—Ésta es la iglesia del pueblo, hijo. Muchos hombres han dado su vida por ella y su nombre no está en lugar alguno.
Entonces los recuerdos de Arnau viajaban hasta el muchacho que cargaba piedras desde la cantera real hasta Santa María.
—Tu padre —intervino en aquella ocasión Mar— ha grabado con su sangre muchas de estas piedras. No hay mejor homenaje que ése.
Bernat se volvió hacia su padre con los ojos abiertos de par en par.
—Como tantos otros, hijo —le dijo éste—, como tantos otros.
Agosto en el Mediterráneo, agosto en Barcelona. El sol brillaba con una magnificencia difícil de encontrar en ningún otro lugar del orbe; porque antes de colarse a través de las vidrieras de Santa María para juguetear con el color y la piedra, el mar devolvía al sol el reflejo de su propia luz y los rayos llegaban a la ciudad embebidos de una suerte de esplendor inigualable. En el interior del templo, el reflejo colorido de los rayos solares al pasar por las vidrieras se confundía con el titilar de miles de cirios encendidos y repartidos entre el altar mayor y las capillas laterales de Santa María. El olor a incienso impregnaba el ambiente y la música del órgano resonaba en una construcción acústicamente perfecta.
Arnau, Mar y Bernat se dirigieron hacia el altar mayor. Bajo el magnífico ábside y rodeada por ocho esbeltas columnas, delante de un retablo, descansaba la pequeña figura de la Virgen de la Mar. Tras el altar, adornado con preciosas telas francesas que el rey Pedro había prestado para la ocasión no sin antes advertir mediante una carta desde Vilafranca del Penedés que le fueran devueltas inmediatamente después de la celebración, el obispo Pere de Planella se preparaba para oficiar la misa de consagración del templo. La gente abarrotaba Santa María y los tres tuvieron que detenerse. Algunos de los presentes reconocieron a Arnau y le abrieron paso hasta el altar mayor, pero Arnau se lo agradeció y siguió allí, en pie, entre ellos: su gente y su familia. Sólo le faltaba Guillem… y Joan. Arnau prefería recordarlo como el niño con quien descubrió el mundo, más que como al amargado monje que se sacrificó entre llamas.
El obispo Pere de Planella inició el oficio.
Arnau notó que le asaltaba la ansiedad. Guillem, Joan, María, su padre… y la anciana. ¿Por qué siempre que pensaba en los que faltaban, terminaba recordando a aquella anciana? Le había pedido a Guillem que la buscara, a ella y a Aledis.
—Han desaparecido —le dijo un día el moro.
—Dijeron que era mi madre —recordó Arnau en voz alta—. Insiste.
—No las he podido encontrar —le volvió a decir al cabo de un tiempo Guillem.
—Pero…
—Olvídalas —le aconsejó su amigo no sin cierta autoridad en su tono de voz.
Pere de Planella continuaba con la celebración.
Arnau tenía sesenta y tres años, estaba cansado, y buscó apoyo en su hijo.
Bernat apretó con cariño el brazo de su padre y éste lo obligó a acercar el oído a sus labios a la vez que señalaba hacia el altar mayor.
—¿La ves sonreír, hijo? —le preguntó.
En el desarrollo de esta novela he pretendido seguir la Crónica de Pedro III con las necesarias adaptaciones que requería una obra de ficción como la propuesta. La elección de Navarcles como enclave del castillo y tierras del señor del mismo nombre ha sido totalmente ficticia, no así las baronías de Granollers, Sant Vicenç dels Horts y Caldes de Montbui que el rey Pedro concede a Arnau en dote por su matrimonio con su pupila Elionor —creación esta última del autor—. Las baronías en cuestión fueron cedidas en 1380 por el infante Martín, hijo de Pedro el Ceremonioso, a Guillem Ramón de Monteada, de la rama siciliana de los Monteada, por sus buenos oficios en pro del matrimonio entre la reina María y uno de los hijos de Martín, quien después reinaría bajo el sobrenombre de «El Humano». Esos dominios, no obstante, duraron menos en poder de Guillem Ramón de Monteada de lo que le duran al protagonista de la novela. Nada más recibirlos, el señor de Monteada los vendió al conde de Urgell para, con el dinero obtenido, armar una flota y dedicarse a la piratería.
