La civilización del espectáculo (10 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La civilización del espectáculo
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Cuando los teólogos medievales discutían sobre el sexo de los ángeles no perdían el tiempo: por trivial que pareciera, esta cuestión se vinculaba de algún modo para ellos con asuntos tan graves como la salvación o la condena eternas. Pero, desmontar unos objetos verbales cuyo ensamblaje se considera, en el mejor de los casos, una intensa nadería formal, una gratuidad verbosa y narcisista que nada enseña sobre nada que no sea ella misma y que carece de moral, es hacer de la crítica literaria un quehacer gratuito y solipsista.

No es de extrañar que, luego de la influencia que ha ejercido la deconstrucción en tantas universidades occidentales (y, de manera especial, en los Estados Unidos), los departamentos de literatura se vayan quedando vacíos de alumnos, se filtren en ellos tantos embaucadores, y que haya cada vez menos lectores no especializados para los libros de crítica literaria (a los que hay que buscar con lupa en las librerías y donde no es raro encontrarlos, en rincones legañosos, entre manuales de judo y karate u horóscopos chinos).

Para la generación de Lionel Trilling, en cambio, la crítica literaria tenía que ver con las cuestiones centrales del quehacer humano, pues ella veía en la literatura el testimonio por excelencia de las ideas, los mitos, las creencias y los sueños que hacen funcionar a la sociedad y de las secretas frustraciones o estímulos que explican la conducta individual. Su fe en los poderes de la literatura sobre la vida era tan grande que, en uno de los ensayos de
La imaginación liberal,
Trilling se preguntaba si la mera enseñanza de la literatura no era ya, en sí, una manera de desnaturalizar el objeto del estudio. Su argumento se resumía en esta anécdota: «Les he pedido a mis estudiantes que “miren el abismo” (las obras de un Eliot, un Yeats, un Joyce, un Proust) y el os, obedientes, lo han hecho, tomado sus notas, y luego comentado: muy interesante, ¿no?».

En otras palabras, la academia congelaba, superficializaba y volvía saber abstracto la trágica y revulsiva humanidad contenida en aquellas obras de imaginación, privándolas de su poderosa fuerza vital, de su capacidad para revolucionar la vida del lector. La profesora Himmelfarb advierte con melancolía toda el agua que ha corrido desde que Lionel Trilling expresaba estos escrúpulos de que al convertirse en materia de estudio la literatura fuera despojada de su alma y de su poderío, hasta la alegre ligereza con que un Paul de Man podía veinte años más tarde valerse de la crítica literaria para deconstruir el Holocausto, en una operación intelectual no muy distante de la de los historiadores revisionistas empeñados en negar el exterminio de seis millones de judíos por los nazis.

Ese ensayo de Lionel Trilling sobre la enseñanza de la literatura yo lo he releído varias veces, sobre todo cuando me ha tocado hacer de profesor. Es verdad que hay algo engañoso y paradojal en reducir a una exposición pedagógica, de aire inevitablemente esquemático e impersonal —y a deberes escolares que, para colmo, hay que calificar—, unas obras de imaginación que nacieron de experiencias profundas y, a veces, desgarradoras, de verdaderas inmolaciones humanas, y cuya auténtica valoración sólo puede hacerse, no desde la tribuna de un auditorio, sino en la reconcentrada intimidad de la lectura y medirse cabalmente por los efectos y repercusiones que ellas tienen en la vida privada del lector.

Yo no recuerdo que alguno de mis profesores de literatura me hiciera sentir que un buen libro nos acerca al abismo de la experiencia humana y a sus efervescentes misterios. Los críticos literarios, en cambio, sí. Recuerdo sobre todo a uno, de la misma generación de Lionel Trilling y que para mí tuvo un efecto parecido al que ejerció éste sobre Gertrude Himmelfarb, contagiándome su convicción de que lo peor y lo mejor de la aventura humana pasaba siempre por los libros y de que ellos ayudaban a vivir. Me refiero a Edmund Wilson, cuyo extraordinario ensayo sobre la evolución de las ideas y la literatura socialistas, desde que Michelet descubrió a Vico hasta la llegada de Lenin a San Petersburgo,
Hacia la estación de Finlandia,
cayó en mis manos en mi época de estudiante. En esas páginas de estilo diáfano pensar, imaginar e inventar valiéndose de la pluma era una forma magnífica de actuar y de imprimir una marca en la historia; en cada capítulo se comprobaba que las grandes convulsiones sociales o los menudos destinos individuales estaban visceralmente articulados con el impalpable mundo de las ideas y de las ficciones literarias.

Edmund Wilson no tuvo el dilema pedagógico de Lionel Trilling en lo que concierne a la literatura pues nunca quiso ser profesor universitario.

