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Authors: China Miéville

Tags: #Fantástico, #Policíaco

La ciudad y la ciudad (2 page)

BOOK: La ciudad y la ciudad
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—¿Hora? —le pregunté.

—A eso de las doce —respondió Shukman. Presionó uno de los miembros de la mujer. El cuerpo osciló. Con esa rigidez y la postura en la que estaba, es probable que hubiera muerto en otro lugar—. No la mataron aquí. —Había oído decir muchas veces que era bueno en su trabajo, pero yo no había visto ninguna prueba de que fuera algo más que competente.

—¿Está ya? —le dijo a una de las fotógrafas forenses. Ella sacó dos fotos más desde diferentes ángulos y asintió. Shukman hizo rodar a la mujer con la ayuda de Hamzinic. Dio la impresión de que el cuerpo le ofreció resistencia con su agarrotada inmovilidad. Dada la vuelta resultaba absurda, como alguien imitando a un insecto muerto, los miembros encorvados, balanceándose sobre la columna.

Nos miró por debajo del flequillo que se le agitaba. Tenía la cara contraída en un rictus de perpleja tensión: estaba continuamente sorprendida de sí misma. Era joven. Estaba muy pintada y todo ese maquillaje se le había corrido por el rostro lleno de golpes horribles. Era imposible saber qué aspecto había tenido en realidad, qué cara verían aquellos que la conocían cuando escucharan su nombre. Lo sabríamos más tarde, cuando llegara la relajación de la muerte. Tenía marcas de sangre en la frente, oscuras como la mugre. Flash, flash de las cámaras.

—Vaya, hola, causa de la muerte —le dijo Shukman a las heridas que la mujer tenía en el pecho.

En la mejilla izquierda, extendiéndose en una curva hasta debajo de la barbilla, había una escisión larga y roja. Le habían hecho un corte que se prolongaba a lo largo de la mitad de su cara.

La herida era lisa durante varios centímetros y recorría la carne con la precisión del trazo de un pincel. Cuando alcanzaba la zona por debajo de la barbilla, debajo de la prominencia de la boca, cobraba un horrible aspecto dentado y terminaba o empezaba con un profundo desgarro en forma de agujero en el tejido blando detrás del hueso. El cadáver me miraba sin verme.

—Toma también algunas sin flash —dije.

Como algunos otros, aparté la mirada mientras Shukman murmuraba algo: resultaba impúdico mirar. Los policías científicos de uniforme de la
mise-en-crime
, los
mectecs
en nuestra jerga, inspeccionaban la zona en espiral. Examinaban la basura y rebuscaban entre los surcos que habían dejado los coches. Colocaban marcadores de referencia y tomaban fotografías.

—Muy bien. —Shukman se levantó—. Vayámonos de aquí.

Un par de hombres la levantaron y la pusieron en una camilla.

—Por Dios —dije—, cúbranla.

Alguien encontró una manta, no sé dónde, y se encaminaron de nuevo al vehículo de Shukman.

—Me pasaré esta tarde —dijo—. ¿Te veré allí?

Meneé la cabeza sin comprometerme. Fui hacia Corwi.

—Naustin.

Lo llamé cuando estaba situado de tal forma que Corwi pudiera escuchar nuestra conversación. Ella levantó rápidamente la mirada y se acercó un poco.

—Inspector —dijo Naustin.

—A ver ese análisis.

Naustin le dio un sorbo al café y me miró nervioso.

—¿Prostituta? —aventuró—. La primera impresión, inspector. ¿En esta zona, apaleada y desnuda? Y… —Se señaló la cara haciendo referencia al exagerado maquillaje—. Prostituta.

—¿Pelea con un cliente?

—Sí, pero… Si solo fueran las heridas del cuerpo, ya sabe, sabría… que lo que tenemos es… y a lo mejor no quiere hacer lo que él quiere, lo que sea. Él le da una paliza. Pero esto… —Volvió a tocarse la mejilla, intranquilo—. Esto es diferente.

