—No te preocupes. En todas las ciudades hay fondas. Por 10 menos, una.
Volvimos a la estación y preguntamos al personal dónde había una fonda. Nos atendieron dos empleados, que hubieran podido ser padre e hijo y que sin duda se morían de aburrimiento, pues nos explicaron la situación de las fondas con una amabilidad inusitada.
—Hay dos fondas —nos informó el empleado mayor—. Una de ellas es relativamente cara, y la otra, relativamente barata. La cara es la que frecuentan las personalidades importantes cuando vienen de visita, así como el lugar donde se dan los banquetes oficiales.
—La comida es buenísima —terció el más joven.
—En cuanto a la otra, es la frecuentada por viajantes de comercio, gente joven y, en general, personas corrientes. Tiene un aspecto muy sencillo pero no está sucia, ni muchísimo menos. Su baño japonés es de lo mejorcito.
—Pero las paredes son muy delgadas —apuntó el empleado.
Siguió una viva discusión entre los dos hombres sobre la delgadez de las paredes.
—Vamos a la fonda más cara —dije. Aún quedaba bastante dinero en el sobre, y no había razón alguna para hacer economías.
El empleado más joven arrancó una página de un bloc de notas e hizo en ella un esbozo del camino que había que seguir hasta la fonda.
—Muchísimas gracias —dije—. Me parece que la ciudad ha perdido habitantes con respecto a la población de hace diez años, ¿no?
—Sí, es verdad —confirmó el empleado mayor—. Las factorías madereras son la única industria destacable. La agricultura va en franco retroceso, y la población ha disminuido mucho.
—Incluso hay dificultades para formar las clases en los colegios, por la falta de estudiantes —añadió el joven.
—¿Qué población hay, más o menos?
—Oficialmente, unos siete mil habitantes —respondió el más joven—, pero en realidad debe de haber unos cinco mil, más o menos.
—Incluso la línea de ferrocarril corre el peligro de ser suprimida. Resulta que es la tercera línea más deficitaria del país—dijo el empleado mayor.
Lo que de verdad me sorprendió fue que pudiera haber dos líneas de ferrocarril aún más deficitarias que aquélla. Dimos las gracias a los dos hombres y abandonamos la estación.
Para ir a la fonda teníamos que bajar la cuesta que había a continuación del barrio comercial, torcer a la derecha y seguir unos trescientos metros por un paseo a lo largo del río, donde se encontraba aquélla. Era un pequeño parador antiguo y acogedor, que aún conservaba el aire de otros tiempos, cuando la ciudad florecía y estaba llena de vitalidad. Orientado al río, tenía un jardín amplio y bien cuidado. En un rincón, un cachorro de perro pastor hundía su hocico en una escudilla dando buena cuenta de su cena, muy temprana por cierto.
—¿Son montañeros? —nos preguntó la camarera mientras nos guiaba a la habitación.
—Sí, somos montañeros —dije, por ser lo más fácil.
Sólo había dos habitaciones en la segunda planta. Ambas eran espaciosas, y por la ventana del corredor podía verse el mismo río de color café con leche que habíamos contemplado desde el tren.
Mi amiga me dijo que quería tomar un baño japonés, así que decidí darme una vuelta por el Ayuntamiento, que estaba situado en una calle solitaria al oeste de la zona comercial. Resultó ser un edificio mucho más nuevo y mejor acondicionado de lo que me imaginaba.
Allí, en el Negociado de Asuntos Ganaderos, le enseñé al funcionario una de las tarjetas de visita que me había hecho imprimir hacía años, cuando trabajaba para una revista de difusión nacional, y afirmé que deseaba informarme sobre el ganado ovino. Era un poco rara que un semanario femenino se interesara por ese tema, pensé con aprensión, pero lo cierto es que el funcionario se sintió muy complacido y me hizo pasar al interior de su despacho.
—En este municipio tenemos actualmente algo más de doscientas cabezas de ganado ovino, en su totalidad de raza Suffolk. Su destino es la producción de carne, que se distribuye a las fondas y restaurantes de los alrededores y goza de alta estimación.
Saqué mi bloc y fui tomando las debidas notas. Tal vez aquel hombre comprara durante algunas semanas la revista femenina en cuestión; esta idea, al cruzar por mi mente, me ensombreció el ánimo.
—¿Se trata de un artículo sobre gastronomía, tal vez? —me preguntó el hombre, tras darme prolijas explicaciones sobre la cría de carneros.
—En parte, sí —le contesté—. Sin embargo, para decirlo con más precisión, nos interesaría captar una imagen integral del ganado ovino.
—¿Una imagen integral?
—Quiero decir costumbres, hábitat, ecología, cosas así.
—¡Ah, ya! —exclamó mi interlocutor.
Cerré mi bloc de notas y me bebí la taza de té que me ofrecieron.
—He oído decir que en lo alto de la montaña hay unos viejos pastizales… —insinué.
