Durante la misa, el padre Otto se agarraba con fuerza al púlpito con sus gruesos dedos y pronunciaba la homilía. Sus oraciones se elevaban por encima de los sonidos de zapatos que se arrastraban y estornudos que se escapaban entre los congregados. Pronunciaba las erres con rudeza, como si tuviera una moneda en el paladar y estuviera intentando mantenerla en su lugar con la lengua. Sobre el cielo raso de la iglesia había una pintura de san Amaro. Era enorme y estaba cubierta de hollín por el humo de las velas; a Emília le gustaba fijar la mirada en el santo calvo. La vela que sostenía brillaba con tanta fuerza que atraía a los ángeles. Después de misa, Emília, Luzia y tía Sofía salían de la iglesia y se encaminaban a casa de la vecina Zefinha.
Josefa da Silva tenía afición por un plato de arroz, la cabidela de pollo, y el último domingo de cada mes faltaba a misa y abría con un cuchillo el pescuezo de su gallo más robusto y mezclaba la sangre fresca con vinagre y cebollas. Zefinha era amiga de la niñez de tía Sofía. Las dos mujeres se habían criado en Taquaritinga, habían hecho la primera comunión juntas, y siguieron siendo íntimas amigas, a pesar de que después de casarse Sofía se quedó cerca del pueblo mientras que Zefinha se mudó a una finca un poco más arriba de la montaña. Zefinha era rolliza y amable, y todos los domingos después de misa freía queso con harina de maíz y dejaba que Luzia y Emília comieran directamente de la sartén y rasparan los últimos pedacitos de queso con sus tenedores.
Después de comer se sentaron en el porche de Zefinha. Para mantener a raya a los mosquitos chupasangre que se metían debajo de sus faldas y volaban alrededor de sus caras, se untaron un mejunje de grasa de cerdo y limoncillo sobre las piernas, brazos y caras que las dejó brillantes como muñecas de vidrio. Las dos mujeres se sentaron en sillas de madera. Emília se repantingó en la hamaca junto a Luzia. Su hermana la mecía impacientemente de atrás adelante con la punta del dedo. Emília inclinó el mentón hacia fuera de la hamaca y observó al hijo menor de Zefinha, que arreglaba el cobertizo situado junto a la casa. Enrolló un pedazo gastado de cuerda gruesa para hacer un lazo. Sus morenos antebrazos se tensaban con cada vuelta.
—¿Podemos jugar? —preguntó Luzia. Emília se incorporó.
—Deja que se vayan —dijo Zefinha. Un enorme mosquito con las largas patas traseras enroscadas como bigotes flotaba alrededor de su cabeza gris.
Su tía reflexionó un momento antes de contestar:
—Quedaos cerca de la casa. No os ensuciéis los vestidos. Emília, vigila a tu hermana.
Emília asintió, y luego salió corriendo detrás de Luzia hacia el bosquecillo de bananos, detrás de la casa de Zefinha. Sus sandalias crujían y se hundían en las hojas de palmera esparcidas sobre el suelo. Las ramas cargadas de plátanos se balanceaban con la brisa, que, a lo largo del tiempo, había rasgado las verdes frondas, convirtiéndolas en cintas delgadas. Emília oyó rebuznos.
—¡Mira! —exclamó Luzia. A lo lejos se veía un árbol de mango, con las ramas cargadas de fruta. Una cerca de alambre separaba la propiedad de Zefinha de la de su vecino. Luzia gateó bajo el alambre oxidado, y luego lo sostuvo en alto para que pasara Emília. La parcela del vecino estaba atestada de raquíticos árboles de café. Luzia arrancó hojas de las ramas mientras corría hacia el árbol de mango.
