—¡Santo cielo! —había gritado la buena mujer. Agarró a Emília del brazo y la llevó ante el altar de los santos para que pidiera perdón. Desde entonces, tía Sofía la había obligado a atarse un pañuelo sobre la cabeza cada vez que salía de la casa. Emília había previsto esa reacción de su tía. Hacía años que el tío Tirso había fallecido, y sin embargo tía Sofía sólo usaba vestidos negros, con dos camisolas por debajo. Llevar menos ropa era, según ella, el equivalente de caminar desnuda. Jamás permitía que Luzia o Emília llevaran algo de color rojo, o encarnado, como solía llamarlo tía Sofía, porque era el color del pecado. Y cuando Emília usó su primer sostén, tía Sofía había ajustado tan fuerte las tiras del corpiño que Emília casi se desvaneció.
—Tía, ¿debo llevar un pañuelo hoy? —preguntó Emília.
—Por supuesto. Lo usarás hasta que te vuelva a crecer el pelo.
—Pero en la capital todo el mundo lleva el pelo así.
—No estamos en la capital, aquí somos decentes.
—Por favor, tía, sólo hoy. ¡Sólo para la lección de costura!
—No. —Tía Sofía abanicó el fuego con mayor velocidad. Las ramillas se tiñeron de naranja.
—Es que parezco una recolectora de café.
—¡Mejor parecer una recolectora de café que una mujer fácil! —gritó tía Sofía—. No hay deshonra en ser recolectora de café. Tu madre recogía café cuando era niña.
Emília soltó un largo suspiro. No le gustaba imaginarse a su madre de esa manera.
—No te enfades —dijo tía Sofía, señalando con el atizador la cabeza de Emília—. Debiste pensarlo antes de hacer… eso.
—Sí, señora —replicó Emília. Quitó el trapo que cubría la jarra de arcilla al lado del fogón y vertió el contenido de una taza de agua en la palangana de metal. En el rincón más alejado de la cocina, tía Sofía había instalado una cortina precaria, para que se pudieran bañar en privado. Emília cogió la barra de jabón perfumado de su escondite en el alféizar de la ventana. Era un regalo de doña Conceição. Emília lo prefería al ordinario jabón negro que compraba tía Sofía, que le daba a todo un cierto olor a cenizas. Se sentó en cuclillas al lado de la palangana y ahuecó las manos para echarse el agua sobre la cabeza. Frotó la pelotita pequeña y perfumada en sus manos.
—Bendígame, tía —dijo Luzia. Entró descalza por la puerta de atrás, con un cuenco vacío en sus grandes manos. Había estado echando maíz a las gallinas «pintadas». A Emília le desagradaban esas gallinas moteadas: siempre que les daba de comer le picoteaban los dedos de los pies y revoloteaban alrededor de su cara. Con Luzia, las gallinas se comportaban correctamente. Se apartaban cuando pasaba y soltaban un cacareo inusualmente agudo, que sonaba como una tribu de ancianas que repetían las palabras: «Soy débil, soy débil, soy débil».
—¿Otra vez te vas a lavar la cabeza? —preguntó Luzia. Como Emília la ignoró, posó las manos sobre las caderas—. Estás gastando agua. ¿Qué pasa si no llueve durante los próximos cuatro meses?
—No soy un animal —replicó Emília, sacudiendo la cabeza. Pequeñas gotitas oscurecieron el suelo de tierra—. Me niego a oler como uno de ellos.
Tía Sofía cogió un mechón enredado del cabello de Luzia y se lo llevó a la cara. Arrugó la nariz:
—¡Hueles como las gallinas! Deja de regañar a tu hermana y lávatelo tú también. No permitiré que vayas a tu clase de costura sucia.
—Odio esas clases —dijo Luzia, poniéndose fuera del alcance de su tía.
—¡Cállate! —gritó tía Sofía—. Deberías mostrarte agradecida por poder asistir a ellas.
Luzia se dejó caer sobre una banqueta de madera de la cocina. Acunó el brazo rígido con el sano, una costumbre que daba a ambos un aspecto normal, como si Luzia estuviera exasperada y tan sólo cruzara los brazos delante del pecho.
