La costurera (4 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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El suelo de la cocina estaba hecho de tierra compactada; era naranja y siempre estaba húmedo. Emília juraba que la humedad se filtraba a través de las suelas de sus sandalias de cuero. Tía Sofía y Luzia caminaban descalzas sobre ese suelo, pero Emília insistía en llevar zapatos. De niña había deambulado por la casa sin zapatos y las plantas de los pies se le habían vuelto de color naranja, como las de su tía y su hermana. Emília se frotó las plantas con agua hervida y una esponja vegetal para que volvieran a ser blancas, como debían ser los pies de una dama. Pero las manchas persistieron y Emília le echaba la culpa al suelo.

Ese año las lluvias de invierno habían sido escasas y las de enero ni siquiera habían llegado. Los árboles cafeteros de los vecinos no habían florecido. Las flores moradas de las plantas de alubias que tía Sofía cuidaba en el jardín se habían marchitado y habían perdido la mitad de la cosecha anual. Hasta el suelo de la cocina estaba reseco y resquebrajado. Emília tenía que barrerlo tres veces al día para evitar que el polvo color naranja se adhiriera a las ollas, se posara dentro de las jarras de agua y manchara los bajos de sus vestidos. Estaba ahorrando para instalar un suelo como Dios manda, cosiendo camisas de dormir y pañuelos adicionales para sus patrones, el coronel Pereira y su esposa, doña Conceição. Cuando tuviera la cantidad suficiente de dinero, Emília compraría media bolsa de polvo de cemento y la tierra compactada desaparecería bajo una gruesa y decente capa dura.

El lado de la cama donde dormía Luzia estaba vacío. Su hermana había ido a rezar, sin duda, como hacía cada mañana, frente al altar de sus santos, en un rincón de la cocina. Emília se deslizó bajo el mosquitero y salió de la cama; ella tenía su propio altar. Sobre el baúl que hacía las veces de tocador había una pequeña imagen de san Antonio, recortado del último número de
Fon Fon
, su revista favorita, que incluía patrones de costura, novelas románticas por entregas y, cada tanto, una guía de oración. Doña Conceição le regalaba a Emília números antiguos de
Fon Fon
y de otra revista que Emília disfrutaba,
O Capricho
. Las conservaba en tres montones ordenados debajo de su cama, aunque tía Sofía insistía en que atraerían ratones.

Emília se arrodilló ante el viejo baúl negro.
Fon Fon
ordenaba colocar la imagen de san Antonio —el santo casamentero— frente a un espejo con una rosa blanca a su lado. «¡Encuentra tu pareja! —rezaba la revista—. Una oración para que consigas pretendiente».
Fon Fon
aseguraba a los lectores que tres padrenuestros y tres avemarías a san Antonio todas las mañanas harían el milagro.

Emília había colocado la imagen del santo al lado de su espejo, en realidad un pedazo de vidrio del tamaño de su palma, que había comprado con sus ahorros. No se acercaba ni remotamente al espejo de cuerpo entero que tenía Doña Conceição en su probador, pero Emília podía apoyar su espejito sobre el baúl que usaban de tocador y echar un buen vistazo a su cara y su pelo. Pero no había rosas blancas en su pueblo. No había ningún tipo de flores. Las cordiales beneditas que crecían a lo largo de los caminos habían perdido todos sus pétalos rosas y amarillos y habían dejado caer sus semillas sobre la tierra dura y reseca. Las dalias de tía Sofía colgaban con sus pesadas cabezas, y al final desaparecieron dentro de sus bulbos bajo la tierra, huyendo del calor. Hasta las hileras de árboles de cajú y las plantas de café parecían enfermas, con las hojas amarillentas por el sol implacable. Por ello Emília había cosido una rosa con retazos sueltos de tela: san Antonio tendría que comprenderlo. Cruzó las manos y oró.

Tenía 19 años y ya era una solterona. El comadreo del pueblo había predicho que ella y Luzia serían solteras, pero por motivos diferentes. El destino de Luzia había sido sellado con el accidente que había sufrido de niña: a los 11 años se había caído de un árbol alto y casi había muerto. La desgracia había deformado su brazo y dejado a Luzia —según los rumores— ligeramente impedida. Ningún hombre elegiría a una esposa tullida, decían, y mucho menos a una que tuviera el carácter de Luzia. Emília no tenía deformidades físicas, gracias al buen Dios. Había tenido muchos pretendientes; se habían presentado en la casa como perros callejeros. Tía Sofía les ofrecía café y tarta de mandioca mientras Emília se escondía en su habitación y le rogaba a Luzia que los espantara.

Si insistían en quedarse, Emília permanecía junto al marco de la puerta y miraba furtivamente hacia la cocina. Sus pretendientes eran granjeros jóvenes que parecían mayores. Usaban sombreros deformes, se sentaban con las piernas abiertas y hacían crujir sus enormes dedos callosos. Durante el cortejo eran torpes y risueños. Pero Emília los había visto regateando en el mercado semanal, gritando y pavoneándose, levantando los gallos de las alas y rompiendo velozmente el pescuezo de las aves. Después de rechazar a un pretendiente, Emília solía verlo desfilar con una nueva chica en el mercado de los sábados, conduciendo a su tímida novia de un lado a otro, como si la joven fuera un animal receloso que pudiera escaparse del control de su futuro esposo.

