La civilización del espectáculo (2 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La civilización del espectáculo
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La explicación de Steiner se asocia estrechamente a la religión, la que, a su juicio, está vinculada a la cultura, tal como sostuvo Eliot, pero sin la estrecha dependencia con «la disciplina cristiana» que éste defendió, «el más vulnerable aspecto de su argumentación» (p. 118). A su juicio, la voluntad que hace posible el gran arte y el pensamiento profundo nace de «una aspiración a la trascendencia, es una apuesta a trascender» (p. 118). Éste es el aspecto religioso de toda cultura. Ahora bien, la cultura occidental está lastrada por el antisemitismo desde tiempos inmemoriales y la razón es religiosa. Se trata de una respuesta vengativa de la humanidad no judía hacia el pueblo que inventó el monoteísmo, es decir, la concepción de un dios único, invisible, inconcebible, todopoderoso e inalcanzable a la comprensión e incluso a la imaginación humana.

El dios mosaico vino a reemplazar aquel politeísmo de dioses y diosas accesibles a la multiplicidad humana, con los que la diversidad existente de hombres y mujeres podía acomodarse y congeniar. El cristianismo, según Steiner, fue siempre, con sus santos, el misterio de la Trinidad y el culto mariano, «una mezcla híbrida de ideales monoteístas y de prácticas politeístas», y de este modo consiguió rescatar algo de esa proliferación de divinidades abolida por el monoteísmo fundado por Moisés. El dios único e impensable de los judíos está fuera de la razón humana —es sólo accesible a la fe— y fue el que cayó víctima de los
philosophes
de la Ilustración, convencidos de que con una cultura laica y secularizada desaparecerían la violencia y las matanzas que trajeron consigo el fanatismo religioso, las prácticas inquisitoriales y las guerras de religión. Pero la muerte de Dios no significó el advenimiento del paraíso a la tierra, sino más bien del infierno, ya descrito en la pesadilla dantesca de la
Commedia
o en los palacios y cámaras del placer y la tortura del marqués de Sade. El mundo, liberado de Dios, poco a poco fue siendo dominado por el diablo, el espíritu del mal, la crueldad, la destrucción, lo que alcanzará su paradigma con las carnicerías de las conflagraciones mundiales, los hornos crematorios nazis y el Gulag soviético. Con este cataclismo acabó la cultura y comenzó la era de la poscultura.

Steiner destaca la capacidad autocrítica enraizada en la tradición occidental. «¿Qué otras razas se han mostrado penitentes con aquellos a quienes esclavizaron? ¿Qué otras civilizaciones han acusado moralmente el brillo de su propio pasado? El reflejo a escrutarse a sí mismo en nombre de valores éticos absolutos es un acto característicamente occidental, posvoltairiano» (p. 91).

Uno de los rasgos de la poscultura es no creer en el progreso, el eclipse de la idea según la cual la historia sigue una curva ascendente, el predominio del
Kulturpessimismus
o nuevo realismo estoico (p. 94). Curiosamente, esta actitud coexiste con la evidencia de que en el campo de la técnica y la ciencia nuestra época cada día produce milagros. Pero el progreso moderno, ahora lo sabemos, tiene a menudo un precio destructivo que pagar, por ejemplo en daños irreparables a la naturaleza y a la ecología, y no siempre contribuye a rebajar la pobreza sino a ampliar el abismo de desigualdades entre países, clases y personas.

La posmodernidad ha destruido el mito de que las humanidades humanizan. No es cierto lo que creyeron tantos educadores y filósofos optimistas, que una educación liberal, al alcance de todos, garantizaría un futuro de progreso, de paz, de libertad, de igualdad de oportunidades, en las democracias modernas: «... las bibliotecas, los museos, los teatros, las universidades, los centros de investigación por obra de los cuales se transmiten las humanidades y las ciencias pueden prosperar en las proximidades de los campos de concentración» (p. 104). En un individuo, al igual que en la sociedad, llegan a veces a coexistir la alta cultura, la sensibilidad, la inteligencia y el fanatismo del torturador y el asesino.

Heidegger fue nazi «y su genio no se detuvo mientras el régimen nazi exterminaba millones de judíos en los campos de concentración» (p. 105).

Para este pesimismo estoico de la poscultura ha desaparecido la seguridad que antes daban ciertas diferencias y jerarquías ahora abolidas: «La línea divisoria separaba lo superior de lo inferior, lo mayor de lo menor, la civilización del primitivismo atrasado, la instrucción de la ignorancia, la madurez de la edad de la inmadurez, los hombres de las mujeres, y en cada caso estaba implícita una distinción de superioridad» (pp. 109-110). El desplome de estas distinciones es ahora el hecho más característico de la actualidad cultural.