—¿Algún psicópata?

Hizo un ademán para indicar que no lo sabía con certeza.

—A lo mejor. La corta, la mata, la tira. Un chulo cabrón, también: no le importa una mierda que vayamos a encontrarla.

—Un chulo o un estúpido.

—O un chulo y un estúpido.

—Pues un chulo, un estúpido y un sádico.

Él levantó la mirada.
A lo mejor
.

—De acuerdo —dije—. Es posible. Haz las rondas de las chicas de por aquí. Pregúntale a algún agente que conozca la zona. Pregúntale si han tenido algún problema con alguien últimamente. Que circule una foto de ella, pongámosle un nombre a Fulana de Tal. —Usé el nombre genérico para «mujer desconocida»—. Lo primero que quiero que hagas es que interrogues a Barichi y a sus colegas, esos de ahí. Sé amable, Bardo, ni siquiera tenían la obligación de informar de esto. Lo digo en serio. Y dile a Yaszek que vaya contigo. —Ramira Yaszek era muy buena con los interrogatorios—. ¿Me llamas esta tarde? —En cuanto estuvo lo bastante lejos como para que no pudiera oírnos le dije a Corwi—: Hace unos años no teníamos ni la mitad de gente trabajando en el asesinato de una chica trabajadora.

—Hemos avanzado mucho —respondió ella.

No tenía muchos más años que la chica que había muerto.

—No creo que a Naustin le haga mucha gracia estar de turno con las prostitutas callejeras, pero ya ves que no se queja —dije.

—Hemos avanzado mucho —insistió ella.

—¿Y? —Levanté una ceja. Eché un vistazo hacia donde estaba Naustin. Esperé. Me acordé de la participación de Corwi en el caso de la desaparición de Shulban, un caso mucho más complejo de lo que había parecido en un principio.

—Bueno, es solo que, ya sabes, que deberíamos considerar otras posibilidades —dijo.

—A ver.

—El maquillaje —dijo—. Todo tierras y marrones, ya me entiendes. Muy recargado, pero no es… —Puso morritos de vampiresa—. ¿Y te has fijado en su pelo? —Me había fijado—. No está teñido. Date un paseo conmigo por GunterStrász, por toda la zona, por cualquiera de los sitios donde paran las chicas. Te apuesto a que dos tercios de ellas son rubias. Y el resto morenas o de rojo fuego o yo qué sé. Y… —Hizo un tirabuzón en el aire con el dedo como si tuviera un mechón de pelo—. Está sucio, pero se ve mucho mejor que el mío. —Se pasó la mano por las puntas abiertas.

Para muchas de las prostitutas de Besźel, sobre todo en zonas como esta, lo primero era comprar ropa y comida para sus hijos; después se compraban
feld
o crac para ellas; luego venía su comida; lo último eran artículos diversos entre los cuales el suavizante capilar estaba en la parte más baja de la lista. Le eché un vistazo al resto de los oficiales, a Naustin preparándose para irse.

—Vale —dije—. ¿Conoces esta zona?

—Bueno —empezó a decir ella—, está un poco apartada, ¿no? Realmente esto ya casi ni es Besźel. Yo estoy destinada en Lestov. Nos hicieron venir a unos cuantos cuando los chavales llamaron. Pero estuve destinada aquí hace un par de años, me la conozco un poco.

Lestov ya era parte del extrarradio, a unos seis kilómetros del centro de la ciudad, y nosotros estábamos más al sur, al otro lado del puente Yovic, en un trozo de tierra entre Bulkya Sound y, casi, la desembocadura del río con el mar. Técnicamente era una isla, aunque tan próxima y tan unida a la tierra por fábricas en ruinas que uno nunca pensaría que lo era; Kordvenna estaba compuesta por urbanizaciones, almacenes, tiendas de comestibles de alquiler barato conectadas entre sí por garabatos de grafitis infinitos. Estaba lo bastante lejos del corazón de Besźel como para que fuera fácil olvidarse de él, al contrario de lo que sucedía con otros barrios marginales situados más hacia el interior.

