¡Otro hereje! —lo interrumpió Nicolau.
Los tres guardaron silencio.
—Continúa —ordenó el inquisidor.
—Esos apuntes se han multiplicado a lo largo de los años. A fecha de hoy podrían ser más de quince mil libras.
Un destello brilló en los ojos entrecerrados del inquisidor. Ni Guillem ni el judío dejaron de advertirlo.
—¿Y bien? —preguntó dirigiéndose a Guillem.
—Los amigos de Arnau Estanyol podrían conseguir que el judío renunciase a su crédito.
Nicolau se arrellanó en la silla de madera.
—Vuestro amigo —dijo— está en libertad. El dinero no se regala. ¿Por qué iba alguien, por más amigo que sea, a ceder quince mil libras?
—Arnau Estanyol solamente ha sido liberado por la host.
Guillem recalcó el solamente; Arnau podía seguir considerándose sometido al Santo Oficio. Había llegado el momento. Lo había estado sopesando durante las horas de espera en la antesala, mientras miraba las espadas de los oficiales de la Inquisición. No debía menospreciar la inteligencia de Nicolau. La Inquisición no tenía jurisdicción sobre un moro… salvo que Nicolau demostrase que la había atacado directamente. Nunca podía proponer un pacto a un inquisidor. Debía de ser Eimeric quien lo ofreciera. Un infiel no podía intentar comprar al Santo Oficio.
Nicolau lo instó con la mirada a continuar. «No me pillarás», pensó Guillem.
—Quizá tengáis razón —dijo—. Lo cierto es que no hay una razón lógica, una vez liberado Arnau, para que alguien aporte tal cantidad de dinero. —Los ojos del inquisidor se convirtieron en estrechas rendijas—. No comprendo por qué me han mandado aquí; me dijeron que vos entenderíais, pero comparto vuestra acertada opinión. Siento haberos hecho perder el tiempo.
Guillem esperó a que Nicolau se decidiese. Cuando el inquisidor se irguió en la silla y abrió los ojos, Guillem supo que había ganado.
—Idos —le ordenó al judío.
Tan pronto como el hombrecillo cerró la puerta, Nicolau continuó, pero siguió sin ofrecerle asiento.
—Vuestro amigo está libre, es cierto, pero el proceso en su contra no ha finalizado. Tengo su confesión. Aun libre, puedo sentenciarlo como hereje relapso. La Inquisición —continuó como si hablase para sí— no puede ejecutar las sentencias de muerte; tiene que ser el brazo secular, el rey. Vuestros amigos —añadió dirigiéndose a Guillem— deben saber que la voluntad del rey es voluble. Quizá algún día…
—Estoy seguro de que tanto vos como su majestad harán lo que deban hacer —contestó Guillem.
—El rey tiene muy claro lo que debe hacer: luchar contra el infiel y llevar la cristiandad a todos los rincones del reino, pero la Iglesia…; a menudo es difícil saber cuál es la mejor opción para los intereses de un pueblo sin fronteras. Vuestro amigo, Arnau Estanyol, ha confesado su culpa y esa confesión no puede quedar sin castigo.
Nicolau se detuvo y volvió a escrutar a Guillem. «Debes ser tú», insistió éste con la mirada.
—Con todo —continuó el inquisidor ante el silencio de su interlocutor—, la Iglesia y la Inquisición deben ser benevolentes si con esa actitud logran proveer otras necesidades que, a la postre, reviertan en el bien común. Tus amigos, esos que te han mandado, ¿aceptarían una condena menor?