En verdad, ejerció un magisterio mucho más amplio del que acotan los recintos académicos. Sus artículos y reseñas se publicaban en revistas y periódicos (algo que un crítico deconstruccionista consideraría una forma extrema de degradación intelectual) y algunos de sus libros —como el que escribió sobre los manuscritos hallados en el Mar Muerto— fueron reportajes para
The New Yorker
. Pero el escribir para el gran público profano no le restó rigor ni osadía intelectual; más bien lo obligó a tratar de ser siempre responsable e inteligible a la hora de escribir.

Responsabilidad e inteligibilidad van parejas con una cierta concepción de la crítica literaria, con el convencimiento de que el ámbito de la literatura abarca toda la experiencia humana, pues la refleja y contribuye decisivamente a modelarla, y de que, por lo mismo, ella debería ser patrimonio de todos, una actividad que se alimenta en el fondo común de la especie y a la que se puede recurrir incesantemente en busca de un orden cuando parecemos sumidos en el caos, de aliento en momentos de desánimo y de dudas e incertidumbres cuando la realidad que nos rodea parece excesivamente segura y confiable. A la inversa, si se piensa que la función de la literatura es sólo contribuir a la inflación retórica de un dominio especializado del conocimiento, y que los poemas, las novelas, los dramas proliferan con el único objeto de producir ciertos desordenamientos formales en el cuerpo lingüístico, el crítico puede, a la manera de tantos posmodernos, entregarse impunemente a los placeres del desatino conceptual y la tiniebla expresiva.

Antecedentes

Piedra de Toque

El velo islámico

En el otoño de 1987, unas alumnas del colegio francés Gabriel Havez, en la localidad de Creil, se presentaron a clases tocadas con el velo islámico y la dirección del establecimiento les prohibió el ingreso, recordando a las niñas musulmanas el carácter laico de la enseñanza pública en Francia. Desde entonces hay abierto en ese país un intenso debate sobre el tema, que acaba de actualizarse con el anuncio de que el primer ministro Jean-Pierre Raffarin se propone presentar al Parlamento un proyecto que dé fuerza de ley a la prohibición de llevar en las escuelas del Estado atuendos o signos religiosos y políticos de carácter «ostensible y proselitista».

En el debate de ideas sobre los asuntos cívicos, Francia sigue siendo una sociedad modélica: en la semana que acabo de pasar en París he seguido, fascinado, la estimulante controversia. El asunto en cuestión ha dividido de manera transversal al medio intelectual y político, de modo que entre partidarios y adversarios de prohibir el velo islámico en los colegios, se encuentran mezclados intelectuales y políticos de la izquierda y la derecha, una prueba más de la creciente inanidad de aquellas rígidas categorías para entender las opciones ideológicas en el siglo XXI. El presidente Jacques Chirac disiente en este conflicto de su Primer Ministro, y, en cambio, coinciden con éste socialistas de la oposición al gobierno como los ex ministros Jack Lang y Laurent Fabius. No se necesita ser demasiado zahorí para entender que el velo islámico es apenas la punta de un iceberg y que lo que está en juego, en este debate, son dos maneras distintas de entender los derechos humanos y el funcionamiento de una democracia.

De entrada, parecería que, desde una perspectiva liberal —que es la de quien esto escribe—, no puede caber la menor duda. El respeto a los derechos individuales exige que una persona, niño o adulto, pueda vestirse como quiera sin que el Estado se inmiscuya en su decisión, y ésta es la política que, por ejemplo, se aplica en el Reino Unido, donde, en los barrios periféricos de Londres, muchedumbres de niñas musulmanas van a las aulas escolares veladas de pies a cabeza, como en Riad o Amán. Si toda la educación escolar estuviera privatizada, el problema ni siquiera se suscitaría: cada grupo o comunidad organizaría sus escuelas de acuerdo a su propio criterio y reglas, limitándose a ceñirse a ciertas disposiciones generales del Estado sobre el programa académico. Pero esto no ocurre ni va a ocurrir en sociedad alguna en un futuro previsible.

Por eso, el asunto del velo islámico no es tan simple si se lo examina más de cerca y en el marco de las instituciones que garantizan el Estado de derecho, el pluralismo y la libertad.

