El pastor estaba apilando sacos de plástico, que contenían desinfectante, junto a una pileta rectangular de cemento, de un metro de anchura y un metro de profundidad, situada al lado del cobertizo que servía de almacén. Me echó un vistazo desde lejos mientras me acercaba, pero continuó haciendo su trabajo, sin mostrarse demasiado comunicativo. Cuando llegué a su altura, dio por fin descanso a sus manos y con una toalla, que llevaba liada al cuello, se secó el sudor de la cara.
—Mañana hay que hacer una desinfección total de los carneros —dijo el hombre. De un bolsillo de su mono sacó un cigarrillo arrugado, y tras enderezarlo con el dedo, lo encendió—. Aquí se echa el desinfectante, y se hace nadar a los carneros a lo largo de la pileta. De no hacerlo así, se cargan de parásitos durante el invierno, recluidos en el corral.
—¿Y lo hace todo usted solo?
—¡Qué disparate! Vendrán dos ayudantes. Con ellos y el perro hay suficiente. El perro es el que más y mejor trabaja. Entre otras cosas, porque los carneros confían en él. Ningún perro pastor podría cuidar de un rebaño si no contara con la confianza de los carneros.
El hombre era cinco centímetros más bajo que yo, aunque su complexión era más robusta. En cuanto a su edad, andaba entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años. Su pelo, corto y duro, semejaba por su rigidez un cepillo. Se fue quitando los guantes de goma que llevaba puestos para el trabajo tirando de los dedos, como si se arrancara la piel. Tras sacudírselos a golpes en los costados, se los metió en el bolsillo trasero del mono. Más que un pastor de carneros, parecía un sargento encargado de la instrucción de reclutas.
—A todo esto, usted ha venido a hacerme preguntas, ¿no?
—Así es.
—Pregunte, entonces.
—¿Lleva mucho tiempo en este trabajo?
—Diez años —dijo el hombre—. Tanto se puede decir que es mucho tiempo, como que no. Ahora bien, en cuestión de carneros, me lo sé todo. Antes estuve en el ejército.
Se enrolló la toalla en torno al cuello y miró al cielo.
—Mientras dura el invierno, ¿pasa aquí todo el tiempo?
—¡Claro! —dijo—. ¿Adónde quiere que vaya? —Y tosió—. Aquí está mi hogar, y, por otra parte, en invierno hay un montón de faenas que hacer. Por esta zona, la nieve puede alcanzar hasta dos metros de altura, y si no se retira, el techo podría venirse abajo y aprisionar a los carneros. También hay que darles de comer, y hay que limpiar el corral, y esto, y lo otro, y lo de más allá.
—Y cuando llega el verano, se lleva la mitad de los carneros montaña arriba, ¿no?
—Efectivamente.
—¿Es difícil la marcha, con tantos carneros a su cuidado?
—No, ni mucho menos. Se viene haciendo desde siempre. La estabulación es algo muy reciente, antes tenían los carneros trashumando todo el año. En la España del siglo XVI había caminos exclusivos para la conducción del ganado, caminos que atravesaban todo el país; ni a los reyes les estaba permitido transitar por ellos.
El hombre lanzó un escupitajo y con la suela de una de sus botas lo restregó por el suelo.
—Además, mientras no se espanten, los carneros son animales muy dóciles. Marchan en silencio, sin rechistar, a la zaga del perro.
Saqué del bolsillo la fotografía enviada por el Ratón, y se la pasé al hombre.
—Éste es el pastizal de lo alto de la montaña, ¿no? —le pregunté.
—Sí —me contestó—. No puede ser otro. Y los carneros son los nuestros.
—¿Qué me dice de éste? Y con la punta del bolígrafo le señalé el carnero bajo y recio que llevaba la estrella marcada en el lomo.
El hombre se quedó mirando un rato la fotografía.
—Este carnero es diferente. No es de los nuestros. Pero ¡qué cosa más rara! No puede haberse colado así como así. Todo el pastizal está circundado de alambrado. Yo mismo llevo la cuenta de los carneros dos veces al día, mañana y tarde. Si entrara algún elemento extraño, el perro lo advertiría, y por otra parte el rebaño se alborotaría. Además, esta raza de carnero no la he visto en mi vida.
—Desde mayo de este año, cuando usted subió a los carneros a la montaña, hasta la vuelta, ¿ocurrió alguna cosa extraña?
—No —dijo el hombre—. Todo fue normal.
—Y usted estuvo solo en la montaña todo el verano, ¿no?
—Solo no. Cada dos días venía un empleado del municipio, y los funcionarios también venían de vez en cuando a inspeccionar. Un día por semana bajaba a la ciudad, pero un sustituto cuidaba los carneros, así como de que todo estuviera en orden.
—Así que no estaba aislado en la montaña, ¿verdad?
—Eso es. Hasta que caen las grandes nevadas, se puede llegar a la finca en hora y media larga, yendo en jeep. No es más que un paseo. Pero, eso sí, en cuanto se amontona la nieve, no se puede pasar ni en jeep y aquello queda completamente aislado.