La poscultura, llamada también a veces, de manera significativa, la «contracultura», reprocha a la cultura su elitismo y la tradicional vinculación de las artes, las letras y las ciencias al absolutismo político: «¿Qué cosa buena hizo el elevado humanismo por las masas oprimidas de la comunidad? ¿Qué utilidad tuvo la cultura cuando llegó la barbarie?» (p. 115).

En sus capítulos finales, Steiner traza un bosquejo bastante sombrío de lo que podría ser la evolución cultural, en la que la tradición, carente de vigencia, quedaría confinada en el conservatorio académico: «Ya una parte importante de la poesía, del pensamiento religioso, del arte ha desaparecido de la inmediatez personal para entrar en la custodia de los especialistas» (p. 138). Lo que antes era vida activa pasará a tener la vida artificial del archivo. Y, todavía más grave, la cultura será víctima —ya lo está siendo— de lo que Steiner llama «la retirada de la palabra». En la tradición cultural «el discurso hablado, recordado y escrito fue la columna vertebral de la conciencia» (p. 138). Ahora, la palabra está cada vez más subordinada a la imagen. Y también a la música, el signo de identidad de las nuevas generaciones, cuyas músicas pop, folk o rock crean un espacio envolvente, un mundo en el que escribir, estudiar, comunicarse en privado «se desarrollan en un campo de estridentes vibraciones» (p. 150). ¿Qué efectos podría tener en las intimidades de nuestro cerebro esta musicalización de nuestra cultura?

Además del progresivo deterioro de la palabra, Steiner señala como hechos eminentes de nuestro tiempo la preocupación por la naturaleza y la ecología, y el prodigioso desarrollo de las ciencias —la matemática y las ciencias naturales principalmente— que han ido revelando dimensiones insospechadas de la vida humana, del mundo natural, del espacio, y creando técnicas capaces de alterar y manipular el cerebro y la conducta del ser humano. La cultura «libresca» a la que Eliot se refería exclusivamente en su libro va perdiendo vitalidad y existiendo cada vez más al margen de la cultura de hoy, que ha cortado casi totalmente con las humanidades clásicas —la hebrea, la griega y la latina—, refugiadas ahora en unos especialistas casi siempre inaccesibles en sus jergas herméticas y una erudición asfixiante, cuando no en teorías delirantes.

La parte más polémica del ensayo de Steiner sostiene que la cultura posmoderna exige del hombre culto un conocimiento básico de las matemáticas y las ciencias naturales que le permita entender los notables alcances que el mundo científico ha realizado y sigue realizando en nuestros días en todos los dominios, químicos, físicos, astronómicos, y sus aplicaciones, a menudo tan prodigiosas como los inventos más audaces de la literatura fantástica. Esta propuesta es una utopía comparable a aquellas que Steiner devalúa en su ensayo, pues si ya en el pasado reciente era inimaginable un Pico della Mirndola contemporáneo capaz de abrazar el conjunto de saberes de su tiempo, en el nuestro aquella ambición ni siquiera parece posible para esas computadoras cuya infinita capacidad de almacenamiento de datos despierta la admiración de Steiner. Es posible que la cultura ya no sea posible en nuestra época, pero no será por esa razón, pues la sola idea de cultura no significó nunca cantidad de conocimientos, sino calidad y sensibilidad. Como otros ensayos suyos, éste comienza muy parado sobre la tierra y termina en un estallido de delirio intelectual.

Unos años antes del ensayo de Steiner, en noviembre de 1967, apareció en París el de Guy Debord,
La Société du Spectacle,
cuyo título se parece al de este libro, aunque, en verdad, se trata de aproximaciones distintas al tema de la cultura. Debord, autodidacta, vanguardista radical, heterodoxo, agitador y promotor de las provocaciones contraculturales de los sesenta, califica de «espectáculo» a lo que Marx en sus
Manuscritos económicos y filosóficos
de 1844 llamó la «alienación» o enajenación social resultante del fetichismo de la mercancía, que, en el estadio industrial avanzado de la sociedad capitalista, alcanza tal protagonismo en la vida de los consumidores que llega a sustituir como interés o preocupación central todo otro asunto de orden cultural, intelectual o político. La adquisición obsesiva de productos manufacturados, que mantengan activa y creciente la fabricación de mercancías, produce el fenómeno de la «reificación» o «cosificación» del individuo, entregado al consumo sistemático de objetos, muchas veces inútiles o superfluos, que las modas y la publicidad le van imponiendo, vaciando su vida interior de inquietudes sociales, espirituales o simplemente humanas, aislándolo y destruyendo su conciencia de los otros, de su clase y de sí mismo, a resultas de lo cual, por ejemplo, el proletario «desproletarizado» por la alienación deja de ser un peligro —y hasta un antagonista— para la clase dominante.

