Authors: Paolo Bacigalupi
Algo líquido se derrama sobre ella.
Intenta levantarse, pero Kannika la empuja hacia abajo y vierte más cerveza en su cara. Emiko se atraganta y escupe, ahogándose. Por fin Kannika la libera y Emiko se yergue de golpe, tosiendo. La espuma se escurre por su barbilla, le baña el cuello y los pechos, cae hasta su entrepierna.
Todo el mundo se carcajea. Saeng ya está ofreciéndole otra cerveza al hombre de la barba, que sonríe y le deja una buena propina, y todos se ríen de los temblores y los espasmos del cuerpo de Emiko ahora que el pánico ha hecho presa en ella. Escupe el líquido que le inunda los pulmones. Ahora no es sino una marioneta ridícula, movimientos entrecortados (espasmódicos,
heechykeechy
) sin el menor rastro de la gracia estilizada que su maestra Mizumi-sensei le inculcó cuando era una niña en la guardería. No hay elegancia ni cuidado en sus movimientos ahora; los rasgos delatores de su ADN se manifiestan violentamente para regocijo de todos los presentes.
Emiko sigue tosiendo, vomitando casi la cerveza que tiene en los pulmones. Sus brazos y piernas tiemblan y se menean sin sentido, brindándoles a todos la oportunidad de ver su auténtica naturaleza. Por fin consigue aspirar una bocanada de aire. Controla sus movimientos desbocados. Se queda inmóvil, de rodillas, aguardando el siguiente asalto.
En Japón era un prodigio. Aquí, no es más que una simple chica mecánica. Los hombres se ríen de sus extraños andares y ponen cara de asco ante su mera existencia. Para ellos es una criatura prohibida. Los tailandeses estarían encantados de fundirla en los tanques de metano. Si tuvieran que elegir entre ella y un fabricante de calorías de AgriGen, es difícil saber a quién querrían ver derretido primero. Y luego están los
gaijin
. Se pregunta cuántos de ellos profesarán ser miembros de la Iglesia grahamita, consagrada a destruir todo lo que ella representa: una afrenta a la naturaleza y el orden de las cosas. Y sin embargo ahí están, plácidamente sentados, disfrutando de su humillación a pesar de todo.
Kannika la agarra de nuevo. Se ha desnudado y tiene una polla de jadeíta en las manos. Derriba a Emiko de un empujón, obligándola a ponerse de espaldas.
—Sujetadle las manos —ordena, y los hombres se apresuran a estirar los brazos e inmovilizarle las muñecas.
Kannika le abre las piernas de par en par, y Emiko chilla cuando la penetra. Gira el rostro, dispuesta a soportar el asalto con resignación, pero Kannika se da cuenta de su estrategia. Atenaza la cara de Emiko con una mano y la obliga a mostrar las facciones para que los hombres puedan presenciar el efecto de las atenciones de Kannika.
El público anima. Empieza a entonar un canto. Cuenta en tailandés. ¡
Neung! ¡Song! ¡Sam! ¡Si
!
Kannika responde acelerando la cadencia de sus embestidas. Los hombres sudan, observan y vociferan pidiendo más a cambio del precio de la entrada. Cada vez son más los que retienen a Emiko, manos en sus tobillos y muñecas, dando más libertad a Kannika para que redoble el abuso. Emiko se retuerce, su cuerpo tiembla y se menea sin control, convulsionándose como hacen todos los neoseres, un arte que Kannika ha aprendido a dominar. Los hombres ríen y hacen comentarios sobre lo estrambótico de sus movimientos, gestos entrecortados, estroboscópicos.
Los dedos de Kannika se suman al jade entre los muslos de la chica mecánica, jugando con el eje de su ser. La vergüenza amenaza con desbordar a Emiko. Los hombres se apiñan, apelotonándose, fascinados. Detrás de ellos se agolpan más todavía, esforzándose por entrever algo. Emiko gime. Kannika se ríe por lo bajo, con picardía. Dice algo a los hombres y acelera el ritmo. Sus dedos juegan con los pliegues de Emiko, que vuelve a gemir cuando su cuerpo la traiciona. Grita. Se arquea. Su cuerpo reacciona exactamente tal y como fue diseñado, tal y como pretendían los científicos con sus tubos de ensayo. No puede controlarlo, por mucho que lo deteste. Los científicos no le permitieron ni siquiera esta pequeña desobediencia. Se corre.
El público estalla en rugidos de aprobación, burlándose de las extrañas convulsiones que el orgasmo extrae de su ADN. Kannika abarca sus movimientos con un gesto, como diciendo: «¿Lo veis? ¡Fijaos en este animal!». Se arrodilla encima de la cara de Emiko y sisea que no es nada, que jamás será nada, que por una vez los sucios japoneses obtendrán su merecido.
A Emiko le gustaría replicar que ningún japonés que se precie haría algo así. Le gustaría replicar que lo único que puede hacer Kannika es jugar con un artilugio japonés de usar y tirar, una trivialidad fruto de la inventiva nipona, como los manillares desechables para los rickshaws de Matsushita, pero ya lo ha dicho antes y eso solo consigue empeorar las cosas. Si se queda callada, el abuso terminará antes.