—Ahora mismo, no debe de haber nadie allá arriba, en la montaña, ¿verdad?
—Nadie, aparte del dueño de la finca.
—¿El dueño de la finca? He oído que la casa de campo lleva mucho tiempo sin usarse.
El encargado tiró su cigarrillo al suelo, y lo aplastó con el zapato.
—
Llevaba
mucho tiempo sin usarse. Pero ahora está ocupada. De hecho, siempre está a punto para recibir al dueño, pues yo mismo me ocupo en tenerla en condiciones. Tiene luz, gas y teléfono, y no hay un solo cristal roto.
—Un funcionario del Ayuntamiento me dijo que allí no vivía nadie.
—Esos tipos no se enteran ni de la mitad de lo que pasa. Yo, aparte de mi empleo municipal, trabajo para el dueño de esa finca; aunque jamás me voy de la lengua. Me tiene advertido que nada de chismorreos.
El hombre sacó un paquete de tabaco del bolsillo, pero estaba vacío. Saqué mi cajetilla de Lark, que estaba a medias, le agregué un billete de diez mil yenes doblado, y se lo entregué todo. Se quedó unos momentos mirando el obsequio, pero acabó aceptándolo. Tras ponerse un cigarrillo en la boca, se guardó el resto del paquete en el bolsillo de la pechera diciendo:
—Con su permiso. Gracias.
—Así pues, ¿desde cuándo está ahí el dueño?
—Llegó en primavera. Como aún no había empezado el deshielo, sería marzo, sin duda. La última vez que estuvo por aquí fue hace unos cinco años, ¿sabe? No sé sus motivos para venir, pero eso, naturalmente, es cosa suya, y no tengo por qué andar haciendo cábalas. Si me dijo que ni una palabra a nadie, sus razones tendrá. Sea como fuere, desde entonces está ahí arriba. Los alimentos, el combustible y demás provisiones, se los compro yo, sin que nadie se entere, y se los llevo en el jeep. Con todo lo que tiene almacenado, puede vivir allí un año, si quiere.
—Ese hombre, ¿tiene poco más o menos mi edad, y lleva barba?
—¡Ajá! —asintió el pastor—. Me lo está retratando.
—¡Estupendo! —exclamé. Estaba de más mostrarle la foto.
Llegar a un acuerdo con el pastor fue la mar de sencillo en cuanto le puse dinero en la mano. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, pasaría por la fonda a recogernos y nos subiría en jeep hasta la finca.
—Si empiezo a mediodía la desinfección de los carneros, antes que anochezca habré acabado —comentó el pastor, hombre dotado, sin duda, de gran sentido práctico—. Con todo, hay una cosa que me preocupa —añadió—. La lluvia de ayer debe de haber reblandecido el terreno, y puede que lleguemos a una zona intransitable para el jeep. Si es así, tendrán que andar un trecho. Pues en ese caso no podré hacer nada.
—De acuerdo —dije.
Mientras hacía andando el camino de vuelta, recordé de pronto que el padre del Ratón tenía una casa de campo en Hokkaidô. El Ratón me había hablado de ella más de una vez: en lo alto de la montaña, grandes prados, una antigua casa de dos plantas…
Siempre me acuerdo de las cosas importantes a destiempo. Tenía que haberme acordado al principio, nada más recibir la carta del Ratón. De haberlo recordado entonces, mis indagaciones habrían sido mucho más fáciles.
Mientras desahogaba mi resentimiento contra mí mismo, fui recorriendo en una fatigosa marcha a pie aquel camino de montañas, en medio de una oscuridad que iba creciendo por instantes. En el espacio de hora y media, sólo me encontré con tres vehículos. Dos de ellos eran camiones de gran tonelaje que transportaban madera, y el tercero, un tractor. Los tres iban a la ciudad, pero ninguno se detuvo para invitarme a subir. Ni que decir tiene, que no me sorprendió en absoluto.
Cuando llegué al hotel, eran la siete pasadas y la más cerrada oscuridad se cernía ya sobre la ciudad. Tenía frío. El pequeño perro pastor se asomó a la puerta de su caseta y me dedicó unos cuantos ladridos amistosos.
Mi amiga se había puesto unos pantalones vaqueros azules, y un jersey mío de cuello alto. Me esperaba en la sala de recreo, junto al vestíbulo, absorta en un juego electrónico. La sala de recreo tenía toda la pinta de ser un antiguo recibidor debidamente adaptado, pues conservaba aún una espléndida chimenea con su repisa. Una verdadera chimenea donde se podía encender un fuego de leña.
En la sala había cuatro máquinas de juegos programados y dos para jugar al «millón». Estas últimas, fabricadas en España, eran verdaderas piezas de museo.
—Me muero de hambre —dijo mi amiga, cansada por la espera.
Encargamos la cena y me metí en el baño japonés. Al salir del baño, me pesé, cosa que no había hecho desde hacía muchísimo tiempo. Setenta kilos. Lo mismo que diez años atrás. Toda la sobrecarga que había acumulado en la cintura se volatilizó durante la última semana, más o menos.