Emília siguió el ejemplo de su hermana. Se apoyó en una rama baja y se encaramó al árbol. Sus sandalias patinaban sobre el tronco. Emília se agarró con fuerza a una rama cercana y se subió. La corteza le raspaba las palmas de las manos. Sobre ella, Luzia se balanceaba en una rama alta. Estiró la mano entre las ramas encima de ella y arrancó dos mangos maduros. Luzia colocó las frutas en la falda de su vestido y se sentó con cuidado. Extrajo un pequeño cuchillo del bolsillo. Era un regalo de su padre, quien durante una de sus extrañas visitas había aparecido en casa de Sofía con los ojos enrojecidos y el aliento con olor a licor de caña de azúcar. Emília no le había prestado mucha atención. Dio unas palmaditas a sus bolsillos para encontrar algo que darles y sacó el cuchillo. En su época de colmenero, lo había usado para rebanar la cera y raspar el propóleo, por lo que tenía una hoja corta y afilada. Sobre el mango había tallado la imagen de una abeja. Luzia se quedó con el cuchillo, se lo ocultó a su tía y lo llevaba siempre en el bolsillo del vestido o en la cartera escolar.
Luzia hizo un agujero en la parte superior de cada mango. Le entregó uno a Emília. Chuparon la pulpa de la fruta, y aplastaron las suaves masas entre los dedos como si fuera miga de pan. Cuando terminaron, Luzia arrojó la fruta sobrante. Se levantó la falda. Lentamente, se desató el cordel de los pololos —que le llegaban a la rodilla— y se movió de lado sobre la rama del árbol, empujando los calzones hasta los tobillos. Luego se aferró a la rama que estaba encima de ella. Inclinó el cuerpo hacia atrás. Emília vio un chorro de líquido caer de entre las piernas de su hermana, árbol abajo. El líquido se hundió burbujeando en la tierra anaranjada.
—Hazlo, Emília —dijo Luzia—. Te desafío.
Emília encontraba imposible imitar algo semejante. No podía bajarse las bragas delante de su hermanita, avergonzada por los oscuros vellos rizados que habían comenzado a crecer en esa parte de su cuerpo. Oyó un crujido entre los árboles de café, y vio que las hojas se sacudían en oleadas.
—¡Viene alguien! —susurró Emília.
Luzia se apresuró subirse los calzones. Soltó ambos brazos de la rama que tenía encima de ella. En un instante, Emília vio que el rostro de su hermana pasaba de una expresión de sorpresa a otra de terror… Las cejas se contrajeron y los dientes se apretaron con fuerza, como si estuviese preparada para el impacto. Luzia se echó hacia atrás.
—¡Luzia! —gritó Emília. Se abalanzó hacia su hermana. Sus dedos se rozaron, húmedos y pegajosos por el zumo de mango, y luego se apartaron sin remedio.
La cabeza de Luzia hizo un ruido sordo al chocar contra las gruesas ramas. Cayó inerte al suelo, exhalando un pequeño suspiro antes de cerrar los ojos. Su brazo izquierdo estaba torcido en un ángulo terrible. Parecía una de las muñecas de trapo con que jugaban, con los miembros despatarrados y sin vida. Emília rodeó el tronco del árbol con las manos y bajó, raspándose las rodillas y las manos. El vecino de Zefinha surgió de entre los árboles de café con la intención de regañar a las niñas por robarle su fruta. Su gesto de contrariedad desapareció cuando vio a Luzia.
Emília se arrodilló y rápidamente le subió las bragas a Luzia.
—¡Levántela! —Más que una súplica, era una orden al viejo granjero, con una voz desconocida hasta para ella misma, con un tono demasiado agudo y tajante.
Tía Sofía se llevó las manos a la boca cuando los vio emerger de entre los árboles: Emília gritaba órdenes, el vecino de Zefinha la miraba con los ojos como platos, desesperado. Luzia estaba inerte en sus brazos. La depositaron sobre la mesa de la cocina. Una herida en la parte de atrás de la cabeza goteaba sangre.
—La encontré así —dijo el vecino, agarrándose las manos morenas y callosas como si estuviera orando—. Estaban en mi árbol.
—Metámosle las manos en agua fría —dijo Zefinha, y llenó dos cuencos de arcilla. Las manos de Luzia colgaron, inmóviles, en su interior. El brazo izquierdo estaba torcido, con el codo para arriba, como si lo hubieran hecho al revés. Tía Sofía le apartó un mechón de pelo de la frente. No se despertó. Le echaron agua sobre la cara, pasaron una botella de vinagre fuerte bajo su nariz, pellizcaron sus mejillas y le tiraron del pelo; pero Luzia no se movió.
—La respiración —dijo tía Sofía— es tan dificultosa… —Miró fijamente el pecho de Luzia—. Apenas lo veo subir.
