La civilización del espectáculo (4 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La civilización del espectáculo
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La literatura
light,
como el cine
light
y el arte
light,
da la impresión cómoda al lector y al espectador de ser culto, revolucionario, moderno, y de estar a la vanguardia, con un mínimo esfuerzo intelectual. De este modo, esa cultura que se pretende avanzada y rupturista, en verdad propaga el conformismo a través de sus manifestaciones peores: la complacencia y la autosatisfacción.

En la civilización de nuestros días es normal y casi obligatorio que la cocina y la moda ocupen buena parte de las secciones dedicadas a la cultura y que los «chefs» y los «modistos» y «modistas» tengan ahora el protagonismo que antes tenían los científicos, los compositores y los filósofos. Los hornillos, los fogones y las pasarelas se confunden dentro de las coordenadas culturales de la época con los libros, los conciertos, los laboratorios y las óperas, así como las estrellas de la televisión y los grandes futbolistas ejercen sobre las costumbres, los gustos y las modas la influencia que antes tenían los profesores, los pensadores y (antes todavía) los teólogos. Hace medio siglo, probablemente en los Estados Unidos era un Edmund Wilson, en sus artículos de
The New Yorker
o
The New Republic,
quien decidía el fracaso o el éxito de un libro de poemas, una novela o un ensayo. Hoy son los programas televisivos de Oprah Winfrey. No digo que esté mal que sea así. Digo, simplemente, que es así.

El vacío dejado por la desaparición de la crítica ha permitido que, insensiblemente, lo haya llenado la publicidad, convirtiéndose ésta en nuestros días no sólo en parte constitutiva de la vida cultural sino en su vector determinante. La publicidad ejerce un magisterio decisivo en los gustos, la sensibilidad, la imaginación y las costumbres. La función que antes tenían, en este ámbito, los sistemas filosóficos, las creencias religiosas, las ideologías y doctrinas y aquellos mentores que en Francia se conocía como los mandarines de una época, hoy la cumplen los anónimos «creativos» de las agencias publicitarias. Era en cierta forma obligatorio que así ocurriera a partir del momento en que la obra literaria y artística pasó a ser considerada un producto comercial que jugaba su supervivencia o su extinción nada más y nada menos que en los vaivenes del mercado, aquel período trágico en que
el precio
pasó a confundirse con
el valor
de una obra de arte. Cuando una cultura relega al desván de las cosas pasadas de moda el ejercicio de pensar y sustituye las ideas por las imágenes, los productos literarios y artísticos son promovidos, aceptados o rechazados por las técnicas publicitarias y los reflejos condicionados de un público que carece de defensas intelectuales y sensibles para detectar los contrabandos y las extorsiones de que es víctima. Por ese camino, los esperpentos indumentarios que un John Galliano hacía desfilar en las pasarelas de París (antes de descubrirse que era antisemita) o los experimentos de la
nouvelle cuisine
alcanzan el estatuto de ciudadanos honorarios de la alta cultura.

Este estado de cosas ha impulsado la exaltación de la música hasta convertirla en el signo de identidad de las nuevas generaciones en el mundo entero. Las bandas y los cantantes de moda congregan multitudes que desbordan todos los escenarios en conciertos que son, como las fiestas paganas dionisíacas que en la Grecia clásica celebraban la irracionalidad, ceremonias colectivas de desenfreno y catarsis, de culto a los instintos, las pasiones y la sinrazón. Y lo mismo puede decirse, claro está, de las fiestas multitudinarias de música electrónica, las
raves,
en los que se baila en tinieblas, se escucha música
trance
y se vuela gracias al éxtasis. No es forzado equiparar estas celebraciones a las grandes festividades populares de índole religiosa de antaño: en ellas se vuelca, secularizado, ese espíritu religioso que, en sintonía con el sesgo vocacional de la época, ha reemplazado la liturgia y los catecismos de las religiones tradicionales por esas manifestaciones de misticismo musical en las que, al compás de unas voces e instrumentos enardecidos que los parlantes amplifican hasta lo inaudito, el individuo se desindividualiza, se vuelve masa y de inconsciente manera regresa a los tiempos primitivos de la magia y la tribu. Ése es el modo contemporáneo, mucho más divertido por cierto, de alcanzar aquel éxtasis que Santa Teresa o San Juan de la Cruz lograban a través del ascetismo, la oración y la fe. En la fiesta y el concierto multitudinarios los jóvenes de hoy comulgan, se confiesan, se redimen, se realizan y gozan de ese modo intenso y elemental que es el olvido de sí mismos.