Estas ideas de juventud, que Marx nunca alcanzaría a profundizar en su madurez, son el fundamento de la teoría de Debord sobre nuestro tiempo. Su tesis central es que en la sociedad industrial moderna, donde ha triunfado el capitalismo y la clase obrera ha sido (por lo menos temporalmente) derrotada, la alienación —la ilusión de la mentira convertida en verdad— ha copado la vida social, convirtiéndola en una representación en la que todo lo espontáneo, auténtico y genuino —la verdad de lo humano— ha sido sustituido por lo artificial y lo falso. En este mundo, las cosas —las mercancías— han pasado a ser los verdaderos dueños de la vida, los amos a los que los seres humanos sirven para asegurar la producción que enriquece a los propietarios de las máquinas y las industrias que fabrican aquellas mercancías. «El espectáculo — dice Debord— es la dictadura efectiva de la ilusión en la sociedad moderna» (proposición n.º 213).
[3]

Aunque Debord se tome en otros asuntos muchas libertades con las tesis marxistas, acepta como verdad canónica la teoría de la historia como una lucha de clases y la «reificación» o «cosificación» del hombre por obra del capitalismo que crea artificialmente necesidades, modas y apetitos a fin de mantener un mercado en expansión para los productos manufacturados. Escrito en un estilo impersonal y abstracto, su libro consta de nueve capítulos y doscientas veintiuna proposiciones, algunas breves como aforismos y casi siempre exentas de ejemplos concretos.

Sus razonamientos resultan por momentos de difícil comprensión debido a lo intrincado de su prosa. Los temas específicamente culturales, referidos a las artes y las letras, sólo tienen cabida en su ensayo de manera tangencial. Su tesis es económica, filosófica e histórica antes que cultural, aspecto de la vida que, fiel también en esto al marxismo clásico, Debord reduce a una superestructura de aquellas relaciones de producción que constituyen los cimientos de la vida social.

La civilización del espectáculo
está ceñida en cambio al ámbito de la cultura, entendida no como un mero epifenómeno de la vida económica y social, sino como realidad autónoma, hecha de ideas, valores estéticos y éticos, y obras de arte y literarias que interactúan con el resto de la vida social y son a menudo, en lugar de reflejos, fuente de los fenómenos sociales, económicos, políticos e incluso religiosos.

El libro de Debord contiene hallazgos e intuiciones que coinciden con algunos temas subrayados en mi ensayo, como la idea de que reemplazar el vivir por el representar, hacer de la vida una espectadora de sí misma, implica un empobrecimiento de lo humano (proposición n.º 30). Asimismo, su afirmación de que, en un medio en el que la vida ha dejado de ser vivida para ser sólo representada, se vive «por procuración», como los actores la vida fingida que encarnan en un escenario o en una pantalla. «El consumidor real se torna un consumidor de ilusiones» (proposición n.º 47). Esta lúcida observación sería más que confirmada en los años posteriores a la publicación de su libro.

Este proceso, dice Debord, tiene como consecuencia la «futilización» que «domina la sociedad moderna» debido a la multiplicación de mercancías que el consumidor puede elegir y la desaparición de la libertad porque los cambios que ocurren no son obra de elecciones libres de las personas sino «del sistema económico, del dinamismo del capitalismo».

Muy lejos del estructuralismo, al que llama «sueño frío», Debord añade que la crítica de la sociedad del espectáculo sólo será posible como parte de una crítica práctica del medio que la hace posible, práctica en el sentido de una acción revolucionaria decidida a acabar con dicha sociedad (proposición n.º 203). En este aspecto, sobre todo, sus tesis y las de este libro se hallan en las antípodas.

Buen número de trabajos en los últimos años han buscado definir los rasgos característicos de la cultura de nuestro tiempo en el contexto de la globalización, la mundialización del capitalismo y los mercados y la extraordinaria revolución tecnológica. Uno de los más perspicaces es el de Gil es Lipovetsky y Jean Serroy,
La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada
[4]
. Sostiene la idea de la entronización en nuestros días de una cultura global —la cultura-mundo— que, sustentada en el eclipse progresivo de las fronteras por obra de los mercados, la revolución científica y tecnológica (sobre todo en el campo de las comunicaciones), viene creando, por primera vez en la historia, unos denominadores culturales de los que participan sociedades e individuos de los cinco continentes, a los que van acercando e igualando pese a las distintas tradiciones, creencias y lenguas que les son propias. Esta cultura, a diferencia de lo que antes obedecía a este nombre, ha dejado de ser elitista, erudita y excluyente y se ha convertido en una genuina «cultura de masas»: «En las antípodas de las vanguardias herméticas y elitistas, la cultura de masas quiere ofrecer novedades accesibles para el público más amplio posible y que distraigan a la mayor cantidad posible de consumidores. Su intención es divertir y dar placer, posibilitar una evasión fácil y accesible para todos, sin necesidad de formación alguna, sin referentes culturales concretos y eruditos. Lo que inventan las industrias culturales no es más que una cultura transformada en artículos de consumo de masas» (p. 79).

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