Una mujer es hallada muerta en la ciudad de Besźel, en algún lugar de los confines de Europa. Para llevar a cabo la investigación, el inspector Borlú tiene que viajar desde esta decadente ciudad a su urbe rival, idéntica e íntima vecina, la vibrante ciudad de Ul Qoma. Pero cruzar esta frontera significa emprender un viaje tan físico como psíquico, ver aquello que se mantiene invisible. Con el detective de Ul Qoma Qussim Dhatt, Borlú se ve envuelto en un submundo de nacionalistas que intentan destruir la ciudad vecina, y de unificacionistas que sueñan con convertir las dos ciudades en una sola. Mientras los detectives desvelan los secretos de la mujer asesinada, empiezan a sospechar una verdad que podría costarles algo más que sus vidas.
China Miéville
La ciudad y la ciudad
ePUB v1.0
03.06.13
Título original:
The city and the city
China Miéville, 2009.
Traducción: Silvia Schettin Pérez
ePub base v2.1
A la memoria de mi madre, Claudia Lightfoot
Por la ayuda que me han prestado en este libro, les estoy muy agradecido a Stefanie Bierwerth, Mark Bould, Christine Cabello, Mic Cheetham, Julie Crisp, Simon Kavanagh, Penny Haynes, Chloe Healy, Deanna Hoak, Peter Lavery, Farah Mendlesohn, Jemima Miéville, David Moench, Sue Moe, Sandy Rankin, Maria Rejt, Rebecca Saunders, Max Schaefer, Jane Soodalter, Jesse Soodaler, Dave Stevenson, Paul Taunton, y a mis editores Chris Schluep y Jeremy Trevathan. Mi más sincero agradecimiento a Del Rey y Macmillan. Gracias a John Curran Davis por sus maravillosas traducciones de Bruno Schulz.
Entre los innumerables escritores con los que me siento en deuda, aquellos de los que soy especialmente consciente y a los que me siento agradecido con relación a esta novela se encuentran Raymond Chandler, Franz Kafka, Alfred Kubin, Jan Morris y Bruno Schulz.
«En algún recóndito lugar de la ciudad surgían, por así decirlo, calles dobles,
doppelgängers
de calles, calles mendaces y engañosas.»
—Bruno Schulz,
Las tiendas de color canela
Besźel
No podía ver la calle ni gran parte de la urbanización. Estábamos rodeados de bloques de edificios teñidos por la suciedad en cuyas ventanas se asomaban las figuras de hombres y mujeres, con pelo de recién levantados y tazas en la mano, que desayunaban y nos miraban con interés. El espacio entre los edificios se abrió hace tiempo. Descendía como un campo de golf… una caricatura infantil de la geografía. Quizá habían pensado plantar algunos árboles y poner un estanque. Había un bosquecillo, pero los árboles jóvenes estaban muertos.
El césped estaba lleno de maleza, atravesado por caminos que el paso de la gente había abierto entre la basura, surcado por las huellas de neumáticos. Había policías ocupados en distintas tareas. Yo no había sido el primer detective en llegar: vi a Bardo Naustin y a otros dos más, pero yo era el más veterano. Seguí al sargento hasta donde se concentraban la mayor parte de mis colegas, entre una torre en ruinas de poca altura y una pista de
skate
circundada por enormes cubos de basura con forma de tambor. Más allá se podían escuchar los ruidos provenientes de los muelles del puerto. Había un grupo de chavales sentados encima de un muro, frente a los policías que permanecían de pie. Las gaviotas volaban en círculos sobre el lugar de reunión.
—Inspector.
Saludé con la cabeza a quienquiera que fuese esa persona. Alguien me ofreció un café, pero lo rechacé con un movimiento de cabeza y me fijé en la mujer que había venido a ver.