Masificación es otro rasgo, junto con la frivolidad, de la cultura de nuestro tiempo. Ahora los deportes han adquirido una importancia que en el pasado sólo tuvieron en la antigua Grecia. Para Platón, Sócrates, Aristóteles y demás frecuentadores de la Academia, el cultivo del cuerpo era simultáneo y complementario del cultivo del espíritu, pues creían que ambos se enriquecían mutuamente. La diferencia con nuestra época es que ahora, por lo general, la práctica de los deportes se hace a expensas y en lugar del trabajo intelectual. Entre los deportes, ninguno descuella tanto como el fútbol, fenómeno de masas que, al igual que los conciertos de música moderna, congrega muchedumbres y las enardece más que ninguna otra movilización ciudadana: mítines políticos, procesiones religiosas o convocatorias cívicas. Un partido de fútbol puede ser desde luego para los aficionados —yo soy uno de el os— un espectáculo estupendo, de destreza y armonía del conjunto y de lucimiento individual, que entusiasma al espectador. Pero, en nuestros días, los grandes partidos de fútbol sirven sobre todo, como los circos romanos, de pretexto y desahogo a lo irracional, de regresión del individuo a su condición de parte de la tribu, de pieza gregaria en la que, amparado en el anonimato cálido de la tribuna, el espectador da rienda suelta a sus instintos agresivos de rechazo del otro, de conquista y aniquilación simbólica (y a veces hasta real) del adversario. Las famosas «barras bravas» de ciertos clubes y los estragos que provocan con sus entreveros homicidas, incendios de tribunas y decenas de víctimas muestran cómo en muchos casos no es la práctica de un deporte lo que imanta a tantos hinchas —casi siempre varones aunque cada vez haya más mujeres que frecuenten los estadios— hacia las canchas, sino un ritual que desencadena en el individuo instintos y pulsiones irracionales que le permiten renunciar a su condición civilizada y conducirse, a lo largo de un partido, como parte de la horda primitiva.

Paradójicamente, el fenómeno de la masificación es paralelo al de la extensión del consumo de drogas a todos los niveles de la pirámide social. Desde luego que el uso de estupefacientes tiene una antigua tradición en Occidente, pero hasta hace relativamente poco tiempo era práctica casi exclusiva de las elites y de sectores reducidos y marginales, como los círculos bohemios, literarios y artísticos, en los que, en el siglo XIX, las flores artificiales tuvieron cultores tan respetables como Charles Baudelaire y Thomas de Quincey.

En la actualidad, la generalización del uso de las drogas no es nada semejante, no responde a la exploración de nuevas sensaciones o visiones emprendida con propósitos artísticos o científicos. Ni es una manifestación de rebeldía contra las normas establecidas por seres inconformes, empeñados en adoptar formas alternativas de existencia. En nuestros días el consumo masivo de marihuana, cocaína, éxtasis, crack, heroína, etcétera, responde a un entorno cultural que empuja a hombres y mujeres a la busca de placeres fáciles y rápidos, que los inmunicen contra la preocupación y la responsabilidad, en lugar del encuentro consigo mismos a través de la reflexión y la introspección, actividades eminentemente intelectuales que a la cultura veleidosa y lúdica le resultan aburridas. Querer huir del vacío y de la angustia que provoca el sentirse libre y obligado a tomar decisiones como qué hacer de sí mismo y del mundo que nos rodea —sobre todo si éste enfrenta desafíos y dramas— es lo que atiza esa necesidad de distracción, el motor de la civilización en que vivimos. Para millones de personas las drogas sirven hoy, como las religiones y la alta cultura ayer, para aplacar las dudas y perplejidades sobre la condición humana, la vida, la muerte, el más al á, el sentido o sinsentido de la existencia. Ellas, en la exaltación y euforia o sosiego artificiales que producen, confieren la momentánea seguridad de estar a salvo, redimido y feliz. Se trata de una ficción, no benigna sino maligna en este caso, que aísla al individuo y que sólo en apariencia lo libera de problemas, responsabilidades y angustias. Porque al final todo ello volverá a hacer presa de él, exigiéndole cada vez dosis mayores de aturdimiento y sobreexcitación que profundizarán su vacío espiritual.

En la civilización del espectáculo el laicismo ha ganado terreno sobre las religiones, en apariencia. Y, entre los todavía creyentes, han aumentado los que sólo lo son a ratos y de boca para afuera, de manera superficial y social, en tanto que en la mayor parte de sus vidas prescinden por entero de la religión. El efecto positivo de la secularización de la vida es que la libertad es ahora más profunda que cuando la recortaban y asfixiaban los dogmas y censuras eclesiásticas. Pero se equivocan quienes creen que porque haya hoy en el mundo occidental porcentajes menores de católicos y protestantes que antaño, ha ido desapareciendo la religión en los sectores ganados al laicismo. Eso sólo ocurre en las estadísticas. En verdad, al mismo tiempo que muchos fieles renunciaban a las iglesias tradicionales, comenzaban a proliferar las sectas, los cultos y toda clase de formas alternativas de practicar la religión, desde el espiritualismo oriental en todas sus escuelas y divisiones — budismo, budismo zen, tantrismo, yoga— hasta las iglesias evangélicas que ahora pululan y se dividen y subdividen en los barrios marginales, y pintorescos sucedáneos como el Cuarto Camino, el rosacrucismo, la Iglesia de la Unificación —los
Moonies
—, la Cienciología, tan popular en Hollywood, e iglesias todavía más exóticas y epidérmicas.
[5]

