La civilización del espectáculo (9 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La civilización del espectáculo
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Pero la autoridad, en el sentido romano de
auctoritas,
no de poder sino, como define en su tercera acepción el
Diccionario
de la RAE, de «prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia», no volvió a levantar cabeza. Desde entonces, tanto en Europa como en buena parte del resto del mundo, son prácticamente inexistentes las figuras políticas y culturales que ejercen aquel magisterio, moral e intelectual al mismo tiempo, de la «autoridad» clásica y que encarnaban a nivel popular los maestros, palabra que entonces sonaba tan bien porque se asociaba al saber y al idealismo. En ningún campo ha sido esto tan catastrófico para la cultura como en la educación. El maestro, despojado de credibilidad y autoridad, convertido en muchos casos, desde la perspectiva progresista, en representante del poder represivo, es decir en el enemigo al que, para alcanzar la libertad y la dignidad humana, había que resistir e, incluso, abatir, no sólo perdió la confianza y el respeto sin los cuales era imposible que cumpliera eficazmente su función de educador —de transmisor tanto de valores como de conocimientos— ante sus alumnos, sino también el de los propios padres de familia y de filósofos revolucionarios que, a la manera del autor de
Vigilar y castigar,
personificaron en él uno de esos siniestros instrumentos de los que —al igual que los guardianes de las cárceles y los psiquiatras de los manicomios— se vale el
establishment
para embridar el espíritu crítico y la sana rebeldía de niños y adolescentes.

Muchos maestros, de muy buena fe, se creyeron esta satanización de sí mismos y contribuyeron, echando baldazos de aceite a la hoguera, a agravar el estropicio haciendo suyas algunas de las más disparatadas secuelas de la ideología de Mayo del 68 en lo relativo a la educación, como considerar aberrante desaprobar a los malos alumnos, hacerlos repetir el curso, e, incluso, poner calificaciones y establecer un orden de prelación en el rendimiento académico de los estudiantes, pues, haciendo semejantes distingos, se propagaría la nefasta noción de jerarquías, el egoísmo, el individualismo, la negación de la igualdad y el racismo. Es verdad que estos extremos no han llegado a afectar a todos los sectores de la vida escolar, pero una de las perversas consecuencias del triunfo de las ideas —de las diatribas y fantasías— de Mayo del 68 ha sido que a raíz de ello se ha acentuado brutalmente la división de clases a partir de las aulas escolares.

La civilización posmoderna ha desarmado moral y políticamente a la cultura de nuestro tiempo y ello explica en buena parte que algunos de los «monstruos» que creíamos extinguidos para siempre luego de la Segunda Guerra Mundial, como el nacionalismo más extremista y el racismo, hayan resucitado y merodeen de nuevo en el corazón mismo de Occidente, amenazando una vez más sus valores y principios democráticos.

La enseñanza pública fue uno de los grandes logros de la Francia democrática, republicana y laica. En sus escuelas y colegios, de muy alto nivel, las oleadas de alumnos gozaban de una igualdad de oportunidades que corregía, en cada nueva generación, las asimetrías y privilegios de familia y clase, abriendo a los niños y jóvenes de los sectores más desfavorecidos el camino del progreso, del éxito profesional y del poder político. La escuela pública era un poderoso instrumento de movilidad social.

El empobrecimiento y desorden que ha padecido la enseñanza pública, tanto en Francia como en el resto del mundo, ha dado a la enseñanza privada, a la que por razones económicas tiene acceso sólo un sector social minoritario de altos ingresos, y que ha sufrido menos los estragos de la supuesta revolución libertaria, un papel preponderante en la forja de los dirigentes políticos, profesionales y culturales de hoy y del futuro. Nunca fue tan cierto aquello de «nadie sabe para quién trabaja». Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represión, ni enajenación ni autoritarismo, los filósofos libertarios como Michel Foucault y sus inconscientes discípulos obraron muy acertadamente para que, gracias a la gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los ricos ricos, y los inveterados dueños del poder siempre con el látigo en las manos.

No es arbitrario citar el caso paradójico de Michel Foucault. Sus intenciones críticas eran serias y su ideal libertario innegable. Su repulsa de la cultura occidental —la que, con todas sus limitaciones y extravíos, ha hecho progresar más la libertad, la democracia y los derechos humanos en la historia— lo indujo a creer que era más factible encontrar la emancipación moral y política apedreando policías, frecuentando los baños gays de San Francisco o los clubes sadomasoquistas de París, que en las aulas escolares o las ánforas electorales. Y, en su paranoica denuncia de las estratagemas de que, según él, se valía el poder para someter a la opinión pública a sus dictados, negó hasta el final la realidad del sida —la enfermedad que lo mató— como un embauque más del
establishment
y sus agentes científicos para aterrar a los ciudadanos imponiéndoles la represión sexual. Su caso es paradigmático: el más inteligente pensador de su generación tuvo siempre, junto a la seriedad con que emprendió sus investigaciones en distintos campos del saber —la historia, la psiquiatría, el arte, la sociología, el erotismo y, claro está, la filosofía—, una vocación iconoclasta y provocadora —en su primer ensayo había pretendido demostrar que «el hombre no existe»— que a ratos se volvía mero desplante intelectual, gesto desprovisto de seriedad. También en esto Foucault no estuvo solo, hizo suyo un mandato generacional que marcaría a fuego la cultura de su tiempo: una propensión hacia el sofisma y el artificio intelectual.