Al volver a la habitación, la cena estaba servida. Mientras iba picoteando los platos entre sorbo y sorbo de cerveza, le conté a mi amiga lo ocurrido en la granja y el acuerdo al que había llegado con el pastor ex sargento. Mi amiga se lamentó de haberse perdido la visita a los carneros.
—Pero bueno, como quien dice, ya estamos pisando la meta.
—¡Ojalá sea verdad! —exclamé.
Después de ver por televisión una película de Hitchcock, nos embutimos en el edredón y apagamos la luz. El reloj del piso bajo dio once campanadas.
—Mañana tenemos que madrugar… —comenté.
No hubo respuesta. Mi amiga había cogido ya el ritmo de respiración de quien está en el séptimo sueño. Puse en hora la alarma del despertador, y a la luz de la luna me fumé un cigarrillo. Aparte del rumor del río, no se oía nada. Toda la ciudad parecía estar sumida en el sueño.
Como no había parado en todo el día, me sentía corporalmente rendido; pero la inquietud que embargaba mi ánimo no me dejaba dormir. El recuerdo de los últimos acontecimientos daba vueltas en mi cabeza.
En la oscuridad silenciosa de la noche, traté de contener el aliento, en tanto que a mi alrededor la ciudad se disolvía en el paisaje. Las casas se derruían una tras otra, la vía del ferrocarril se oxidaba hasta no ser ni sombra de lo que fue y en los campos de labranza brotaban a placer las malezas. La ciudad cerraba el breve ciclo de sus cien años de historia volviendo a sepultarse en la madre tierra. Como una película que se proyectara marcha atrás, el tiempo retrocedía. Alces, osos, lobos… se dejaban ver sobre la faz de la tierra. Enjambres gigantescos de langostas oscurecían el cielo. Un mar verde de matorrales de bambú se encrespaba agitado por el viento de otoño. Y el lujuriante bosque de hoja perenne ocultaba al sol.
Así que, después de borrarse la huella dejada por los hombres, solamente los carneros permanecían allí. En las tinieblas les brillaban los ojos, aquellos ojos que me contemplaban fijamente. Nada decían. Nada pensaban. Solamente me miraban. Carneros a millares. Con el monótono masca que mascarás de sus mandíbulas cubrían de ruido la faz de la tierra.
Al sonar las dos en el reloj de pared, se esfumaron los carneros.
Y me quedé dormido.
La mañana estaba muy fresca, entoldada por caprichosas nubes. Compadecí a los pobres carneros, que en un día como aquél tenían que darse un baño frío en líquido desinfectante, y me sentí solidario con ellos. Aunque puede que los carneros no sientan mucho el frío. Quién sabe si a lo mejor ni lo notan.
El corto otoño de Hokkaidô iba poco a poco acercándose a su fin. Llegaban densas nubes cenicientas, preñadas de presagios de nieve. Como habíamos volado desde el septiembre de Tokio al octubre de Hokkaidô, tenía la sensación de haberme perdido irremediablemente el otoño de 1978. Había vivido el principio del otoño y su final, pero no su corazón.
Me desperté a las seis, me lavé la cara y, mientras nos preparaban el desayuno, me senté en el pasillo a ver fluir el río. Su caudal había disminuido algo con respecto de la víspera, y el fango había desaparecido de sus aguas. En la ribera opuesta se extendían campos de arroz, y hasta donde alcanzaba la vista los tallos espigados dibujaban extrañas ondulaciones al antojo del viento matinal. Un tractor atravesaba el puente de cemento con dirección a la montaña. El estrepitoso traqueteo de su motor se oía sin parar, por más que se iba atenuando con la distancia. Tres cuervos pasaron volando por entre un bosque enrojecido de abedules blancos y, tras describir un círculo sobre el río, se posaron en el pretil del puente. Posados allí tenían cierto aire de comparsas en una obra teatral de vanguardia. Pero cansados, al parecer, de representar ese papel, fueron abandonando uno tras otro el pretil para desaparecer en el cielo río arriba.
Justo a las ocho, el viejo jeep del pastor se detuvo ante la fonda. El jeep tenía una capota que se cerraba en forma de caja. Se notaba que era material de desecho del ejército, pues en los flancos de su carrocería aún podía leerse, no sin dificultad, el nombre de la unidad a la que había pertenecido.
—¡Qué cosa más rara! —exclamó el pastor en cuanto me vio—. Ayer traté de llamar a la casa, para cerciorarme, simplemente; pero me fue imposible comunicar.
Mi amiga y yo nos montamos en los asientos de atrás. El jeep olía a gasolina.
—¿Cuándo llamó por última vez? —le pregunté.
—Pues sería… el mes pasado. Sobre el día veinte del mes pasado. Después no he tenido contacto. Como me suelen llamar desde allí si necesitan algo…, comida o lo que sea…
—De modo que el teléfono no da ninguna señal.
—Así es. Ni siquiera la de que esté comunicando. Puede que se haya cortado la línea. Pero eso suele ocurrir cuando caen grandes nevadas.
—Todavía no ha nevado.