El derecho a yacer la primera noche con la novia era efectivamente uno de los que concedían los Usatges a los señores sobre sus siervos. La existencia de los malos usos en la Cataluña vieja, que no en la nueva, llevó a los siervos de la tierra a rebelarse contra sus señores, con continuos conflictos hasta que no se derogaran por completo por la sentencia arbitral de Guadalupe de 1486, eso sí, mediante el pago de una importante indemnización a los señores desposeídos de sus derechos.
La sentencia real contra la madre de Joan, por la que se le obligaba a vivir en una habitación hasta su muerte a pan y agua, fue efectivamente dictada en 1330 por Alfonso III contra una mujer llamada Eulália, consorte de Juan Dosca.
El autor no comparte las consideraciones que a lo largo de la novela se efectúan sobre las mujeres o los payeses; todas ellas, o la gran mayoría, están textualmente copiadas del libro escrito por el monje Francesc Eiximenis, aproximadamente en el año 1381, «Lo crestiá».
En la Cataluña medieval, a diferencia de lo que ocurría en el resto de España, sometida a la tradición legal goda plasmada en el Fuero Juzgo que lo prohibía, los estupradores sí podían casarse con la estuprada, aun cuando hubiere existido violencia en el secuestro, por aplicación del usatge Si quis virginem, tal como sucede con el matrimonio de Mar y el señor de Ponts.
La obligación del estuprador era la de dotar a la mujer a fin de que pudiera encontrar marido, o bien contraer matrimonio con ella. Si la mujer estaba casada, se aplicaban las penas por adulterio.
No se sabe con certeza si el episodio en que el rey Jaime de Mallorca trata de secuestrar a su cuñado, Pedro III, y que fracasa porque un monje familiar del último se lo advierte tras escuchar el complot en confesión —en la novela ayudado por Joan—, sucedió en realidad o fue una invención de Pedro III para excusar el proceso abierto contra el rey de Mallorca y que finalizaría con la requisa de sus reinos. Lo que sí parece cierto fue la exigencia del rey Jaime de construir un puente cubierto desde sus galeras, fondeadas en el puerto de Barcelona, hasta el convento de Framenors, hecho que quizá exacerbase la imaginación del rey Pedro acerca del complot relatado en sus Crónicas.
El intento de invasión de Barcelona por parte de Pedro el Cruel, rey de Castilla, aparece minuciosamente detallado en la Crónica de Pedro III. Efectivamente el puerto de la ciudad condal, tras el avance de la tierra y la inhabilitación de los puertos anteriores, se hallaba indefenso ante los fenómenos naturales y ante los ataques enemigos; no fue hasta 1340 en que, bajo el reinado de Alfonso el Magnánimo, se inició la construcción de un nuevo puerto acorde con las necesidades de Barcelona.
Con todo, la batalla se produjo tal y como la relata Pedro III y la armada castellana no pudo acceder a la ciudad porque una nave —un ballenero, según Capmany— se atravesó en las tasques (bajíos) de acceso a la playa impidiendo el avance del rey de Castilla. Es en esta batalla donde se puede encontrar una de las primeras referencias al uso de la artillería —una brigola montada en la proa de la galera real— en las batallas navales. Poco después, lo que no había sido más que un medio de transporte de tropas, pasó a convertirse en grandes y pesadas naves armadas con cañones, lo que varió completamente el concepto de la batalla naval. En su Crónica, el rey Pedro III se recrea en la burla y el escarnio al que la host catalana, desde la playa o las numerosas barcas que salieron en defensa de la capital, sometió a las tropas de Pedro el Cruel y la considera, junto a la efectividad del uso de la brigola, una de las razones por las que el rey de Castilla cejó en su empeño de invadir Barcelona.