Es otra de las razones de la pérdida de «autoridad» de muchos pensadores de nuestro tiempo: no eran serios, jugaban con las ideas y las teorías como los malabaristas de los circos con los pañuelos y palitroques, que divierten y hasta maravillan pero no convencen. En el campo de la cultura, llegaron a producir una curiosa inversión de valores: la teoría, es decir la interpretación, llegó a sustituir a la obra de arte, a convertirse en su razón de ser. El crítico importaba más que el artista, era el verdadero creador. La teoría justificaba la obra de arte, ésta existía para ser interpretada por el crítico, era algo así como una hipóstasis de la teoría. Este endiosamiento de la crítica tuvo el paradójico efecto de ir separando cada vez más a la crítica cultural del gran público, incluso del público culto pero no especializado, y ha sido uno de los factores más eficaces de la frivolización de la cultura de nuestro tiempo. Aquellos teóricos exponían a menudo sus teorías en una jerga esotérica, pretenciosa y muchas veces hueca y desprovista de originalidad y profundidad, tanto que hasta el propio Foucault, quien alguna vez incurrió también en ella, la llamó «oscurantismo terrorista».

Pero el delirio del contenido de ciertas teorías posmodernas —el deconstruccionismo, en especial— era a veces más grave que la tiniebla de la forma. La tesis compartida por casi todos los filósofos posmodernos, pero expuesta principalmente por Jacques Derrida, sostenía que es falsa la creencia según la cual el lenguaje expresa la realidad. En verdad, las palabras se expresan a sí mismas, dan «versiones», máscaras, disfraces de la realidad, y por eso la literatura, en vez de describir el mundo, sólo se describe a sí misma, es una sucesión de imágenes que documentan las distintas lecturas de la realidad que dan los libros, usando esa materia subjetiva y engañosa que es siempre el lenguaje.

Los deconstruccionistas subvierten de este modo nuestra confianza en toda verdad, en creer que existan verdades lógicas, éticas, culturales o políticas. En última instancia nada existe fuera del lenguaje, que es quien construye el mundo que creemos conocer y que es nada más que una ficción manufacturada por las palabras. De ahí sólo había un pequeño paso que dar para sostener, como lo hizo Roland Barthes, que «todo lenguaje es fascista».

El realismo no existe ni ha existido jamás según los deconstruccionistas, por la sencilla razón de que la realidad tampoco existe para el conocimiento, ella no es más que una maraña de discursos que, en vez de expresarla, la ocultan o disuelven en un tejido escurridizo e inaprensible de contradicciones y versiones que se relativizan y niegan unas a otras. ¿Qué existe, entonces? Los discursos, la única realidad aprehensible para la conciencia humana, discursos que remiten unos a otros, mediaciones de una vida o una realidad que sólo pueden llegar a nosotros a través de esas metáforas o retóricas de las que la literatura es el máximo prototipo. Según Foucault, el poder utiliza estos lenguajes para controlar a la sociedad y atajar en embrión cualquier intento de socavar los privilegios del sector dominante al que aquel poder sirve y representa. Ésta es quizás una de las tesis más controvertibles del posmodernismo. Porque, en verdad, la tradición más viva y creadora de la cultura occidental no ha sido nada conformista, sino precisamente lo contrario: un cuestionamiento incesante de todo lo existente. Ella ha sido, más bien, inconforme, crítica tenaz de lo establecido, y, de Sócrates a Marx, de Platón a Freud, pasando por pensadores y escritores como Shakespeare, Kant, Dostoyevski, Joyce, Nietzsche, Kafka, ha elaborado a lo largo de la historia mundos artísticos y sistemas de ideas que se oponían radicalmente a todos los poderes entronizados. Si sólo fuéramos los lenguajes que impone sobre nosotros el poder nunca hubiera nacido la libertad ni hubiera habido evolución histórica y la originalidad literaria y artística jamás hubiera brotado.