Emília leía las novelas románticas en
Fon Fon
. Más allá de Taquaritinga había otra raza de hombres. Caballeros perfumados y elegantes. Tenían los bigotes acicalados, el pelo peinado con gomina, las barbas bien recortadas, la vestimenta planchada. No tenía nada que ver con la riqueza, sino con el porte. No era pretenciosa, como decía el cotilleo del pueblo. Lo que anhelaba era refinamiento, no riqueza. Misterio, no dinero. De noche, después de las oraciones, Emília se imaginaba como una de aquellas heroínas elegantemente vestidas de
Fon Fon
, enamoradas de un capitán cuyo barco estaba perdido en alta mar. Se imaginaba a sí misma plantada sobre una duna de la playa, gritando su nombre por encima de las olas. O como su enfermera, curándolo al regresar. Había enmudecido, y ella era su voz, observando sus oscuras cejas que subían y bajaban, comunicándose en un lenguaje que sólo ella comprendía. Este misterio, este triste anhelo que recorría todas las historias de
Fon Fon
parecía ser la fuente del amor. Emília rogaba que le llegara su turno. Dormía sin almohada, renunció a los dulces, se pinchó el dedo treinta veces con la aguja de coser, como sacrificio ofrecido a los santos para pedir su ayuda. Nada había funcionado. La rosa blanca y las oraciones de
Fon-Fon
eran su última esperanza.

Emília colocó el recorte de san Antonio en sus manos y lo apretó.

—El profesor Celio —dijo entre una oración y otra.

Celio, su instructor de costura, no era ni misterioso ni trágico. Era un hombre delgado, con la mirada perdida y largos dedos. Pero era diferente a los muchachos de Taquaritinga. Llevaba trajes recién planchados y zapatos lustrosos. Y venía de Sao Paulo, la gran ciudad de Brasil, y volvería allí cuando acabara el curso de costura.

—Por favor, san Antonio —susurró Emília—, permíteme ir con él.

—No deberías pedir cosas triviales a los santos —dijo Luzia. Estaba de pie en la puerta de entrada al dormitorio. Su cabeza rozaba la parte superior del marco encalado. Cuando entraba en una habitación parecía ocuparla toda, creando la sensación de que existía menos espacio del que había. Sus hombros eran anchos y los músculos de su brazo derecho —el brazo bueno— eran torneados y duros, ejercitados tras años de hacer girar la rueda de la máquina de coser de tía Sofía. Sus ojos eran su mejor rasgo, el más femenino. Emília los envidiaba. Tenían los párpados amplios, como los de un gato, y eran de color verde. Bajo las gruesas cejas y negras pestañas de Luzia, su color resultaba extraordinario, como los brotes de dalias de tía Sofía, que emergían de la tierra negra. Luzia acunaba su brazo izquierdo —el brazo tullido— en el derecho. El codo del brazo se había atascado para siempre en un tosco ángulo recto. Los dedos y el hombro de Luzia funcionaban a la perfección, pero el codo nunca se había curado bien. Tía Sofía echaba la culpa a la curandera por su pésima labor al encajar los huesos rotos.

—El amor no es algo frívolo —dijo Emília. Cerró los ojos para reanudar sus rezos.

—San Antonio ni siquiera es el santo al que hay que pedirle eso —dijo Luzia—. Elegirá erróneamente. Si pides un semental, te dará un burro.

—No creo,
Fon Fon
dice lo contrario.

—Deberías rezarle a san Pedro.

—Tú di tus oraciones y yo diré las mías —dijo Emília, apretando con más fuerza la foto de san Antonio entre sus manos.

—Deberías encender una vela para que te preste atención —siguió Luzia—. Las flores no funcionan. Y ésa ni siquiera es una flor de verdad.

—¡Cállate! —le gritó Emília con brusquedad.

Luzia encogió los hombros y se marchó. Emília intentó concentrarse en sus oraciones, pero no pudo. Se acomodó el pelo detrás de las orejas, besó su fotografía de san Antonio y salió de la habitación, siguiendo a su hermana.