Aunque sea un neoser, no hay nada nuevo bajo el sol.
Los culis tarjetas amarillas operan las manivelas de los ventiladores de aspas gigantescas que agitan la atmósfera del club. El sudor gotea de sus rostros y se derrama por sus espaldas en relucientes regueros. Queman calorías tan deprisa como las consumen, y aun así el club es un horno con el recuerdo del sol de la tarde.
Emiko está de pie junto a uno de los ventiladores, dejando que la refresque en la medida de lo posible, descuidando por un momento la tarea de acarrear bebidas para los clientes y esperando que Kannika no vuelva a ponerle la vista encima.
Siempre que Kannika se tropieza con ella, la saca al escenario para que los hombres se recreen. La obliga a caminar con el tradicional paso mecánico japonés, enfatizando los estilizados movimientos de su especie. Hace que se gire a un lado y a otro, y los hombres hacen bromas a su costa en voz alta mientras por dentro consideran la posibilidad de comprarla cuando sus amigos se hayan marchado.
En el centro de la sala principal, los hombres invitan a las chicas con sus
pha sin
y sus chaquetillas a salir a la pista de baile y dan vueltas despacio por el parquet mientras la banda toca popurríes de la Contracción, canciones que Raleigh ha rescatado de su memoria y traducido para su interpretación con instrumentos tradicionales tailandeses, extrañas y melancólicas amalgamas del pasado, tan exóticas como sus hijos de cabellos bermejos y grandes ojos redondos.
—¡Emiko!
Se encoge. Es Raleigh, que le indica que vaya a su despacho. Los hombres siguen sus movimientos entrecortados con la mirada cuando pasa por delante de la barra. Kannika levanta la cabeza sin dejar de hacer manitas y carantoñas a un cliente. Esboza una ligera sonrisa al paso de la chica mecánica. Cuando Emiko llegó al país, le dijeron que los thais pueden sonreír de treinta formas distintas. Sospecha que la de Kannika no augura nada bueno.
—Venga —se impacienta Raleigh. La conduce detrás de una cortina y por el pasillo donde las chicas se ponen los uniformes de trabajo, y después abre otra puerta.
Souvenires por valor de tres vidas completas revisten las paredes de su despacho; hay de todo, desde fotografías amarillentas de una Bangkok iluminada completamente por la electricidad hasta una imagen de Raleigh vestido con el atuendo tradicional de alguna tribu salvaje de las montañas del norte. Raleigh invita a Emiko a recostarse encima de un cojín en la plataforma elevada donde atiende los asuntos personales. Ya hay otro hombre reclinado allí, un tipo alto y pálido de ojos azules y rubios cabellos, con una fea cicatriz en el cuello.
El hombre se sobresalta ante la llegada de Emiko.
—Jesús y Noé, no me habías dicho que se trataba de una chica mecánica.
Raleigh sonríe y se acomoda en otro cojín.
—No sabía que fueras grahamita.
La provocación arranca una media sonrisa a su interlocutor.
—Es arriesgado tener algo así... Estás jugando con roya, Raleigh. Los camisas blancas se te podrían echar encima.
—Al ministerio le importa un bledo siempre y cuando yo siga pagando. Los tipos que patrullan por aquí no son el Tigre de Bangkok. Lo único que les preocupa es ganar un dinero extra y dormir por la noche de un tirón. —Se carcajea—. El hielo que consume me sale más caro que sobornar al Ministerio de Medio Ambiente para que haga la vista gorda.
—¿Hielo?
—La estructura de sus poros no es la adecuada. Se recalienta. —Frunce el ceño—. Si llego a saberlo antes, no la habría comprado.
La habitación apesta a opio; Raleigh se afana en rellenar la pipa. Afirma que el opio le mantiene joven, vital frente al paso del tiempo, pero Emiko sospecha que sus viajes a Tokio para someterse a los mismos tratamientos de longevidad que empleaba Gendo-sama también tienen algo que ver. Raleigh sostiene el opio encima de la lámpara. Cuando se calienta y sisea, gira la pelota sobre sus agujas, dejando que la miera se torne viscosa; a continuación se apresura a prensarla hasta volver a formar una bolita que introduce en la cazoleta. Extiende la pipa en dirección a la lámpara e inspira profundamente cuando la miera se convierte en humo. Cierra los ojos. Sin mirar, ofrece la pipa al hombre pálido.
—No, gracias.
Raleigh abre los ojos. Se ríe.
—Deberías probarlo. Es lo único inmune a las plagas. Por suerte para mí. No me imagino con síndrome de abstinencia a mi edad.
El desconocido no responde. En vez de eso, sus ojos azules estudian a Emiko, que tiene la incómoda impresión de estar siendo desmenuzada, célula a célula. No es que la desnude con la mirada (esto lo experimenta a diario: la sensación de miradas masculinas reptando por su piel, ciñéndose a su cuerpo, ansiándola y despreciándola al mismo tiempo); el escrutinio es desapasionado como un bisturí. Si lo impulsa algún tipo de apetito, sabe disimularlo.