Zefinha levantó la cabeza de Luzia con cuidado y deslizó una toalla por debajo para limpiar la sangre. Miró a su hijo:
—Ve al pueblo —ordenó— y trae a la comadrona.
Doña Augusta, la comadrona local, era lo más parecido a un médico que tenía Taquaritinga. Tía Sofía se puso de rodillas. Todo el mundo hizo lo mismo. El suelo de tierra estaba frío bajo las rodillas de Emília. El vecino cambió de posición a su lado, enroscando nerviosamente el ala de su sombrero en las manos. Olía a cebollas y tierra. Emília se mareó. Se retiró un poco y apretó las manos con fuerza.
Tía Sofía recitó una serie de oraciones a la Virgen. Después de cada una de ellas, abrían los ojos para ver si Luzia se movía. Al ver que no, volvieron a agachar las cabezas rápidamente.
—San Expedito mío —dijo tía Sofía con voz temblorosa y solemne—, guardián de todas las causas justas y urgentes, ayúdanos en este momento de aflicción y desesperación. Tú, el santo guerrero; tú, el santo de todas las aflicciones; tú, el santo de todas las causas imposibles, protege a mi sobrina. Ayúdala, dale fuerzas. No permitas que caiga en aquel sitio oscuro. San Expedito mío, te estará eternamente agradecida y llevará tu nombre por el resto de su vida. —Tía Sofía se puso de pie y apoyó la cabeza sobre el pecho de Luzia—. Apenas puedo oír los latidos —dijo.
—Deberíamos buscar una vela —dijo el vecino.
Tía Sofía apretó el rosario con más fuerza. Los pliegues profundos, con forma de «v», que recorrían su frente se movieron nerviosamente.
—No —dijo—. Aún sigue viva.
Zefinha posó la mano sobre el brazo de su amiga.
—Sofía —susurró—, apenas respira. ¿Qué pasa si no despierta? Necesitará la luz.
Emília entrelazó las manos con más fuerza. Sintió un sabor metálico en la boca. Su saliva era viscosa y espesa. Recordó cuando Cosmo Ferreira, un granjero local, había caído de un burro un sábado durante el mercado. Tía Sofía intentó taparle los ojos a Emília, pero ella se zafó y lo vio todo. Su cara había sido aplastada y su cuerpo quebrado yacía ensangrentado cerca de la cuadra de los burros. Un tendero puso una hoja de banano en las manos inertes del granjero, para que la luz pudiera guiar su alma, que se marchaba al cielo, y lo protegiera contra la oscuridad que rodea la muerte.
—Déjame conseguir una vela —sollozó Zefinha—, por si acaso.
Emília se cogió las manos con tanta fuerza que sintió un hormigueo en los dedos. Rezó a todos los santos que recordaba; rezó a Jesús y al Espíritu Santo y al alma de su madre. Una y otra vez oró, hasta que las palabras de sus oraciones sonaron extrañas, sin sentido, como las canciones disparatadas que Luzia y ella cantaban cuando eran pequeñas.
Zefinha apareció con una gruesa vela blanca. La encendió con un trozo de madera ardiente del fuego del fogón. Tía Sofía acomodó la inmóvil mano derecha de Luzia sobre su pecho y envolvió la vela en sus pequeños dedos. Luego la tía le movió el brazo torcido. Los párpados de Luzia se agitaron y abrió los ojos. Recorrió la habitación con la mirada, como si estuviera perdida, y luego se miró el brazo. Su boca se retorció de dolor.
—¡Ave María! —gritó tía Sofía—. ¡Gracias a Dios!
Luzia se incorporó. La vela cayó al suelo. Zefinha se apresuró a apagarla con el pie.
—Duele —dijo Luzia con voz ronca, con la parte de atrás de su pelo apelmazada ya por la sangre. Se bajó de la mesa, deslizándose—. Duele —dijo, más fuerte esta vez, dirigiendo a Emília una mirada llena de ira.
Emília se sintió increpada por la mirada de su hermana. Había dolor, contusión y una furia salvaje en los ojos de Luzia. Emília también percibió reproche en el gesto. Se miró las manos y fingió que rezaba. Luzia rompió a llorar. Corrió alrededor de la cocina, y finalmente metió su brazo roto en una jarra de agua que había al lado del fogón de Zefinha.