2

La casa de tía Sofía era pequeña, pero sólida, con ladrillos en la parte exterior y paredes bien terminadas por dentro, encaladas. Cuando acudía gente de visita, extendía las manos para tocar la tersa superficie de las paredes, sorprendida por semejante lujo. Tía Sofía también había instalado un excusado atrás, completo, con una puerta de madera y una cavidad revestida de arcilla en el suelo de tierra. La gente decía que jugaba a ser rica, que malcriaba a sus jóvenes sobrinas con tales derroches. Su tía era la mejor costurera del pueblo. Había otras mujeres que cosían, pero, según tía Sofía, no eran profesionales; sus puntadas eran burdas y no reforzaban las costuras de los pantalones, ni sabían cómo confeccionar la camisa de un caballero. La máquina de coser de tía Sofía —una Singer manual, es decir sin pedal, con una rueda y una base de madera— era vetusta. La rueda de la máquina estaba oxidada y era difícil hacerla girar, la aguja estaba desafilada y la palanca que hacía saltar la base de la aguja de coser hacia arriba y hacia abajo se atascaba a menudo. Pero tía Sofía insistía en que la excelencia de una costurera no dependía de la máquina de coser. Una buena costurera debía prestar atención al detalle, reconocer el contorno del cuerpo de la gente y saber cómo caerían o se adherirían a esas formas diferentes tipos de tela, ser eficiente con esas telas, sin cortar jamás demasiado ni demasiado poco, y finalmente, una vez que la tela era cortada y calzada debajo de la aguja de la máquina, no podía dudar, no podía titubear. Una buena costurera debía ser resuelta.

Cuando eran muy pequeñas, tía Sofía les hacía ropa para las muñecas recortando papel de estraza y luego trazaba los patrones sobre retazos de tela de verdad. Les enseñó a dar puntadas, a mano primero, lo que le había resultado más fácil a Luzia, y luego les enseñó a manejar la máquina de coser. La máquina manual había sido un desafío para la hermana de Emília. El brazo bueno de Luzia le daba a la rueda mientras el brazo petrificado movía la tela bajo la aguja. Como su brazo no podía doblarse, Luzia tenía que mover todo el torso para evitar que la tela se deslizara y para mantener las puntadas en línea recta. La mayoría de la gente contrataba a tía Sofía, Emília y Luzia para coser los vestidos de primera comunión de sus hijos, para los vestidos de novia de sus hijas, para los trajes funerarios de sus padres, pero se trataba de ocasiones solemnes y excepcionales. Sus clientes principales eran el coronel y su esposa, doña Conceição.

A Emília le encantaba coser en casa del coronel. Le encantaba comer las azucaradas tortas que la sirvienta llevaba al cuarto de costura como merienda. Le encantaba el fuerte olor a cera para el suelo, el sonido de los tacones de doña Conceição sobre las baldosas negras y blancas, el repique profundo del reloj de pie que había en el vestíbulo. El cielorraso del coronel estaba recubierto de yeso y pintura, ocultando las tejas naranja del techo. Era terso y blanco como la superficie glaseada de una tarta.

Doña Conceição había comprado hacía poco una máquina de última generación: una Singer que se manejaba con pedal. La máquina estaba apoyada sobre una pesada base de madera con patas de hierro. Tenía diseños florales grabados sobre su brillante superficie de metal. Habían sido necesarias dos de las mulas de carga del coronel para subir la Singer por el sinuoso sendero de montaña hasta el pueblo. Era mucho más difícil de manejar que la antigua máquina manual de tía Sofía. Por ello, la compañía Singer enviaba instructores a todo Brasil y ofrecía siete clases gratuitas con cada compra. Doña Conceição insistió en que fueran Emília y Luzia quienes las tomaran. Luzia no apreciaba las clases, pero Emília sí. Le habían presentado al profesor Celio, de quien ella esperaba que le presentara el mundo.

Los días que tenían clases, Emília abreviaba sus oraciones a san Antonio para tener tiempo de lavarse el pelo. Debía estar completamente seco para que tía Sofía le permitiera salir de la casa. Su tía creía en los peligros del pelo mojado: causaba fiebres, enfermedades terribles, hasta deformidades. Cuando eran niñas, tía Sofía a menudo repetía la historia de una pequeña rebelde que salió con el cabello mojado. El viento la golpeó y la encorvó para el resto de su vida, torciendo e inutilizando todo su cuerpo.

Emília se dirigió a la cocina. La leña ardía y se amontonaba sobre la boca llena de hollín del fogón. Tía Sofía removía el fuego con su largo atizador, y luego agitaba un abanico delante de un pequeño agujero que había en la cocina de ladrillo, bajo las llamas.

Las piernas de su tía eran tan gruesas como los postes de una gran valla; los tobillos no se distinguían de los muslos. Gruesas venas azules se hinchaban bajo la piel de sus tobillos y detrás de sus rodillas, producto de todos los años que se había pasado sentada frente a una máquina de coser. Una larga trenza blanca colgaba sobre la espalda de tía Sofía.

—Bendígame, tía —dijo Emília con tono rutinario.

Su tía dejó de abanicar el fogón. Besó la frente de la chiquilla.

—Bendita seas. —Tía Sofía frunció el ceño. Tiró del pelo de Emília—. Pareces un hombre con este… Eres como uno de esos cangaceiros.

Las modelos del último
Fon Fon
—bocetos de mujeres con largos cuerpos y labios coloreados— tenían oscuras, cortas y brillantes melenas como de seda fina, que enmarcaban sus rostros con formas muy simétricas. Una semana antes, Emília había cogido las grandes tijeras de coser y había copiado el corte de pelo. Tía Sofía casi se desmaya cuando la vio con aquel nuevo aspecto.

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