En la revuelta de la plaza del Blat del llamado primer mal año, en la que los barceloneses reclamaron el trigo, efectivamente se sometió a juicio sumarísimo a los promotores de la misma, a quienes se ejecutó en la horca, ejecución que por razones arguméntales se ha situado en la misma plaza del Blat. Lo cierto es que las autoridades municipales confiaron en que el simple juramento pudiera vencer al hambre del pueblo.
Quien sí fue ejecutado en el año 1360, por decapitación en este caso y frente a su mesa de cambio, como establecía la ley, cerca de la actual plaza Palacio, fue el cambista F. Castelló, declarado abatut, o en quiebra.
También en el año 1367, a raíz de la acusación de profanación de una hostia y tras haber sido encerrados en la sinagoga sin agua ni comida, tres judíos fueron ejecutados por orden del infante don Juan, lugarteniente del rey Pedro.
Durante la Pascua cristiana los judíos tenían terminantemente prohibido salir de sus casas; es más, a lo largo de aquellos días debían tener permanentemente cerradas las puertas y ventanas de sus hogares para que ni siquiera pudieran ver o interferir en las numerosas procesiones de los cristianos. Pero aun así la Pascua encendía, todavía más si cabe, los resquemores de los fanáticos y las acusaciones de celebraciones de rituales heréticos aumentaban durante unas fechas que los judíos temían con razón.
Dos eran las principales acusaciones que se efectuaban contra la comunidad judía relacionadas con la Pascua cristiana: el asesinato ritual de cristianos, esencialmente niños, para crucificarlos, torturarlos, beber su sangre o comer su corazón, y la profanación de la hostia, ambos, según el pueblo, destinados a revivir el dolor y el sufrimiento de la pasión del Cristo de los católicos.
La primera acusación conocida de crucifixión de un niño cristiano se produjo en la Alemania del Sacro Imperio, en Würzburg, en el año 1147, si bien y como siempre había sucedido con los judíos, el morboso delirio del pueblo pronto logró que tales sucesos se trasladasen a toda Europa. Tan sólo un año después, en 1148, se acusó a los judíos ingleses de Norwich de crucificar a otro niño cristiano. A partir de ahí las acusaciones de asesinatos rituales, principalmente durante la Pascua y mediante la crucifixión, se generalizaron: Gloucester, 1168; Fulda, 1235; Lincoln, 1255; Munich, 1286… Hasta tal punto llegaba el odio a los judíos y la credibilidad de la gente, que en el siglo XV un franciscano italiano, Bernardino da Feltre, anunció con antelación la crucifixión de un niño, primero en Trento, donde ciertamente se cumplió la profecía y el pequeño Simón apareció muerto en la cruz. La Iglesia beatificó a Simón pero el fraile siguió «anunciando» crucifixiones: Reggio, Bassano o Mantua. Sólo a mediados del siglo XX la Iglesia rectificó y anuló la beatificación de Simón, mártir del fanatismo y no de la fe.
Una de las salidas que efectivamente efectuó la host de Barcelona, si bien con posterioridad a la fecha relacionada en la novela, puesto que se produjo en el año 1369, se hizo contra el pueblo de Creixell por impedir el libre tránsito y pastoraje del ganado con destino a la ciudad condal, el que sólo podía acceder vivo a Barcelona; ésta, la detención del ganado, fue una de las principales causas por las que la host ciudadana salía a defender sus privilegios frente a otros pueblos y señores feudales.
Santa María de la Mar es sin duda alguna uno de los templos más bellos que existen; carece de la monumentalidad de otras iglesias, coetáneas o posteriores, pero en su interior se puede respirar el espíritu que trató de imprimirle Berenguer de Montagut: la iglesia del pueblo, edificada por el pueblo y para el pueblo, como una gran masía catalana, austera, protegida y protectora, con la luz mediterránea como supremo elemento diferenciador.
