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Authors: China Miéville

Tags: #Fantástico, #Policíaco

La ciudad y la ciudad (4 page)

BOOK: La ciudad y la ciudad
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Hicimos lo mismo con otros grupos de gente y después nos quedábamos siempre unos minutos en el coche, lo bastante lejos como para que algún miembro inquieto de uno de esos grupos pudiera buscar alguna excusa con la que ausentarse y compartir algún pedacito de información disidente que nos pusiera en el camino que llevaba hacia los pormenores y la familia de nuestra muerta. Nadie lo hizo. Le di mi tarjeta a mucha gente y anoté en mi cuaderno los nombres y las descripciones de los pocos que Corwi me dijo que eran importantes.

—Ya hemos hablado con la mayor parte de la gente que conozco —dijo.

Algunos de esos hombres y mujeres sí que reconocieron a mi acompañante, pero no pareció que eso cambiara mucho la forma en la que la recibieron. Cuando los dos estuvimos de acuerdo en que habíamos terminado, eran ya las dos de la madrugada. La media luna lucía pálida: después de la última intervención habíamos llegado a un punto muerto y nos hallábamos de pie en una calle despojada hasta de sus paseantes más noctámbulos.

—La mujer sigue siendo un interrogante.

Corwi estaba sorprendida.

—Haré que pongan carteles por la zona.

—¿En serio, jefe? ¿Eso lo aprobará el
commissar
?

Hablábamos en voz baja. Metí los dedos en la alambrera de una valla que rodeaba una parcela en la que solo había cemento y malas hierbas.

—Sí —dije—. Tragará. No es mucho pedir.

—Son varios policías durante algunas horas, y él no va a… no para…

—Tenemos que intentar identificarla. Joder, los pegaría yo mismo.

Lo organizaría de tal modo que enviaran los carteles a cada una de las divisiones de la ciudad. Cuando encontráramos un nombre, si la historia de Fulana era la que habíamos intuido aunque de forma imprecisa, los pocos recursos que teníamos se desvanecerían. Estábamos apurando un margen que se estrechaba cada vez más.

—Tú eres el jefe, jefe.

—No del todo, pero por el momento estoy a cargo de esto.

—¿Nos vamos?

Corwi señaló el coche.

—Iré andando para coger el tranvía.

—¿En serio? Venga, vas a tardar siglos.

Pero me despedí mientras me marchaba. Me alejé, con el sonido de mis propios pasos y de algún exaltado perro callejero como única compañía, hacia donde el brillo grisáceo de nuestras farolas desaparecía, y me iluminó una extranjera luz anaranjada.

Shukman era mucho más callado en su laboratorio que fuera de él. Le había pedido a Yaszek por teléfono el vídeo del interrogatorio de los chicos, el día anterior, cuando Shukman se había puesto en contacto conmigo y me había dicho que fuera. Hacía frío, cómo no, y el ambiente estaba viciado por las sustancias químicas. En la inmensa habitación sin ventanas había tanto acero como madera oscurecida por las múltiples capas de barniz. En las paredes colgaban tablones de corcho y en cada uno de ellos crecía una maraña de papeles.

La suciedad parecía acechar en las esquinas de la habitación, en los bordes de los puestos de trabajo, pero pasé un dedo por una ranura de aspecto mugriento y salió limpio. Las manchas tenían ya mucho tiempo. Shukman estaba de pie junto a la cabecera de la mesa de disección, sobre la cual, cubierta con una sábana ligeramente manchada, con los contornos de la cara lisos, estaba nuestra Fulana, mirándonos fijamente mientras hablábamos de ella.

Miré a Hamzinic. Era solo un poco mayor, intuía, que la chica muerta. Se había quedado de pie, cerca, en señal de respeto, con las manos entrelazadas. Fuera o no por casualidad, estaba junto a un tablón de corcho en el que, junto a varias postales y notas recordatorias, habían pegado un papel chillón con la
shahada
. Hamd Hamzinic era lo que los asesinos de Avid Avid también clasificarían como
ébru
. Ahora ese nombre lo usaban solo los anticuados, los racistas, o, como una forma de provocación: uno de los mejores cantantes de
hip-hop
besźelí se llamaba Ébru W. A.

Desde un punto de vista técnico, por supuesto, la palabra resultaba irrisoriamente inexacta para al menos la mitad de las personas a las que se aplicaba. Pero, durante al menos doscientos años, desde que los refugiados de los Balcanes llegaran en busca de asilo e hicieran crecer rápidamente la población de musulmanes en la ciudad,
ébru
, la antigua palabra besź para «judío», había sido forzosamente reclutada para incluir a los nuevos inmigrantes y se convirtió en un término colectivo que incluía ambas poblaciones. Fue precisamente en los antiguos guetos judíos de Besźel donde se instalaron los primeros musulmanes.