Requisito primero e irrevocable de una sociedad democrática es el carácter laico del Estado, su total independencia frente a las instituciones eclesiásticas, única manera que tiene de garantizar la vigencia del interés común por sobre los intereses particulares, y la libertad absoluta de creencias y prácticas religiosas a los ciudadanos sin privilegios ni discriminaciones de ningún orden. Una de las más grandes conquistas de la modernidad, en la que Francia estuvo a la vanguardia de la civilización y sirvió de modelo a las demás sociedades democráticas del mundo entero, fue el laicismo. Cuando, en el siglo XIX, se estableció allí la escuela pública laica se dio un paso formidable hacia la creación de una sociedad abierta, estimulante para la investigación científica y la creatividad artística, para la coexistencia plural de ideas, sistemas filosóficos, corrientes estéticas, desarrollo del espíritu crítico, y también, cómo no, de un espiritualismo profundo. Porque es un gran error creer que un Estado neutral en materia religiosa y una escuela pública laica atentan contra la supervivencia de la religión en la sociedad civil. La verdad es más bien la contraria y lo demuestra precisamente Francia, un país donde el porcentaje de creyentes y practicantes religiosos —cristianos en su inmensa mayoría, claro está— es uno de los más elevados del mundo. Un Estado laico no es enemigo de la religión; es un Estado que, para resguardar la libertad de los ciudadanos, ha desviado la práctica religiosa de la esfera pública al ámbito que le corresponde, que es el de la vida privada. Porque cuando la religión y el Estado se confunden, irremisiblemente desaparece la libertad; por el contrario, cuando se mantienen separados, la religión tiende de manera gradual e inevitable a democratizarse, es decir, cada iglesia aprende a coexistir con otras iglesias y otras maneras de creer, y a tolerar a los agnósticos y a los ateos. Ese proceso de secularización es el que ha hecho posible la democracia. A diferencia del cristianismo, el islam no lo ha experimentado de manera integral, sólo de modo larval y transitorio, y ésa es una de las razones por las que la cultura de la libertad encuentra tantas dificultades para echar raíces en los países islámicos, donde el Estado es concebido no como un contrapeso de la fe, sino como su servidor y, a menudo, su espada flamígera. Y en una sociedad donde la ley sea la
sharia,
la libertad y los derechos individuales se eclipsan ni más ni menos que desaparecían en los ergástulos de la Inquisición.

Las niñas a las que sus familias y comunidades envían ornadas del velo islámico a las escuelas públicas de Francia son algo más de lo que a simple vista parecen; es decir, son la avanzadilla de una campaña emprendida por los sectores más militantes del integrismo musulmán en Francia, que buscan conquistar una cabecera de playa no sólo en el sistema educativo sino en todas las instituciones de la
sociedad civil francesa. Su objetivo es que se les reconozca su derecho a la diferencia, en otras palabras, a gozar, en aquellos espacios públicos, de una extraterritorialidad cívica compatible con lo que aquellos sectores proclaman es su identidad cultural, sustentada en sus creencias y prácticas religiosas. Este proceso cultural y político que se esconde detrás de las amables apelaciones de comunitarismo o multiculturalismo con que lo defienden sus mentores, es uno de los más potentes desafíos a los que se enfrenta la cultura de la libertad en nuestros días, y, a mi juicio, ésa es la batalla que en el fondo ha comenzado a librarse en Francia detrás de las escaramuzas y encontrones de apariencia superficial y anecdótica entre partidarios y adversarios de que se autorice llevar el velo islámico a las niñas musulmanas en los colegios públicos de Francia.

Hay por lo menos tres millones de musulmanes radicados en territorio francés (algunos dicen que muchos más, considerando a los ilegales). Y, entre ellos, desde luego, sectores modernos y de clara filiación democrática, como el que representa el rector de la mezquita de París, Dalil Boubakeur, con quien coincidí hace algunos meses en Lisboa, en una conferencia organizada por la Fundación Gulbenkian, y cuya civilidad, amplia cultura y espíritu tolerante me impresionaron. Pero, por desgracia, esa corriente moderna y abierta acaba de ser derrotada en las recientes elecciones para elegir el Consejo para el Culto Musulmán y los Consejos Regionales, por los sectores radicales y próximos al integrismo más militante, agrupados en la Unión de Organizaciones Islámicas de Francia (UOIF), una de las instituciones que más ha batallado para que se reconozca a las niñas musulmanas el derecho de asistir veladas a las clases, por «respeto a su identidad y a su cultura». Este argumento, llevado a sus extremos, no tiene fin. O, mejor dicho, si se acepta, crea unos poderosos precedentes para aceptar también otros rasgos y prácticas tan ficticiamente «esenciales» a la cultura propia como los matrimonios de las jóvenes negociados por los padres, la poligamia y, al extremo, hasta la ablación femenina. Este oscurantismo se disfraza con un discurso de alardes progresistas: ¿con qué derecho quiere el etnocentrismo colonialista de los franceses de viejo cuño imponer a los franceses recientísimos de religión musulmana costumbres y procederes que son írritos a su tradición, a su moral y a su religión? Adobada de desplantes supuestamente pluralistas, la Edad Media podría así resucitar e instalar un enclave anacrónico, inhumano y fanático en la sociedad que proclamó, la primera en el mundo, los Derechos del Hombre. Este razonamiento aberrante y demagógico debe ser denunciado con energía, como lo que es: un gravísimo peligro para el futuro de la libertad.

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