La gran virtud de Santa María, al decir de los entendidos, es que se construyó en un período ininterrumpido de tiempo de cincuenta y cinco años, bajo una única influencia arquitectónica, con escasos elementos añadidos, lo que la convierte en el máximo exponente del llamado gótico catalán o gótico ancho. Como era costumbre en aquella época y a fin de no interrumpir los servicios religiosos, Santa María se construyó sobre la antigua iglesia. En un principio, el arquitecto Bassegoda Amigó situaba el templo primitivo en la esquina de la calle Espaseria, señalando que la actual se construyó delante de la vieja, más al norte, y dejando entre ellas una calle, hoy de Santa María. Sin embargo, el descubrimiento en 1966, a raíz de las obras de construcción de un nuevo presbiterio y cripta en el templo, de una necrópolis romana bajo Santa María modificó la idea originaria de Bassegoda, y su nieto, arquitecto y estudioso del templo, sostiene en la actualidad que las sucesivas iglesias de Santa María se hallaron siempre en el mismo lugar; unas construcciones se superponían a otras. Es en ese cementerio en el que se supone se enterró el cuerpo de santa Eulália, patrona de Barcelona, cuyos restos fueron trasladados por el rey Pedro desde Santa María hasta la catedral.
La imagen de la Virgen de la Mar que se utiliza en la novela es la que actualmente se encuentra en el altar mayor, antes situada en el tímpano del portal de la calle del Born.
De las campanas de Santa María no se tiene noticia hasta el año 1714 cuando Felipe V venció a los catalanes. El rey castellano gravó con un impuesto especial las campanas de Cataluña, como castigo a su constante repicar llamando a los patriotas catalanes a sometent, a tomar las armas para defender su tierra. Con todo, no fue patrimonio exclusivo de los castellanos ensañarse con las campanas que llamaban a la guerra a los ciudadanos. El propio Pedro el Ceremonioso, cuando logró vencer a la oposición valenciana que se había alzado en armas contra él, ordenó ejecutar a algunos de los sublevados obligándoles a beber el metal fundido de la campana de la Unión que había llamado a los valencianos a sometent.
Tal era la representatividad de Santa María que ciertamente el rey Pedro eligió su plaza para arengar a los ciudadanos en la guerra contra Cerdeña y desechó otros lugares de la ciudad como era la plaza del Blat, junto al palacio del veguer, para reunir a la ciudadanía.
Los humildes bastaixos, con su trabajo de transportar gratuitamente las piedras hasta Santa María, son el más claro ejemplo del fervor popular que levantó la iglesia. La parroquia les concedió privilegios y hoy su devoción mariana queda reflejada en las figuras de bronce del portal mayor, en relieves en el presbiterio o en capiteles de mármol, en todos los cuales se representan las figuras de los descargadores portuarios.
El judío Hasdai Crescas existió —también existió un tal Bernat Estanyol, capitán de los almogávares—, pero así como el primero ha sido elegido por el autor, el segundo no se debe más que a una coincidencia. El oficio de cambista y la vida que se le atribuye, no obstante, son invención del autor. Siete años después de que fuese oficialmente inaugurada Santa María, en el año 1391 —más de cien años antes de que los Reyes Católicos ordenasen la expulsión de los judíos de sus reinos—, la judería de Barcelona fue arrasada por el pueblo, sus moradores ejecutados y aquellos que tuvieron mejor suerte, como por ejemplo los que lograron refugiarse en un convento, obligados a convertirse. Totalmente destruida la judería barcelonesa, derribados sus edificios y construidas iglesias en su interior, el rey Juan, preocupado por los perjuicios económicos que implicaba para las arcas reales la desaparición de los judíos, intentó que volvieran a Barcelona; prometió exenciones fiscales hasta que su comunidad no superase el número de doscientas personas y derogó obligaciones tales como dejar sus lechos y muebles cuando la corte estaba en Barcelona o la de alimentar los leones y demás fieras reales. Pero los judíos no volvieron y en el año 1397 el rey concedió a Barcelona el privilegio de no tener judería.