Su hijo regresó unos minutos después. Las fosas aterciopeladas de su nariz eran grandes y circulares, y se abrían y se cerraban por la respiración agitada. La comadrona no aparecía, así que había traído al padre Otto. El cura se sentó precariamente detrás del hijo de Zefinha. Su calva brillaba de sudor, los pantalones se le subían, dejando sus blancas pantorrillas a la vista. Se santiguó cuando vio a Luzia de pie con el brazo metido en la jarra de agua. Tenía el rostro extremadamente pálido. El hijo de Zefinha volvió corriendo al pueblo para buscar al ensalmador, el curandero que colocaba los huesos dislocados.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó el padre Otto.
—Casi se nos va —susurró tía Sofía al cura—. Es un milagro, ¿no es cierto, padre? Ha vuelto a la vida. Un milagro.
Tía Sofía explicó el accidente y el padre Otto asintió solemnemente. No le quitó los ojos de encima a Luzia. Cuando tía Sofía terminó, la habitación quedó en silencio. El padre Otto cogió la barbilla de Luzia con su gruesa mano.
—Los milagros son raros, jovencita —dijo—. Son dones. No te vuelvas a caer de un árbol.
Emília se arrodilló, olvidada, en un rincón de la cocina encalada, como una persona extraña que es testigo de un suceso familiar privado. Sintió el pinchazo de una gélida certeza, tan férrea y afilada como las agujas de coser de tía Sofía: así sería su vida, con una hermana que había regresado del abismo de la muerte.
Emília se ajustó con fuerza el pañuelo sobre el pelo. El campo árido que se extendía debajo de la montaña era caluroso y polvoriento. Se cruzaron con una recua de burros. Los animales llevaban latas de queroseno y cajas de jabones, tónicos para el cabello y otros productos envasados que provenían de Limociro. Niños descalzos corrían al lado del sendero, levantando polvo. Emília cerró los ojos.
El profesor Celio no le había escrito una nota. En el pasado, escribía algunas líneas sobre un papelito impreso arrancado del manual de Singer a modo de respuesta. Después de la clase, Emília se había quedado frente a la máquina de coser colocando la silla y quitando los hilos sueltos, mientras Luzia esperaba impaciente junto a la puerta. El profesor Celio permaneció detrás de su escritorio respondiendo a las preguntas de las otras estudiantes. Era por el pañuelo, concluyó Emília. Antes de copiar los modelos de
Fon Fon
, había llevado el negro pelo ondulado atado atrás con una cinta. Ahora parecía la esposa de un granjero. La próxima vez desobedecería a su tía. Se pondría los rulos con agua de goma para impedir que los rizos se aplastaran debajo del pañuelo, y se lo quitaría en cuanto entrara en el edificio de la Singer.
—Mira —dijo Luzia.
Emília no abrió los ojos. Durante el camino de vuelta a casa, Luzia siempre señalaba las mismas rocas —piedras tan desgastadas por la lluvia y el tiempo que se habían vuelto suaves y casi porosas—. La gente las había manchado recientemente con consignas políticas: «¡Vote a Celestino Gomes!». Luzia odiaba las pintadas. Emília desconocía de quién se trataba… Los políticos eran gente extraña, figuras fantasmales cuyas voces estridentes se oían cada tanto en programas de radio o cuyos nombres estaban pintados sobre rocas o vallas, y eran promocionados por coroneles del lugar. Sólo los hombres que sabían leer y escribir podían votar. Los pocos que encajaban en este perfil en Taquaritinga rara vez entraban en contacto con una papeleta: el coronel Pereira las rellenaba por ellos como mejor le parecía. Luzia juraba que, si fuera hombre, jamás le daría su respaldo al candidato que estropeaba rocas con lemas. Emília la ignoró, le gustaban las rocas pintadas. Le daban una apariencia más fresca al color oxidado del yermo paisaje. Para Emília eran un elemento de civilización en medio de las agrietadas chozas de barro y los apriscos de cabras sólidamente ajustados, cuya repetición en el paisaje hasta el cansancio la hacía aferrarse a su pañuelo y luego a su estómago, en donde sentía una palpitación, un espasmo espantoso en sus entrañas que sólo podía identificar como repulsión.