—¿Es ella? —pregunta.
Raleigh asiente con la cabeza.
—Emiko, cuéntale a este caballero lo de nuestro amigo de la otra noche.
Emiko, azorada, mira a Raleigh de reojo. Está segura de no haber visto a este
gaijin
tan pálido y rubio en el club antes, o al menos, no como asistente a ninguna actuación especial. Nunca le ha servido whisky con hielo. Se devana los sesos. No, lo recordaría. Está quemado por el sol; es evidente pese a la tenue iluminación oscilante de las llamas y la lámpara de opio. Y la claridad de sus ojos es demasiado extraña, desagradable. Lo recordaría.
—Adelante —insiste Raleigh—. Dile lo mismo que a mí. Acerca del camisa blanca. El muchacho con el que te fuiste.
Por lo general, Raleigh está obsesionado con el anonimato de los clientes. Ha llegado incluso a hablar de construir una escalera aparte para ellos, tan solo para que nadie los vea entrar y salir de la torre de Ploenchit, un pasaje subterráneo que les permitiría acceder desde una manzana de distancia. Y sin embargo ahora le pide que revele la identidad de alguien.
—¿El muchacho? —pregunta Emiko para ganar tiempo, preocupada por la disposición de Raleigh a exponer a un cliente, y un camisa blanca, nada menos. Vuelve a observar de soslayo al desconocido, preguntándose quién es y qué clase de poder ejerce sobre su papa-san.
—Venga. —Raleigh gesticula con impaciencia, sujetando la pipa de opio entre los dientes. Se acerca a la lámpara para aspirar otra bocanada.
—Era un camisa blanca —comienza Emiko—. Llegó con un grupo de oficiales...
Un novato. Había llegado con sus amigos. Todos ellos se reían y le daban empujones. Todos ellos bebían gratis porque Raleigh sabe cuándo conviene invitar; su buena voluntad vale más que el licor. El joven, borracho. Riendo y haciendo chistes sobre ella en la barra. Regresando furtivamente más tarde, en privado, a salvo de las indiscretas miradas de sus colegas.
El hombre pálido hace una mueca.
—¿Van contigo? ¿Con las de tu clase?
—
Hai
. —La chica mecánica asiente con la cabeza, sin desvelar lo que opina de su desdén—. Camisas blancas y grahamitas por igual.
Raleigh suelta una risita.
—El sexo y la hipocresía van de la mano, como el café y la leche.
El desconocido fulmina a Raleigh con la mirada, y Emiko se pregunta si el anciano puede ver el asco que anida en esos ojos azules o si está demasiado colocado de opio como para darle importancia. El hombre pálido se inclina hacia delante, dejando a Raleigh fuera de la conversación.
—¿Y qué te dijo ese camisa blanca?
¿Percibe un destello de fascinación en él? ¿Le intriga? ¿O es tan solo su historia lo que le interesa?
Contra su voluntad, Emiko siente cómo se agita dentro de ella el impulso genético de agradar, una emoción que no había vuelto a sentir desde su abandono. Hay algo en el hombre que le recuerda a Gendo-sama. Aunque sus ojos azules de
gaijin
sean como pozos de ácido químico y su rostro sea tan pálido como una máscara de kabuki, tiene presencia. El aura de autoridad que lo envuelve es palpable, y curiosamente reconfortante.
«¿Eres grahamita?», se pregunta. «¿Me usarías para fundirme después?» Se pregunta si le importa. No es apuesto. No es japonés. No es nada. Y sin embargo, su sobrecogedora mirada la retiene con la misma fuerza que ejercía Gendo-sama.
—¿Qué quieres saber? —susurra.
—Tu camisa blanca dijo algo acerca de la piratería genética —responde el
gaijin
—. ¿Lo recuerdas?
—
Hai
. Sí. Me parece que estaba muy orgulloso. Llegó con una bolsa de fruta recién diseñada. Regalos para todas las chicas.
Más interés por parte del
gaijin
. Emiko se siente abrigada por él.
—¿Y qué aspecto tenía esa fruta?
—Era roja, creo. Con... hilos. Muy largos.
—¿Pelos de color verde? ¿Más o menos de este tamaño? —Indica un centímetro con los dedos—. ¿Ásperos?
Emiko asiente con la cabeza.
—Sí. En efecto. Los llamaba
ngaw
. Los había hecho su tía. Iba a felicitarla el defensor de la Reina Niña, el somdet chaopraya, por su contribución al reino. Estaba muy orgulloso de su tía.
—Y se fue contigo —la interrumpe el hombre.
—Sí. Pero más tarde. Cuando se fueron sus amigos.
El hombre pálido menea la cabeza, impaciente. No le importan los detalles del encuentro: los ojos nerviosos del muchacho, la forma en que se acercó a la mama-san y cómo Emiko fue enviada arriba mientras él esperaba un tiempo prudencial para seguirla, para que nadie pudiera relacionarlos.
—¿Qué más dijo acerca de esa tía?
—Solo que piratea para el ministerio.
—¿Nada más? ¿No dijo dónde? ¿Dónde están los campos de pruebas? ¿Nada por el estilo?