Authors: Paolo Bacigalupi
Unos ojos amarillos del tamaño de bandejas se elevan al nivel de la ventana de observación. El megodonte se tambalea, erguido sobre las patas traseras. Los cuatro colmillos de la bestia han sido serrados por seguridad, pero sigue siendo un monstruo de cuatro metros y medio hasta la cruz, diez toneladas encabritadas de músculo y rabia. Tira de las cadenas que lo sujetan a la rueda de transmisión. Levanta la trompa, exponiendo unas fauces cavernosas. Anderson se tapa las orejas con las manos.
El grito del megodonte atraviesa el cristal como un mazazo. Anderson cae de rodillas, conmocionado.
—¡Dios! —Le pitan los oídos—. ¿Dónde está ese
mahout
?
Hock Seng sacude la cabeza. Anderson ni siquiera está seguro de que el hombre le haya oído. Él mismo percibe los sonidos amortiguados y lejanos. Llega trastabillando a la puerta y la abre de golpe en el preciso instante en que el megodonte cae a plomo encima de la Rueda Cuatro. El tambor se hace pedazos. Una lluvia de fragmentos de teca sale disparada en todas direcciones. Anderson se encoge cuando las astillas pasan volando por su lado y los alfilerazos le encienden la piel.
Abajo, los
mahouts
se apresuran a desencadenar a las bestias para alejarlas a rastras del animal enloquecido, vociferando órdenes de aliento, imponiendo su voluntad a los descomunales paquidermos. Los megodontes zarandean la cabeza y protestan, rebelándose contra su adiestramiento, abrumados por el impulso instintivo de socorrer a su primo. El resto de los trabajadores thais huye en busca de la seguridad que ofrece la calle.
El megodonte desbocado lanza un nuevo ataque sobre el tambor de bobinado. Los radios saltan por los aires. El
mahout
que debería haber controlado a la bestia es una mancha de sangre y huesos en el suelo.
Anderson regresa agazapado al despacho. Sortea las mesas vacías y salta por encima de otra, deslizándose sobre la superficie hasta aterrizar ante las cajas fuertes de la empresa.
Se le enredan los dedos al girar las ruedas de la combinación. Se le cuela el sudor en los ojos. Veintitrés a la derecha. Ciento seis a la izquierda... Su mano salta al siguiente dial mientras reza para no fastidiar la serie y tener que empezar de nuevo. Los estallidos de la madera continúan en la planta de la fábrica, acompañados de los gritos de alguien que se ha acercado demasiado.
Hock Seng aparece a su lado, pegándose a él.
Anderson ahuyenta al anciano con un ademán.
—¡Dile a la gente que salga de aquí! ¡Largo! ¡Quiero ver a todo el mundo fuera!
Hock Seng asiente, pero se queda ahí esperando mientras Anderson sigue peleándose con las combinaciones.
Anderson le lanza una mirada asesina.
—¡Fuera!
Hock Seng se agacha, obediente, y corre hasta la puerta gritando, perdida su voz entre los alaridos de los trabajadores y los crujidos del duramen. Anderson gira la última rueda y abre de par en par la puerta de la caja fuerte: papeles, montones de billetes de varios colores, informes confidenciales, una escopeta de aire comprimido... una pistola de resortes.
«Yates.»
Tuerce el gesto. Es como si el viejo hijo de perra estuviera en todas partes hoy, como si su
phii
viajara sentado en el hombro de Anderson. Anderson tensa el resorte de la pistola y se la guarda en el cinturón. Saca la escopeta de aire comprimido. Comprueba el cargador mientras los ecos de otro barrito resuenan a su espalda. Al menos Yates estaba preparado para esto. El muy cabrón era ingenuo, pero no estúpido. Anderson amartilla la escopeta y se dirige a la puerta a grandes zancadas.
En la planta de producción, la sangre salpica los sistemas motrices y las líneas de Control de Calidad. Es difícil ver quién ha fallecido. El
mahout
en cuestión y alguien más. El tufo dulzón de las vísceras humanas impregna el aire. Ristras de tripas decoran la ruta del megodonte alrededor de su bobina. El animal se yergue de nuevo, una montaña de músculos genéticamente alterados, debatiéndose contra las últimas de sus ligaduras.
Anderson nivela la escopeta. En la periferia de su visión, otro megodonte se levanta sobre las patas traseras y barrita, solidario. Los
mahouts
están perdiendo el control. Se obliga a no hacer caso del caos en expansión y acerca el ojo a la mira telescópica.
La mirilla de la escopeta se pasea por una muralla rojiza de piel arrugada. Agrandada por el telescopio, la bestia es tan enorme que no puede fallar. Activa el modo automático de la escopeta, espira lentamente, y libera el cartucho de gas.
Un enjambre de dardos sale disparado de la escopeta. Una nube de puntos anaranjados clavetea la piel del megodonte, señalando los impactos. Las toxinas concentradas de la investigación de AgriGen con veneno de avispa se propagan por el cuerpo del animal, buscando el sistema nervioso central.