Antes incluso de que llegaran los refugiados, los más necesitados de las dos comunidades minoritarias de Besźel habían sido tradicionalmente aliados, con temor o jocosidad, según fuera la política del momento. Pocos ciudadanos se dan cuenta de que nuestra tradición de bromas sobre la estupidez de los hijos medianos deriva de un diálogo humorístico de cientos de años de antigüedad entre el gran rabino de Besźel y el imán sobre la intemperancia de la iglesia ortodoxa de Besźel. No tenían, los dos estaban de acuerdo, ni la sabiduría de la vieja fe de Abraham ni el vigor de la fe más reciente.

Un tipo común de establecimiento, durante gran parte de la historia de Besźel, había sido el DöplirCaffé: un café musulmán y otro judío, alquilados uno junto al otro, cada uno con su trastienda y su cocina propias,
halal
y
kosher
, pero que compartían el mismo nombre, el mismo letrero y la misma extensión de mesas, al que se le había quitado la pared que los dividía. Venían grupos mixtos, saludaban a los dos propietarios, se sentaban juntos, separados solo por fronteras comunitarias lo bastante largas para que les sirvieran la comida permitida en el lado pertinente o, en el caso de los librepensadores, de forma ostentosa de ambas cocinas a la vez. Que el DöplirCaffé fuera un establecimiento o dos dependía de a quién le preguntaras: para un recaudador de impuestos sobre bienes inmuebles siempre era uno.

El gueto de Besźel ahora no era más que arquitectura, no una frontera política formal, viejas casas en ruinas con un renovado aspecto
chic
y aburguesado, aglomeradas en una alteridad de distintos espacios foráneos. De todos modos, eso era solo la ciudad; no era una alegoría, y Hamd Hamzinic había tenido que lidiar con actitudes desagradables durante sus estudios. Por ello tuve en mejor consideración a Shukman: con un hombre de su edad y de su carácter, me sorprendía que Hamzinic se sintiera libre para expresar su fe.

Shukman no destapó a Fulana. Estaba tendida entre nosotros. Habían hecho algo para que pareciera que estaba descansando.

—Te he mandado el informe por correo electrónico —dijo Shukman—. Mujer de veinticuatro o veinticinco años. Salud general decente, aparte de estar muerta. Hora del deceso: a eso de medianoche de anteayer, hora arriba hora abajo, claro. Causa de la muerte: heridas punzantes en el pecho. Cuatro en total, una de las cuales le perforó el corazón. Un objeto afilado, o un tacón fino o algo así, pero no un arma. También tiene una herida muy fea en la cabeza y un montón de extrañas excoriaciones. —Levanté la vista—. Algunas debajo del pelo. La golpearon con fuerza en un lado de la cabeza. —Simuló el golpe a cámara lenta—. Le dieron un golpe en el lado izquierdo del cráneo. Diría que eso la dejó inconsciente, o al menos la derribó y la dejó grogui; después, las heridas de las puñaladas le dieron el golpe de gracia.

—¿Con qué la golpearon? En la cabeza.

—Con algo pesado y romo. Podría ser un puño, si era grande, supongo, pero lo dudo mucho. —Destapó la esquina de la sábana con un experto tirón que descubrió un lado de la cabeza. Tenía el color desagradable de los hematomas en los cadáveres—. Y
voilà
. —Me instó a ver de cerca el rapado cuero cabelludo de la chica.

Me acerqué y noté el olor a conservante. Entre los incipientes cabellos oscuros había varias marcas de pequeñas costras.

—¿Qué son?

—No lo sé —dijo—. No son profundas. Algo sobre lo que cayó, creo.

Las abrasiones tenían el tamaño de la punta de un lápiz apretada contra la piel. Cubrían una zona apenas del ancho de mi mano, rompiendo la superficie de forma irregular. En algunos lugares se alineaban durante unos milímetros de largo, más profundas en el centro que en los extremos, donde desaparecían.

—¿Indicios de relación sexual?

—Ninguno reciente. Así que, si era una de esas trabajadoras, a lo mejor fue su negativa a hacer algo lo que le causó este lío. —Asentí. Él esperó—. La hemos lavado —dijo al fin—, pero estaba cubierta de mugre, polvo, manchas de hierba, todo eso que te esperarías encontrar por el sitio donde la hallamos. Y óxido.

—¿Óxido?

—Por todas partes. Muchas abrasiones, cortes, raspaduras, la mayor parte post mórtem, y mucho óxido.

Volví a asentir. Fruncí el ceño.

—¿Heridas defensivas?

—No. Sucedió deprisa e inesperadamente, o la atacaron por la espalda. Hay un montón de raspaduras más y yo qué sé qué más en el cuerpo. —Shukman señaló las marcas de desgarro de la piel—. Coherente con el hecho de que la arrastraran. El desgaste y el desgarro del asesinato.

Hamzinic abrió la boca y enseguida la volvió a cerrar. Lo miré de reojo. Sacudió tristemente la cabeza:
Nada, nada
.

3

Pegaron los carteles. La mayor parte de ellos en torno a la zona en la que encontramos a nuestra Fulana, pero pegaron algunos también en las avenidas principales, en las calles comerciales, en Kyezov y Topisza y sitios así. Incluso vi uno cuando salí de mi apartamento.