—Estoy agradecida —farfulló—. Sólo tengo que observar a Emília, verla adular a nuestro profesor una vez al mes.
—¡No lo adulo! —El rostro de Emília se tiñó de rojo—. Le manifiesto respeto. Es nuestro profesor.
Tía Sofía jamás estaría de acuerdo con las cartas perfumadas, las sonrisas secretas. Su tía creía que ir de la mano era vergonzoso, que un beso en una plaza pública era signo de estar camino al altar.
—Estás celosa —dijo Emília—. Yo puedo manejar la Singer, y tú no.
Luzia la miró.
—No estoy celosa de ti, culo de cesta —dijo.
Emília dejó de secarse el cabello. Los niños del colegio de curas la habían llamado así cuando su cuerpo cambió y los vestidos comenzaron a quedarle apretados. Emília ya no podía ni siquiera mirar las enormes, redondas canastas que se vendían en el mercado sin sentir una punzada en el alma.
—¡Gramola! —clamó Emília.
Durante unos segundos, los ojos de Luzia se abrieron de par en par, y sus pupilas, como rayos, atravesaron aquellos brillantes círculos verdes. Luego se entornaron. Luzia cogió el jabón perfumado y lo arrojó por la ventana. Emília se levantó, y casi echa a rodar la palangana. Su jabón de lavanda yacía cerca del excusado, tirado en medio de restos de maíz seco. Las gallinas lo picoteaban. Emília salió corriendo afuera, ahuyentándolas de una patada.
—¡Menudas dos burras! —gritó tía Sofía. Siguió a Emília y le echó una toalla sobre los mojados rizos—. ¡He criado a dos burras!
La tía Sofía se santiguó y le dirigió la palabra al techo, como si Emília y Luzia no estuvieran presentes:
—Santo Dios, lleno de misericordia y de gracia, haz que estas muchachas se den cuenta de que son de la misma sangre. ¡Que están solas frente al mundo!
Luzia salió de la cocina. Emília le quitó al jabón los pedacitos de maíz. Intentó ignorar la voz de su tía. Había escuchado esa salmodia un montón de veces y en cada ocasión había deseado que no fuera cierta.
Sólo tía Sofía y Emília empleaban el nombre de pila de Luzia. Todos los demás la llamaban Gramola.
El nombre se había originado en el patio de recreo del padre Otto. Emília había sido la primera niña de la clase de Religión en desarrollarse —sus caderas y sus pechos crecieron tan rápido que tía Sofía tuvo que rasgar sus vestidos por la mitad y agregar unas tiras de tela—. Cuando cumplió 13 años, un muchacho la cogió durante el recreo y apretó los labios con violencia contra su cuello. Emília chilló. Intentó escabullirse, pero el chico volvió a abrazarla.
Luzia contempló la escena, y sus gruesas cejas se contrajeron. Caminó a grandes zancadas hacia ellos. Sólo tenía 11 años, pero ya era más alta que la mayoría de los chicos de su clase. Aquel invierno se había vuelto tan delgada y desgarbada como un árbol de papaya. Tía Sofía había dejado de soltar el vuelo de sus vestidos y, en cambio, comenzó a agregar tiras de tela mal emparejadas alrededor del dobladillo.
—Suelta a mi hermana —dijo Luzia con una voz grave y ronca. Olía a leche cortada. El rígido codo estaba envuelto en tela y embadurnado con manteca y grasa de cerdo. Tía Sofía y la curandera aún creían que se podía aflojar la articulación con grasa.
El muchacho sonrió maliciosamente.
—¡Gramola! —gritó—. ¡Brazo de gramola!
Sólo dos ciudadanos en Taquaritinga poseían el lujoso tocadiscos de cuerda así llamado. Una vez al año, durante la fiesta de San Juan, llevaban las gramolas a la plaza pública. Los altavoces de bronce de las máquinas parecían enormes flores de campana. Tocaban música a todo volumen, y cuando terminaba una canción, sus dueños movían cuidadosamente el brazo doblado de bronce sobre un disco de pasta nuevo.