Anderson baja la escopeta. Sin el aumento de la mira telescópica, le cuesta distinguir los dardos dispersos por el pellejo de la bestia. Dentro de unos momentos estará muerta.
El megodonte gira en redondo y clava la mirada en Anderson; en sus ojos resplandece una llamarada de rabia surgida del Pleistoceno. Sin poder evitarlo, Anderson se siente impresionado por la inteligencia del animal. Es casi como si este supiera lo que acaba de hacer.
El megodonte coge impulso y tira de sus cadenas. Los eslabones de hierro se rompen y surcan el aire con un silbido, estampándose contra las cintas transportadoras. Un trabajador se desploma, truncada su huida. Anderson suelta la escopeta, ya inservible, y empuña la pistola de resortes. Es un juguete frente a diez toneladas de animal furioso, pero es lo único que le queda. El megodonte embiste y Anderson dispara, apretando el gatillo tan deprisa como es capaz de contraer el dedo. Unos inofensivos discos afilados se estrellan contra la avalancha.
El megodonte lo levanta por los aires con la trompa. El apéndice prensil se enrosca en su pierna como una pitón. Anderson araña el marco de la puerta en un intento por agarrarse a algo mientras patalea desesperado. La trompa aprieta. La sangre se agolpa en su cabeza. Se pregunta si el monstruo planea estrujarlo sin más, como si de un mosquito ahíto de sangre se tratara, pero la bestia lo arrastra fuera de la galería. Anderson pugna por encontrar un último asidero mientras la barandilla pasa volando por su lado, y acto seguido salta por los aires. En caída libre.
El barrito exultante del megodonte resuena en los oídos de Anderson mientras este surca el vacío. El suelo de la fábrica vuela a su encuentro. Golpea el cemento. Lo envuelven las tinieblas. «Túmbate y muere
.»
Anderson se debate con la inconsciencia. «Muere
.»
Intenta incorporarse, apartarse rodando, hacer cualquier cosa, pero no puede moverse.
Formas de colores confluyen ante sus ojos, intentando ensamblarse. El megodonte está cerca. Puede oler su aliento.
Los parches de color convergen. El megodonte se cierne sobre él, piel rojiza y rabia ancestral. Levanta una pata, dispuesto a pisotearlo. Anderson rueda de costado pero no logra que las piernas le obedezcan. Ni siquiera puede arrastrarse. Sus manos resbalan sobre el cemento como arañas sobre el hielo. No puede moverse con la suficiente rapidez. «Dios, no quiero morir así. Aquí no. Así no...» Es como una lagartija atrapada por la cola. No puede levantarse, no puede escapar, va a morir, triturado por la pata de un elefante hipertrofiado.
El megodonte suelta un gemido. Anderson mira por encima del hombro. La bestia ha bajado la pata. Se balancea como si estuviera borracha. Resuella con la trompa y entonces, de repente, las patas traseras se doblan. El monstruo se recuesta sobre las posaderas en un gesto ridículamente parecido al de un perro. Su expresión es casi de estupefacción, como si le causara perplejidad que el cuerpo haya dejado de obedecerle.
Despacio, las patas delanteras se estiran ante él y se hunde, gimiendo, en medio de la paja y el estiércol. Los ojos del megodonte descienden a la altura de Anderson. Fijos en los de él, casi humanos, parpadean llenos de confusión. La trompa se extiende buscándolo de nuevo, manoteando con torpeza, una pitón de músculos e instinto, despojada ya de toda coordinación. Las fauces se entreabren, jadea. Lo baña el calor apacible de un horno. La trompa le da un golpecito. Lo mece. No encuentra asidero.
Anderson se aleja lentamente de su alcance. Se pone de rodillas y se obliga a levantarse. Se tambalea, mareado, hasta que consigue plantar los pies con firmeza y se yergue cuan alto es. El megodonte sigue sus movimientos con un ojo amarillo. La rabia ha desaparecido. Los párpados abanican con sus largas pestañas a Anderson, que se pregunta qué estará pensando el animal. Si podrá sentir el caos neuronal que le desgarra el sistema. Si sabrá que su fin está cerca. O si solo se notará cansado.
De pie ante él, Anderson siente algo parecido a la lástima. Los cuatro óvalos de bordes irregulares que señalan la antigua ubicación de los colmillos forman unos parches de marfil de treinta centímetros de diámetro, serrados sin compasión. Tiene las rodillas cubiertas de llagas brillantes y los labios ribeteados de pústulas sarnosas. De cerca y moribundo, con los músculos paralizados y el costillar transformado en un fuelle roto, no es más que una criatura maltratada. Este monstruo jamás estuvo diseñado para luchar.
El megodonte exhala un último aliento huracanado. Su mole se asienta.
Los empleados de la fábrica se congregan alrededor de Anderson, gritando, tirando de él, intentando ayudar a los heridos y encontrar a los muertos. Hay gente por todas partes. Rojo y dorado, los colores del sindicato; el verde de los uniformes de SpringLife. Los
mahouts
trepan como hormigas por encima del gigantesco cadáver.