Ni siquiera estaba muy cerca del centro. Vivía al este y un poco al sur del casco antiguo, en la penúltima planta de una pequeña torre de seis pisos en VulkovStrász. Es una calle muy entramada, conjunto tras conjunto de arquitectura interrumpidos por la alteridad, incluso en algunos lugares entre las casas. Los edificios vecinos son uno o tres pisos más altos que los otros, así que los de Besźel sobresalen de cuando en cuando y el perfil de los tejados se dibuja casi en un matacán.

Entrecruzada por las sombras que proyectaban las vigas de las torres que se impondrían de estar allí, la iglesia de la Ascensión se encuentra al final de VulkovStrász, sus ventanas protegidas por rejillas de alambre, aunque algunas de sus vidrieras estaban rotas. Allí hay un mercado de pescado cada pocos días. Habitualmente desayunaría oyendo los gritos de los vendedores ambulantes junto a sus cubos de hielo y mostradores con moluscos vivos. Incluso las chicas jóvenes que trabajaban allí vestían como sus abuelas detrás de los tenderetes, nostálgicamente fotogénicas, con el pelo sujeto por pañuelos con los colores de los paños de cocina, delantales de cortar el pescado decorados con patrones grises y rojos para minimizar las manchas producidas al quitarle las vísceras. Los hombres miraban, engañosamente o no, directamente a sus barcos, como si no hubieran descargado la pesca desde que emergieran del mar, hasta que llegaban a los adoquines que tenía debajo de mí. Los clientes en Besźel se demoraban, olían y tocaban los productos.

Por la mañana, los trenes pasaban por una línea alzada a unos metros de mi ventana. No estaban en mi ciudad. No lo hice, por supuesto, pero podría haber fijado mi vista en los vagones (estaban casi así de cerca) y haberme encontrado con los ojos de los foráneos pasajeros.

Solo habrían visto a un hombre delgado que acaba de entrar en la mediana edad, con el pijama y el yogur y el café matutinos, agitando un ejemplar de algún periódico (
Inkyistor
o
Iy Déurnem
o un
Besźel Journal
emborronado y sucio para practicar mi inglés). Por lo general, solo, aunque de vez en cuando dos mujeres de su misma edad podrían estar allí, pero nunca a la vez. (Una, historiadora económica de la Universidad de Besźel; la otra, redactora de una revista de arte. No sabían nada la una de la otra, pero tampoco les importaba).

Al salir, a una corta distancia de mi puerta principal, la cara de Fulana me miró desde un soporte para carteles. Aunque tenía los ojos cerrados, habían recortado y modificado la fotografía para que no pareciera muerta sino estupefacta. «¿Conoce a esta mujer?», decía. Estaba impreso en blanco y negro, en papel mate. «Llame a la Brigada de Crímenes Violentos», y nuestro número. La presencia de ese cartel podría ser la prueba de que los policías locales eran especialmente eficientes. Puede que todos los hubieran puesto por el distrito. Puede que, como sabían por dónde vivía, quisieran mantenerme lejos de ellos colocándolos en uno o dos sitios estratégicos, sobre todo para mis ojos.

Estaba a un par de kilómetros de la sede de la BCV. Caminé. Caminé junto a los arcos de ladrillo: en la parte superior, en la parte de la cuerda, los arcos estaban en otra parte, pero no todos eran extranjeros en la base. Los que podía ver cobijaban pequeñas tiendas y casas ocupadas decoradas con grafitis. En Besźel era una zona tranquila, pero las calles estaban abarrotadas con los de otra parte. Las desví, pero escoger entre todas ellas tomó su tiempo. Antes de que hubiera llegado al giro de Vía Camir, Yaszek me llamó al móvil.

—Hemos encontrado la furgoneta.

Cogí un taxi, que se caló y aceleró repetidas veces a través del tráfico. El puente Mahest estaba atestado en aquel lugar y en cualquier otro. Dispuse de varios minutos para contemplar la suciedad del río mientras nos acercábamos poco a poco a la ribera oeste, el humo y los barcos atracados en el mugriento astillero bajo la luz que proyectaban los edificios reflejados en el agua de una ribera extranjera, una envidiable área de finanzas. Remolcadores de Besźel se balanceaban a causa de las olas levantadas por la estela de taxis acuáticos ignorados. La furgoneta estaba atravesada entre los edificios. No estaba dentro de un terreno, sino en un canal que dividía las instalaciones de una empresa de importación y exportación y un bloque de oficinas, un pequeño espacio lleno de basura y de mierda de lobo que unía dos calles más grandes. La cinta protectora aseguraba los dos extremos, una ligera incorrección, puesto que el callejón estaba en un entramado, aunque raramente usado, así que la cinta era una alteración de la norma habitual en esas circunstancias. Mis colegas estaban jugueteando alrededor del círculo.

—Jefe.

Era Yaszek.

—¿Está Corwi de camino?

—Sí, ya la he avisado.

Yaszek no hizo ningún comentario sobre que hubiera reclutado a una joven oficial. Vino andando hacia mí. La furgoneta era una Volkswagen destartalada, en muy mal estado. Era más blanco hueso que gris, pero la suciedad la hacía parecer más oscura.

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