—¿Cuánto tiempo estuviste aquí? —pregunté.

—Seis meses, lo normal. Lo que cabe esperar: robos callejeros, chicos colocados dándose de leches, drogas, prostitución.

—¿Asesinato?

—Dos o tres mientras estuve aquí. Por líos de droga. Pero en la mayor parte de los casos no llegan a eso: las bandas saben muy bien cómo castigarse sin hacer que venga la BCV.

—Entonces alguien la ha cagado.

—Sí. O le da igual.

—Ya —dije—. Te quiero en esto. ¿Con qué estás ahora?

—Nada que no pueda esperar.

—Quiero que te traslades durante un tiempo. ¿Sigues teniendo contactos por aquí? —Ella frunció los labios—. Intenta localizarlos si puedes; si no, habla con alguno de los chicos de por aquí, a ver quiénes han cantado. Te quiero sobre el terreno. Estate atenta, da vueltas por la urbanización… ¿Cómo has dicho que se llamaba este sitio?

—Pocost Village. —Ella se rió sin ganas, yo levanté una ceja.

—Hace falta un pueblo
[1]
—dije—. Mira a ver qué puedes averiguar.

—A mi
commissar
no le va a gustar.

—Ya me las arreglaré con él. Es Bashazin, ¿verdad?

—¿Lo respaldarás? ¿Esto quiere decir que tengo un nuevo destino?

—Por ahora es mejor que no le pongamos nombre. De momento solo te estoy pidiendo que te centres en esto. Y que me informes directamente a mí. —Le di los números de mi oficina y de mi móvil—. Ya me enseñarás luego los placeres de Kordvenna. Y… —Le dirigí una mirada fugaz a Naustin, y ella me vio hacerlo—. Solo mantente alerta.

—Puede que él tenga razón. Puede que se trate de un putero chulo y sádico, jefe.

—Puede. Averigüemos por qué la chica tiene el pelo tan limpio.

Había una tabla clasificatoria del instinto. Todos sabíamos que cuando estaba en las calles, el
commissar
Kerevan había perdido varios casos por seguir indicios que no tenían ninguna lógica; y que el inspector jefe Marcoberg no había sufrido tales fracasos y que su decente historial era, en cambio, fruto del trabajo duro y constante. Jamás diríamos que esas pequeñas e inexplicables ideas son una «corazonada» por miedo a atraer la atención del universo. Pero ocurrían, y sabías que habías estado cerca de una que se manifestaba si veías a un detective besarse un dedo y tocarse el pecho donde, en teoría, llevaba un colgante de Warsha, patrón de las inspiraciones inexplicables.

Los agentes Shushkil y Briamiv se mostraron primero sorprendidos, después a la defensiva y, por último, malhumorados cuando les pregunté qué hacían moviendo el colchón. Les abrí un expediente. Si se hubieran disculpado lo habría dejado correr. Era tristemente habitual encontrar huellas de botas de la policía sobre restos de sangre, huellas dactilares corridas y estropeadas, muestras dañadas o perdidas.

Un pequeño grupo de periodistas se reunía al borde del solar. Petrus Noséqué, Valdir Mohli, un tipo joven llamado Rackhaus y algunos otros.

—¡Inspector! ¡Inspector Borlú! —E incluso—: ¡Tyador!