No han faltado por supuesto reacciones críticas a las falacias y excesos intelectuales del posmodernismo. Por ejemplo, su tendencia a protegerse y ganar para sus teorías una cierta invulnerabilidad utilizando el lenguaje de la ciencia sufrió un duro revés cuando dos científicos de verdad, los profesores Alan Sokal y Jean Bricmont, publicaron en 1998
Imposturas intelectuales,
una contundente demostración del uso irresponsable, inexacto y a menudo cínicamente fraudulento de las ciencias que hacían en sus ensayos filósofos y pensadores tan prestigiados como Jacques Lacan, Julia Kristeva, Luce Irigaray, Bruno Latour, Jean Baudrillard, Gil es Deleuze, Félix Guattari y Paul Virilio entre otros. Habría que recordar que años antes —en 1957—, en su primer libro,
Pourquoi des philosophes?,
Jean-François Revel había denunciado con virulencia el empleo de estilos abstrusos y falazmente científicos por los pensadores más influyentes de su época para ocultar la insignificancia de sus teorías o su propia ignorancia.

Otra crítica severa de las teorías y tesis de la moda posmoderna fue Gertrude Himmelfarb, que, en una polémica colección de ensayos titulada
On Looking Into the Abyss
[Mirando el abismo] (Nueva York, Alfred A. Knopf, 1994), arremetió contra aquél as y, sobre todo, contra el estructuralismo de Michel Foucault y el deconstruccionismo de Jacques Derrida y Paul de Man, corrientes de pensamiento que le parecían vacuas comparadas con las escuelas tradicionales de crítica literaria e histórica.

Su libro es también un homenaje a Lionel Trilling, el autor de
La imaginación liberal
(1950) y muchos otros ensayos sobre la cultura que tuvieron gran influencia en la vida intelectual y académica de la posguerra en Estados Unidos y Europa y al que hoy pocos recuerdan y ya casi nadie lee. Trilling no era un liberal en lo económico (en este dominio abrigaba más bien tesis socialdemócratas), pero sí en lo político, por su defensa pertinaz de la virtud para él suprema de la tolerancia, de la ley como instrumento de la justicia, y sobre todo en lo cultural, con su fe en las ideas como motor del progreso y su convicción de que las grandes obras literarias enriquecen la vida, mejoran a los hombres y son el sustento de la civilización.

Para un posmoderno estas creencias resultan de una ingenuidad arcangélica o de una estupidez supina, al extremo de que nadie se toma siquiera el trabajo de refutarlas. La profesora Himmelfarb muestra cómo, pese a los pocos años que separan a la generación de un Lionel Trilling de las de un Derrida o un Foucault, hay un verdadero abismo infranqueable entre aquél, convencido de que la historia humana es una sola, el conocimiento una empresa totalizadora, el progreso una realidad posible y la literatura una actividad de la imaginación con raíces en la historia y proyecciones en la moral, y quienes han relativizado las nociones de verdad y de valor hasta volverlas ficciones, entronizando como axioma que todas las culturas se equivalen, disociando la literatura de la realidad y confinándola en un mundo autónomo de textos que remiten a otros textos sin relacionarse jamás con la experiencia vivida.

No comparto la devaluación que Gertrude Himmelfarb hace de Foucault. Con todos los sofismas y exageraciones que puedan reprochársele, por ejemplo sus teorías sobre las «estructuras de poder» implícitas en todo lenguaje, el que, según el filósofo francés, transmitiría siempre las palabras e ideas que privilegian a los grupos sociales hegemónicos, Foucault ha contribuido de manera decisiva a dar a ciertas experiencias marginales y excéntricas (de la sexualidad, de la represión social, de la locura) un derecho de ciudad en la vida cultural. Pero las críticas de Himmelfarb a los estragos que la deconstrucción ha causado en el dominio de las humanidades me parecen irrefutables. A los deconstruccionistas debemos, por ejemplo, que en nuestros días sea ya poco menos que inconcebible hablar de humanidades, para ellos un síntoma de apolillamiento intelectual y de ceguera científica.

Cada vez que me he enfrentado a la prosa oscurantista y a los asfixiantes análisis literarios o filosóficos de Jacques Derrida he tenido la sensación de perder miserablemente el tiempo. No porque crea que todo ensayo de crítica deba ser útil —si es divertido o estimulante me basta — sino porque si la literatura es lo que él supone —una sucesión o archipiélago de textos autónomos, impermeabilizados, sin contacto posible con la realidad exterior y por lo tanto inmunes a toda valoración y a toda interrelación con el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual—, ¿cuál es la razón de deconstruirlos? ¿Para qué esos laboriosos esfuerzos de erudición, de arqueología retórica, esas arduas genealogías lingüísticas, aproximando o alejando un texto de otro hasta constituir esas artificiosas deconstrucciones intelectuales que son como vacíos animados? Hay una incongruencia absoluta en una tarea crítica que comienza por proclamar la ineptitud esencial de la literatura para influir sobre la vida (o para ser influida por ella) y para transmitir verdades de cualquier índole asociables a la problemática humana, que, luego, se vuelca tan afanosamente a desmenuzar, a menudo con alardes intelectuales de inaguantable pretensión, esos monumentos de palabras inútiles.

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