—Efectivamente, los hay. Antes de la guerra eran unos pastos muy buenos, pero durante la posguerra fueron ocupados por el ejército americano, y hoy día nadie los explota. Unos diez años después de su devolución por los americanos, un forastero muy rico habilitó aquel lugar como casa de campo; pero, como seguramente habrá oído decir, el sitio está mal comunicado, y poco a poco el nuevo dueño dejó de ir por allí, de modo que la casa permanece desierta. Por eso los terrenos fueron arrendados por la ciudad. En realidad, sería conveniente su adquisición, para realizar visitas turísticas, por ejemplo; pero como el municipio es pobre, no hay nada que hacer en este punto. Y además, habría que acondicionar la carretera.
—¿En arriendo, me ha dicho?
—Durante el verano, los pastores municipales llevan unos cincuenta carneros montaña arriba, ya que aquellos pastos son espléndidos y con los pastizales del Ayuntamiento no habría suficiente. A fines de septiembre, cuando empieza a estropearse el tiempo, traen de vuelta al rebaño.
—Oiga, ¿cuánto tiempo están allí los carneros?
—Hay una ligera variación según los años, pero, más o menos desde principios de mayo hasta mediados de septiembre.
—¿Cuántos hombres conducen al rebaño de carneros allá arriba?
—Uno solo. Desde hace diez años se encarga la misma persona.
—Me gustaría hablar con él.
El oficinista cogió el teléfono y llamó a la granja municipal destinada a la cría del ganado ovino.
—Precisamente, ahora está allí —me dijo—. Le llevaré en coche.
Traté de rehusar el favor, pero el funcionario me dijo que no había otro medio de llegar a la granja que no fuera su automóvil. En la ciudad no había taxis ni coches de alquiler, y andando, tardaría hora y media en llegar.
El funcionario del Ayuntamiento conducía un coche pequeño. Pasamos por delante de la fonda y continuamos hacia el oeste. Cruzamos un largo puente de cemento, dejamos atrás una escalofriante zona pantanosa y fuimos ascendiendo por una carretera que nos llevaba paulatinamente a la montaña. La gravilla de la carretera crepitaba al ser levantada por las ruedas.
—Viniendo usted de Tokio, Junitaki le parecerá una ciudad muerta —me dijo.
Le respondí con vaguedades para salir del paso.
—La verdad es que la ciudad se nos muere. Mientras tengamos ferrocarril, la cosa irá tirando, pero el día que nos quedemos sin él, se nos morirá sin remedio, por muy raro que suene eso de que una ciudad pueda morirse. Referido a las personas, se comprende, pero, ¡decir de una ciudad que se muere…!
—Y si se muere, ¿qué pasará?
—¿Qué pasará? ¿Quién puede decirlo? Creo que nadie llegará a saberlo, porque todos se habrán marchado ya. Si la población, supongamos, cayera por debajo de los mil habitantes, caso que puede darse, desde luego, los funcionarios nos quedaríamos sin trabajo, y seríamos los más indicados para coger el portante y largarnos.
Le ofrecí un cigarrillo, y se lo encendí con el encendedor Dupont que llevaba grabado el emblema del carnero.
—Sí. En Sapporo, me espera un buen empleo. Un tío mío tiene una imprenta y me ha ofrecido trabajo. Hace libros de texto por encargo del Ministerio de Educación, de modo que su estabilidad económica está asegurada. Para mí, sería lo mejor. Ni punto de comparación con quedarme aquí, llevando la cuenta de los carneros y vacas que salen en cada embarque.
—Parece una buena idea —le dije.
—Pero no me decido a dar el adiós definitivo a esta ciudad. Siento añoranza, ¿comprende? Si se va a morir de veras, quisiera ver con mis propios ojos sus últimos momentos, y esos sentimientos acaban prevaleciendo.
—¿Usted nació aquí? —le pregunté.
—Así es —me respondió, y acto seguido se sumió en un profundo silencio.
Un sol teñido de melancolía estaba hundiendo un tercio de su círculo por detrás de la montaña.
A ambos lados de la entrada de la granja municipal se erguían sendos postes, y entre ellos colgaba un cartel con la leyenda: «Granja municipal de Junitaki para la cría de ganado ovino.» Pasado el cartel seguía un camino en cuesta, que se perdía por un bosquecillo cuyo follaje presentaba vivos colores otoñales.
—Pasado el bosquecillo, verá los corrales, y detrás está la vivienda del pastor. ¿Cómo se las arreglará para volver?
—Como todo es cuesta abajo, volveré andando. Muchísimas gracias.
Cuando dejó de verse el coche, pasé por entre los postes, y subí por el camino en cuesta. Los últimos rayos de sol añadían un tinte naranja a las hojas amarillentas de los arces. La arboleda era altísima. La luz que se filtraba por la fronda del bosquecillo se derramaba formando brillantes manchones movedizos sobre el camino de grava.