—¡Gramola! ¡Gramola! —gritaron riendo los demás niños. Luzia dejó caer la cabeza sobre el pecho. Emília creyó que estaba llorando. De pronto, Luzia se irguió, encabritada. Cuando iban al colegio, las dos hermanas pasaban a menudo delante de cabras que pastaban entre la hierba. Cuando los animales peleaban, embestían al enemigo con la frente, y luego levantaban la cabeza hacia arriba para perforar un ojo o una barriga con sus cuernos. Luzia embistió al muchacho de esa forma, de cabeza. Hubiera retrocedido y vuelto a hacerlo si su maestro, el padre Otto, no la hubiera detenido. Llevó al muchacho, sumido en llanto, con la boca y la camisa ensangrentadas, al interior de la capilla. Después del incidente, la gente comenzó a llamar Gramola a Luzia. Al principio, lo hicieron en secreto, pero el nombre se impuso rápidamente y todos, hasta el padre Otto, lo empleaban. Al poco tiempo, Luzia desapareció y Gramola ocupó su lugar.
Antes del accidente, había sido una niña alegre y llena de vida. La gente la llamaba la Yema y a Emília, la Clara, un sobrenombre que había irritado a Emília, porque implicaba que su hermanita tenía más concentración nutritiva, más poder. Después del accidente, el nombre de Luzia fue reemplazado por el de Gramola, y era una chiquilla callada y taciturna. Le gustaba sentarse sola y bordar retazos de tela amontonados en su casa. Sobre esos trapos desechables bordaba armadillos con cabezas de gallina, panteras con alas, halcones y búhos con rostros humanos, cabras con patas de rana. En el colegio, Gramola no sentía interés alguno por las clases. No había buenos pupitres en las aulas, tan sólo largas mesas con bancos de madera que, a media mañana, ya le provocaban dolor en la espalda. Un crucifijo colgaba de la pared delantera, sobre el escritorio del padre Otto. La pintura a los pies del Cristo se había descascarillado, dejando a la vista un yeso gris. El los miraba fijo, con ojos compasivos, mientras hacían las tareas. Gramola lo miraba a su vez. Se rascaba el rígido brazo, como si pudiera reanimar los huesos, y miraba a Jesús con los ojos entornados. El padre Otto sabía que Gramola no prestaba atención durante las clases, pero, como creía que estaba consumida por el dolor de Cristo, no la castigaba como lo hubiera hecho con Emília o cualquier otro niño de la clase. Pero cuando Emília veía que los ojos de su hermana se ponían vidriosos sabía que la mirada de Luzia estaba yendo más allá de Jesús, perdida en su propio mundo. Su hermana entraba a menudo en ese estado en su casa. Quemaba el arroz o derramaba el agua o cosía torcido hasta que Emília la sacudía y le decía que se despertara.
Aunque Luzia sobrevivió al accidente, había dejado atrás una parte esencial de sí en algún otro mundo al que nadie podía acceder. Desamparó a Emília cuando tuvo que lidiar con la feroz maledicencia del pueblo, las supersticiones de su tía y su propio cuerpo que se transformaba, volviéndose, de un día para otro, exuberante y suave. Emília ya no quería agacharse en la tierra y hurgar en los hormigueros ni romper los nidos de arcilla de las avispas con las muchachas de su edad. Esos juegos le parecían monótonos y vulgares. Luzia tampoco deseaba participar en sus juegos, pero por motivos diferentes. Las niñas se burlaban de su brazo, de su tamaño, y Luzia terminaba por atacarlas, por tirarles del pelo, y dejaba a los niños con la nariz ensangrentada. Emília era la única que podía calmar a su hermana. Por ello, las dejaban tranquilas, aisladas en la sólida casa de tía Sofía, en compañía de la costura y los retratos familiares.