La mayor parte de la prensa se había mostrado siempre educada y dispuesta a seguir mis recomendaciones sobre lo que sería mejor no publicar. Pero en los últimos años habían aparecido unos periódicos nuevos, más escandalosos y agresivos, inspirados, y en algunos casos controlados, por propietarios británicos o estadounidenses. Había sido inevitable y lo cierto era que nuestros periódicos locales de renombre eran sobrios tirando a aburridos. Lo que resultaba inquietante no era tanto que tendieran al sensacionalismo, ni siquiera el irritante comportamiento de los jóvenes que escribían para los nuevos periódicos, sino su tendencia a seguir a rajatabla un guión escrito antes incluso de que nacieran. Rackhaus, que escribía para un semanal llamado
Rejal!
, por ejemplo. No cabe duda de que cuando me incordiaba pidiéndome datos que sabía que no le podía dar, cuando intentaba sobornar a oficiales más jóvenes, a veces con éxito, no le hacía falta decir, como solía hacer: «¡El público tiene derecho a saberlo!».

Ni siquiera le entendí la primera vez que lo dijo. En besź la palabra «derecho» es lo bastante polisémica como para que escape al sentido perentorio que él quería darle. Tuve que traducirla mentalmente al inglés, lengua que hablo con aceptable fluidez, para darle sentido a la frase. Esa fidelidad suya hacia el cliché iba más allá de la simple necesidad de comunicarse. Quizá no se quedara satisfecho hasta que yo no gruñera y le llamara buitre o morboso.

—Ya sabéis lo que voy a decir —les dije. La cinta protectora nos separaba—. Habrá una conferencia de prensa esta tarde, en la sede de la BCV.

—¿A qué hora?

Me sacaron una fotografía.

—Ya te avisarán, Petrus.

Rackhaus dijo algo a lo que yo hice caso omiso. Cuando me di la vuelta, mi vista llegó más allá de los límites de la urbanización, donde terminaba GunterStrász, entre los mugrientos edificios de ladrillo. La basura se movía con el viento. Hubiera podido encontrarme en cualquier parte. Una anciana se alejaba despacio de mí con un oscilante paso, arrastrando los pies. Giró la cabeza y me miró. Me sorprendió su movimiento, mi mirada se encontró con la suya. Me pregunté si quería decirme algo. Al verla advertí la ropa que llevaba, su manera de caminar, su postura, su forma de mirar.

Me di cuenta de golpe de que no estaba en GunterStrász en absoluto y de que no debería haberla visto.

Inmediatamente, nervioso, aparté la mirada y ella hizo lo mismo con la misma velocidad. Levanté la cabeza hacia un avión en su descenso final. Cuando volví a mirar atrás después de algunos segundos, desadvirtiendo el penoso alejarse de la mujer, tuve cuidado de fijarme, en vez de en ella, en la calle extranjera, en las fachadas de la cercana y vecina GunterStrász, esa zona deprimida.

2

Le pedí a un policía que me dejara al norte de Lestov, cerca del puente. No conocía bien la zona. Ya había estado en la isla, naturalmente, había ido de excursión a las ruinas cuando estaba en el colegio y volví alguna que otra vez desde entonces, pero las rutas de mis callejeos eran otras. Las señales que indicaban el camino hacia destinos locales estaban atornilladas en la parte exterior de pastelerías y pequeños talleres, y los seguí hasta una parada de tranvía que había en una bonita plaza. Esperé en un lugar situado entre una residencia de ancianos con el logo de un reloj de arena y una tienda de especias que desprendía aroma a canela.

Cuando llegó el tranvía, con el metálico tintinear de sus campanillas, traqueteando sobre los rieles, no me senté, a pesar de que el vagón estaba medio vacío. Sabía que se subirían más pasajeros mientras nos dirigíamos al norte hacia el centro de Besźel. Me quedé cerca de la ventana y contemplé la ciudad, las calles desconocidas.

La mujer, torpemente acurrucada debajo del viejo colchón, olisqueada por carroñeros. Llamé a Naustin por el móvil.

—¿Están analizando el colchón en busca de indicios?

—Deberían, señor.

—Compruébalo. Si los especialistas están con ello la cosa va bien, pero Briamiv y su colega no saben ni poner un punto al final de una frase.

A lo mejor la chica era nueva en eso. A lo mejor si la hubiéramos encontrado una semana más tarde habría tenido el pelo de un rubio brillante.

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