Tras cruzar el bosquecillo, pude ver, sobre la ladera de una colina, un corral alargado que desprendía un intenso olor a ganado. La techumbre del corral era abuhardillada y estaba recubierta de planchas de cinc pintadas de rojo. Tenía tres chimeneas, que en realidad eran respiraderos para la circulación del aire.
En la puerta del corral había una caseta para el perro, donde, atado a su cadena, estaba un pequeño perro pastor de raza Border, el cual, al verme, ladró un par de veces. Era un perro viejo, de mirada soñolienta. En sus ladridos no había hostilidad. Le acaricié el cuello y me meneó la cola. Ante la caseta habían colocado dos recipientes de plástico amarillo, donde le echaban la comida y el agua.
El perro, al retirar mi mano, se quedó tan satisfecho de mis caricias, que se metió dentro de su caseta y, juntando las patas delanteras, se tendió en el suelo.
El interior del corral estaba en penumbra, y por allí no se veía a nadie. Un ancho pasillo central, con suelo de cemento, dividía en dos el recinto; a ambos lados del pasillo había cercas para encerrar a los carneros, junto a los cuales discurrían unos canalillos rebajados en el suelo para desaguar los orines de los carneros y el agua de la limpieza. En las paredes, que cubrían planchas de madera, destacaba de vez en cuando una ventana encristalada por la que podía verse la línea aserrada de las montañas. El sol crepuscular teñía a los carneros de la derecha de color rojizo, mientras que sobre los de la izquierda vertía una densa sombra azul.
Al entrar en el corral, los doscientos carneros se volvieron a mirarme. La mitad, aproximadamente, estaba de pie, mientras que el resto permanecía tumbado sobre el heno esparcido por el suelo. Los ojos de los carneros eran de un azul tan intenso que no parecía natural, y semejaban dos pequeños manantiales que les brotaban a ambos lados de la cara. Al recibir la luz de frente, brillaban con viveza, como si fueran de cristal. Me miraban fijamente. Ni uno solo de ellos hizo el menor movimiento. Algunos seguían masca que te masca con la boca llena de heno, pero por lo demás el corral permanecía silencioso. Varios carneros habían sacado la cabeza por entre los barrotes de la cerca para beber, pero en cuanto me vieron levantaron la cabeza y se me quedaron mirando. Aquellos animales daban la impresión de obrar según las órdenes de una mente común. Su pensamiento se había quedado temporalmente en suspenso desde el momento en que puse el pie en la puerta. Todo en derredor se había detenido, y su facultad de juicio se hallaba como aletargada. A medida que fui avanzando, su actividad mental se reanudó. En los ocho compartimientos en que se dividía el cercado, los carneros empezaron a moverse. En uno de ellos, destinado a hembras, éstas se agolparon alrededor del semental, mientras que en los restantes los machos que los ocupaban se aprestaron a repeler un posible ataque tras dar unos pasos hacia atrás como preludio. Unos pocos carneros, dominados por la curiosidad, no se apartaban de la cerca, y observaban atentos mis movimientos.
Cada carnero, en una de aquellas orejas negras y largas que se proyectaban horizontalmente hacia ambos lados de su cara, llevaba adherida una marca de plástico. Algunos la tenían azul; otros, amarilla; otros, roja. En el lomo todos llevaban pintada una gran marca de color.
Caminé muy despacio, con el fin de no asustar a los carneros. Después adopté el aire más indiferente que pude para aproximarme a la cerca y, alargando la mano, acariciar a un joven macho. Se estremeció, pero no huyó de mí. Los demás carneros, muy suspicaces sin duda, fijaban los ojos alternativamente en su compañero y en mí. El joven macho, como si fuera un enviado del rebaño con la secreta misión de sondearme, se quedó plantado sin apartar de mí los ojos y con el cuerpo tenso.
Los carneros de raza Suffolk son animales realmente pintorescos. Aunque tienen la piel negra, su vellón es blanco. Sus orejas son grandes y, como las alas de una polilla, se proyectan horizontalmente a los lados de la cara. En sus ojos azules, que brillan en medio de las tinieblas, así como en el largo y orgulloso caballete nasal de sus hocicos, hay un indefinible aire de nobleza. No rechazaban mi presencia, pero tampoco la acogían con alborozo; simplemente, la aceptaban como una vivencia más. Algunos carneros meaban estrepitosamente, poniendo en ello toda su energía. Los orines caían al suelo, fluían hacia los canalillos y pasaban corriendo por ellos junto a mis pies. El sol estaba a punto de ocultarse tras los montes. Sombras de un suave añil empezaban a envolver las laderas de la montaña, como tinta diluida en agua.
Salí del corral, acaricié una vez más la cabeza del perro pastor y respiré hondamente. Luego rodeé el corral hasta su parte trasera, y una vez que hube pasado el puente de madera que salvaba un arroyo, me encaminé a la vivienda del pastor. Era ésta una casita de una planta que tenía anejo un gran cobertizo donde se almacenaba el heno, así como los aperos de labranza. El cobertizo era mucho mayor que la propia casa.