Durante un segundo, Anderson se imagina a Yates de pie junto a él, fumando uno de sus cigarrillos locales y deleitándose con la tragedia. «Y decías que dentro de un mes te habrías ido.» Quien aparece a su lado es Hock Seng, una voz susurrante, ojos negros rasgados, una mano huesuda que sube hasta su cuello y se retira empapada de rojo.
—Estás sangrando —murmura.
—¡Arriba! —grita Hock Seng. Pom, Nu, Kukrit y Kanda se apoyan con todas sus fuerzas en la rueda de transmisión destrozada, sacándola de su nicho como una astilla extraída de la piel de un gigante, levantándola para que la pequeña Mai pueda colarse debajo.
—¡No se ve nada! —anuncia la niña.
Los músculos de Pom y Nu se tensan con el esfuerzo mientras intentan impedir que la rueda caiga de nuevo en su sitio. Hock Seng se arrodilla y entrega una linterna táctil a Mai. Los dedos de la pequeña rozan los suyos y la herramienta desaparece en la oscuridad. La linterna vale más que ella. Hock Seng espera que a los trabajadores no se les escape la rueda mientras Mai siga allí abajo.
—¿Y bien? —llama un minuto después—. ¿Se ha agrietado?
De las profundidades no llega ninguna respuesta. Hock Seng espera que no haya quedado atrapada, atascada de alguna manera. Se acuclilla mientras aguarda a que la niña finalice la inspección. A su alrededor, la fábrica es un hervidero de actividad mientras los empleados intentan restaurar el orden. El cadáver del megodonte está cubierto de personas, sindicalistas armados de brillantes machetes y sierras de más de un metro de largo para cortar los huesos. Atacan la montaña de carne y se les tiñen las manos de rojo. La sangre escapa a raudales de la bestia desollada, con los músculos marmóreos al descubierto.
Hock Seng se estremece ante el espectáculo y recuerda a sus compatriotas, descuartizados de forma parecida, otros baños de sangre, otras fábricas arrasadas. Almacenes destruidos. Vidas perdidas. La situación es prácticamente idéntica a la llegada de los pañuelos verdes, con sus machetes y sus antorchas. Yute, tamarindo y muelles percutores, todos ellos devorados por el humo y el fuego. Llamas reflejadas en las hojas afiladas. Aparta la mirada y se obliga a enterrar los recuerdos. Se obliga a respirar.
El Sindicato de Megodontes envió carniceros profesionales en cuanto se enteró de que había perdido a uno de los suyos. Hock Seng intentó convencerlos para que sacaran el cadáver y terminaran su trabajo en la calle a fin de hacer sitio para reparar el tren de alimentación, pero los sindicalistas se negaron y ahora, además del frenesí de actividad de los equipos de limpieza, la fábrica está infestada de moscas y un creciente hedor a muerte.
Los huesos sobresalen del cadáver como corales de un océano de carne escarlata. Ríos de sangre escapan del animal para ser absorbidos por las rejillas de desagüe y las bombas de control de inundaciones accionadas con carbón de Bangkok. Hock Seng ve correr la sangre con expresión de contrariedad. La bestia contenía bidones de ella. Incontables calorías desperdiciadas. Los carniceros son rápidos, pero tardarán casi toda la noche en descuartizar por completo al animal.
—¿Ha terminado ya? —jadea Pom. Hock Seng vuelve a concentrarse en el problema actual. Pom, Nu y sus compatriotas tiemblan bajo el peso de la rueda.
Hock Seng vuelve a asomarse al interior del pozo.
—¿Qué ves, Mai?
Las palabras de la niña suenan amortiguadas.
—¡Pues sube de una vez! —Se asienta otra vez sobre los tobillos. Se enjuga el sudor de la cara.
La fábrica parece el interior de una olla de arroz. Con todos los megodontes recogidos en los establos, no queda nada para accionar las cadenas de la fábrica o cargar los ventiladores que hacen circular el aire por todo el edificio. El calor, la humedad y el hedor a muerte los envuelven como una mortaja. Lo mismo podrían estar en uno de los mataderos de Khlong Toey. Hock Seng reprime una arcada.
Uno de los carniceros del sindicato grita algo. Han abierto el vientre del megodonte, del que escapa una tromba de intestinos. Los recolectores de vísceras (todos ellos al servicio del Señor del Estiércol) se zambullen en la masa y empiezan a cargarla en carretillas a paladas, un regalo de calorías llovido del cielo. Una fuente tan pura como estas entrañas seguramente irá a alimentar a los cerdos de las granjas periféricas del Señor del Estiércol, o a reponer las reservas de alimentos con las que los tarjetas amarillas dan de comer a los refugiados chinos malayos que se hacinan en las abrasadoras y antiguas torres de la Expansión bajo la protección del Señor del Estiércol. Lo que no devoren los cerdos ni los tarjetas amarillas se arrojará a los pozos de metano de la ciudad junto con el cargamento diario de heces y mondas de fruta, donde se cocerá lentamente hasta producir fertilizante y gas para, a la larga, iluminar las calles de la ciudad con el fulgor verde del metano de combustión sancionada.