La razón de esta proliferación de iglesias y sectas es que sólo sectores muy reducidos de seres humanos pueden prescindir por entero de la religión, la que, a la inmensa mayoría, hace falta pues sólo la seguridad que la fe religiosa transmite sobre la trascendencia y el alma la libera del desasosiego, miedo y desvarío en que la sume la idea de la extinción, del perecimiento total. Y, de hecho, la única manera como la mayoría de los seres humanos entiende y practica una ética es a través de una religión. Sólo pequeñas minorías se emancipan de la religión reemplazando con la cultura el vacío que ella deja en sus vidas: la filosofía, la ciencia, la literatura y las artes. Pero la cultura que puede cumplir esta función es la alta cultura, que afronta los problemas y no los escabulle, que intenta dar respuestas serias y no lúdicas a los grandes enigmas, interrogaciones y conflictos de que está rodeada la existencia humana. La cultura de superficie y oropel, de juego y pose, es insuficiente para suplir las certidumbres, mitos, misterios y rituales de las religiones que han sobrevivido a la prueba de los siglos. En la sociedad de nuestro tiempo los estupefacientes y el alcohol suministran aquella tranquilidad momentánea del espíritu y las certezas y alivios que antaño deparaban a los hombres y mujeres los rezos, la confesión, la comunión y los sermones de los párrocos.

Tampoco es casual que, así como en el pasado los políticos en campaña querían fotografiarse y aparecer del brazo de eminentes científicos y dramaturgos, hoy busquen la adhesión y el patrocinio de los cantantes de rock y de los actores de cine, así como de estrellas del fútbol y otros deportes. Éstos han reemplazado a los intelectuales como directores de conciencia política de los sectores medios y populares y ellos encabezan los manifiestos, los leen en las tribunas y salen a la televisión a predicar lo que es bueno y es malo en el campo económico, político y social. En la civilización del espectáculo, el cómico es el rey. Por lo demás, la presencia de actores y cantantes no sólo es importante en esa periferia de la vida política que es la opinión pública. Algunos de ellos han participado en elecciones y, como Ronald Reagan y Arnold Schwarzenegger, llegado a cargos tan importantes como la presidencia de Estados Unidos y la gobernación de California. Desde luego, no excluyo la posibilidad de que actores de cine y cantantes de rock o de rap y futbolistas puedan hacer estimables sugerencias en el campo de las ideas, pero sí rechazo que el protagonismo político de que hoy día gozan tenga algo que ver con su lucidez o inteligencia. Se debe exclusivamente a su presencia mediática y a sus aptitudes histriónicas.

Porque un hecho singular de la sociedad contemporánea es el eclipse de un personaje que desde hace siglos y hasta hace relativamente pocos años desempeñaba un papel importante en la vida de las naciones: el intelectual. Se dice que la denominación de «intelectual» sólo nació en el siglo XIX, durante el caso Dreyfus, en Francia, y las polémicas que desató Émile Zola con su célebre «Yo acuso», escrito en defensa de aquel oficial judío falsamente acusado de traición a la patria por una conjura de altos mandos antisemitas del Ejército francés. Pero, aunque el término «intelectual» sólo se popularizara a partir de entonces, lo cierto es que la participación de hombres de pensamiento y creación en la vida pública, en los debates políticos, religiosos y de ideas, se remonta a los albores mismos de Occidente. Estuvo presente en la Grecia de Platón y en la Roma de Cicerón, en el Renacimiento de Montaigne y Maquiavelo, en la Ilustración de Voltaire y Diderot, en el Romanticismo de Lamartine y Victor Hugo y en todos los períodos históricos que condujeron a la modernidad. Paralelamente a su trabajo de investigación, académico o creativo, buen número de escritores y pensadores destacados influyeron con sus escritos, pronunciamientos y tomas de posición en el acontecer político y social, como ocurría cuando yo era joven, en Inglaterra con Bertrand Russel , en Francia con Sartre y Camus, en Italia con Moravia y Vittorini, en Alemania con Günter Grass y Enzensberger, y lo mismo en casi todas las democracias europeas. Basta pensar, en España, en las intervenciones en la vida pública de José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno. En nuestros días, el intelectual se ha esfumado de los debates públicos, por lo menos de los que importan. Es verdad que algunos todavía firman manifiestos, envían cartas a los diarios y se enzarzan en polémicas, pero nada de ello tiene repercusión seria en la marcha de la sociedad, cuyos asuntos económicos, institucionales e incluso culturales se deciden por el poder político y administrativo y los llamados poderes fácticos, entre los cuales los intelectuales brillan por su ausencia.

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