Estaba tendida sobre las rampas de la pista de
skate
. No hay quietud como la quietud de los muertos: el viento puede agitar sus cabellos, como agita ahora los de ella, pero no reaccionan de la misma manera. El cuerpo de la mujer estaba en una postura imposible, con las piernas torcidas como si estuviera a punto de levantarse y los brazos doblados en una extraña curva. Tenía la cara contra el suelo.
Era una mujer joven, el pelo castaño recogido en dos coletas a los lados que le brotaban como plantas. Estaba casi desnuda y entristecía ver que su piel seguía lisa en aquella mañana, sin que se le hubiese erizado por el frío. Solo llevaba puestas unas medias llenas de carreras y un único zapato de tacón alto. Al ver que lo estaba buscando, un sargento me saludó con la mano desde la distancia, donde custodiaba el zapato desaparecido.
Habían pasado ya un par de horas desde que habían descubierto el cuerpo. Le eché un rápido vistazo. Contuve la respiración y me incliné hacia la tierra para verle la cara, pero lo único que vi fue uno de sus ojos abiertos.
—¿Dónde está Shukman?
—No ha llegado aún, inspector…
—Que alguien lo llame, díganle que se dé prisa.
Le di un toque con la mano a mi reloj. Yo estaba a cargo de lo que llamamos la
mise-en-crime
. Nadie iba a moverla hasta que Shukman, el patólogo, llegara, pero había más cosas que hacer. Comprobé la visibilidad del lugar. Nos hallábamos en una zona apartada y estábamos ocultos por los contenedores de basura, pero podía sentir ojos que se posaban sobre nosotros como insectos desde todos los rincones de la urbanización. Nos agrupamos.
Había un colchón mojado puesto de canto entre dos de los cubos de basura, al lado de una multitud de piezas de hierro oxidado tiradas por el suelo que se mezclaban con cadenas desechadas.
—Eso estaba encima de ella. —La agente que habló era Lizbyet Corwi, una chica joven y lista con la que ya había trabajado en un par de ocasiones—. No es que estuviera lo que se dice bien escondida, pero en cierto modo hacía que pareciera un montón de basura, supongo. —Vi que había un rectángulo de tierra más oscuro alrededor del cadáver: los restos del rocío cobijados por el colchón. Naustin estaba acuclillado junto a él, con la mirada fija en esa tierra.
—Los chicos que la encontraron avisaron a la policía —dijo Corwi.
—¿Cómo la encontraron?
La agente apuntó a la tierra, señalando unas pequeñas marcas de pisadas de animal.
—Evitaron que se acercaran al cuerpo. Luego corrieron como posesos cuando se dieron cuenta de lo que era, y nos llamaron. Los nuestros, cuando llegaron… —Ella dirigió una mirada a dos policías que yo no conocía.
—¿Movieron el cuerpo?
Corwi asintió.
—Para ver si seguía viva, han dicho.
—¿Cómo se llaman?
—Shushkil y Briamiv.
—¿Y estos son los que la encontraron? —Señalé con la cabeza a los chicos que estaban bajo vigilancia. Había dos chicas y dos chicos. Adolescentes, decaídos, con la mirada baja.
—Sí. Mascadores.
—¿Un estimulante mañanero?
—Eso es dedicación, ¿eh? —dijo ella—. A lo mejor quieren presentarse al yonqui del mes o a cualquier otra mierda. Llegaron aquí antes de las siete. Parece que la pista de
skate
está organizada de esa forma. La construyeron hace solo un par de años, antes no había nada, pero la gente de aquí ya ha organizado sus turnos. Desde medianoche hasta las nueve de la mañana, solo los mascadores; de las nueve a las once, los de la banda hacen planes para el día; de las once a medianoche, los de los patines y monopatines.
—¿Llevaban algo encima?
—Uno de los chavales llevaba un pincho, pero muy pequeño. No podría ni amenazar a una rata con eso. Y una mascadura cada uno. Nada más. —Se encogió de hombros—. La droga no la llevaban encima, la encontramos junto al muro, pero… —volvió a encogerse de hombros— no había nadie más por aquí.