Tres retratos familiares colgaban en el salón delantero de la casa de tía Sofía. De niña, a Emília le gustaba subirse a la mesa de costura de madera donde tía Sofía medía y cortaba la tela. Apoyaba sus manos a cada lado de las fotos enmarcadas. La pared encalada se notaba fría y tersa bajo sus manos.
La primera fotografía era un retrato matrimonial de sus padres en blanco y negro. En los bordes estaba abombado por el agua de lluvia que se había escurrido del techo y filtrado dentro del marco. Estaban sentados el uno al lado del otro, y la mano de su padre aparecía, borrosa, sobre la de su madre. Parecían asustados. El pelo de él estaba peinado con gomina, con raya al medio. Su piel era de un pálido gris, mientras que la tez de su madre, ligeramente oscurecida por el velo que le llegaba hasta el mentón, era oscura, del color de las cenizas o la piedra. En la fotografía aparecía mordiéndose los labios, como si estuviera temblando. Su madre había muerto desangrada inmediatamente después de dar a luz a Luzia, y tras el entierro tía Sofía quitó las sábanas y el colchón manchado relleno con hierba y los quemó en el patio, allá por donde estaba el excusado.
Su padre era el hermano menor de tía Sofía. Era un hombre alto que se ganaba la vida como colmenero; tenía varias colmenas sobre el lado rocoso de la montaña, y vendía miel, polen y propóleo; Emília tenía recuerdos nebulosos de haber jugado con el propóleo… haciendo una pelota con la sustancia pegajosa en sus manos, antes de que su padre cogiera el trozo y lo colocara dentro de la caldera de metal. Recordaba el improvisado traje de colmenero de su padre: guantes de cuero, gruesa chaqueta de lona y un sombrero con un velo de tela metálica estirado y ajustado alrededor del cuello. Algunos colmeneros podían meter las manos descubiertas dentro de la colmena sin recibir una sola picadura. Su padre no era uno de ellos.
Cuando Emília tenía cinco años y Luzia tan sólo tres, las dejó en casa de tía Sofía y nunca más volvió a buscarlas. Prefería sentarse delante de las chozas de chapa a la vera del camino y consumir licor de caña. Se transformó en un borracho con voz rasposa y aspecto abandonado que gustaba de recostarse sobre los troncos de árbol o sentarse en las esquinas de las calles, hablando consigo mismo o con los transeúntes. Cuando tenía un buen día, visitaba la casa de tía Sofía, oliendo a vómito y a colonia barata. Sus ojos asombrosamente verdes brillaban entre los pliegues arrugados de su rostro, que se había vuelto opaco y tosco como una silla de montar de mulero.
Cada vez que Emília le preguntaba a su tía sobre el mal que aquejaba a su padre, Sofía le respondía lo mismo:
—Tiene un temperamento nervioso.
Luego hacía girar la rueda de su máquina de coser con más fuerza, o revolvía más rápidamente una olla con frijoles sobre el fogón, dando por terminada la conversación.
Si tenía un mal día, el padre veía a sus pequeñas hijas cuando se dirigían caminando a la escuela del padre Otto, y confundía a Emília con su esposa muerta. Las uñas de sus pies estaban rotas, con un reborde de sangre reseca por sus constantes tropiezos. Tendía a perder los zapatos, y una vez al mes tía Sofía le compraba sandalias baratas de esparto. «¡María!», llamaba a voces, arrastrando las últimas letras del nombre de su madre, y Emília miraba hacia abajo, hacia sus sandalias, y seguía caminando, asustada de la mirada de su padre.
Cuando Emília tenía 14 años y Luzia 12, volvió a sus colmenas. El sendero de la montaña estaba cubierto de maleza. Las tapas de las cajas de las colmenas chorreaban propóleo. Las abejas se habían vuelto iracundas y salvajes. Dos granjeros tuvieron que vestirse de pies a cabeza con la ropa de cuero de vaqueiro para trasladar a su padre cuesta abajo. Llevaban su cuerpo macilento —que para Emília tenía el aspecto de un saco de piel lleno de agua— cuesta abajo por el sendero principal, hacia el pueblo. Emília y Luzia le cosieron el traje mortuorio.