Ella se fue hacia uno de los nuestros y abrió la bolsa que este llevaba. Paquetitos de hierba densa y resinosa. En la calle lo llaman
feld
: una potente mezcla de
Catha edulis
con tabaco, cafeína y otras cosas más fuertes, e hilos de fibra de vidrio o algo similar para raspar la resina y que pase a la sangre. El nombre es un juego de palabras trilingüe: se llama
khat
en el lugar donde crece, y gato en inglés,
cat
, es
feld
en nuestro idioma. Lo olí un poco y era de muy mala calidad. Me acerqué hasta el lugar donde los cuatro adolescentes temblaban bajo sus abrigos de plumas.
—Qué hay, policía —dijo uno de los chicos con una entonación similar al
hip-hop
en inglés con acento besź.
Alzó la mirada y se encontró con la mía; estaba pálido. Ni él ni ninguno de sus compañeros tenían buen aspecto. Desde donde estaban sentados no hubieran podido ver a la mujer muerta, pero ni siquiera miraban en esa dirección.
Estaba claro que sabían que encontraríamos el
feld
, y que contaríamos con que era suyo. No había nada que pudieran haber dicho al respecto, no les habría quedado otra que escapar.
—Soy el inspector Borlú —dije—. De la Brigada de Crímenes Violentos.
No dije: «Soy Tyador». Una edad difícil para interrogar: demasiado viejos para los nombres de pila, eufemismos y juegos, pero no lo bastante como para oponerse claramente a las entrevistas, al menos no cuando las reglas estaban claras.
—¿Cómo te llamas?
El chico dudó, se planteó usar cualquier nombre de guerra que se hubiera puesto, pero no lo hizo.
—Vilyem Barichi.
—¿La encontraste tú? —El chico asintió, y sus amigos asintieron tras él—. Cuéntamelo.
—Vinimos aquí por… por… y… —Vilyem esperó, pero yo no dije nada de las drogas. Bajó la mirada—. Y vimos algo debajo del colchón y lo levantamos. Había…
Sus amigos levantaron la mirada cuando Vilyem se mostró dubitativo, claramente supersticioso.
—¿Lobos? —pregunté. Se miraron todos.
—Sí, tío, había una manada apestosa metiendo las narices por aquí y… Y pensamos que…
—¿Cuánto lleváis aquí? —les pregunté.
El chico se encogió de hombros.
—No sé. ¿Un par de horas?
—¿Vino alguien más por aquí?
—Vi a unos tíos por ahí hace un rato.
—¿Camellos?
Se encogió de hombros otra vez.
—Y una furgo se metió en el césped y pasó por aquí; se marchó al cabo de un rato. No hablamos con nadie.
—¿Cuánto hace de lo de la furgoneta?
—No sé.
—Todavía estaba oscuro —dijo una de las chicas.
—Vale. Vilyem, chicos, vamos a por algo de desayunar, algo de beber, si queréis. —Me acerqué a los policías que los vigilaban—. ¿Hemos hablado con sus padres? —quise saber.
—Están de camino, jefe; excepto los suyos —señaló a una de las chicas—, no podemos dar con ellos.
—Pues seguid intentándolo. Ahora lleváoslos a la comisaría.
Los cuatro adolescentes se intercambiaron miradas.
—Tío, vaya mierda —dijo el chico que no era Vilyem, sin demasiada convicción. Sabía que según cierta «política» debía oponerse a mis órdenes, pero en realidad quería ir con mi subalterno. Té negro, pan y papeleo; el aburrimiento y los tubos fluorescentes: nada de eso se parecía a tener que retirar el pesado y voluminoso colchón, empapado de humedad, que estaba en el patio, en la oscuridad.
Stepen Shukman y su ayudante Hamd Hamzinic llegaron al lugar de los hechos. Miré mi reloj. Shukman me ignoró. Cuando se agachó hacia el cuerpo, resopló. Certificó la muerte. Hizo algunos comentarios que Hamzinic anotó.