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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (9 page)

BOOK: La costurera
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—Mira —insistió Luzia.

El codo de su hermana se clavó en sus costillas. Emília abrió los ojos. Ya habían pasado las rocas pintadas. Cuatro figuras bloqueaban el camino.

—¡So! —gritó su viejo acompañante. Sostuvo las riendas de las mulas con una mano, y palpó debajo del borde de su camisa con la otra, dejando ver una funda ajada de cuchillo. Había robos en los caminos, grupos de cangaceiros o incluso bandidos solitarios se llevaban a veces mercancía y dinero. Alguna gente del pueblo vivía con temor a los cangaceiros, aunque Taquaritinga no había sido atacada en el transcurso de la breve vida de Emília. Doña Ester, la esposa del barbero, insistía en que los cangaceiros no eran héroes, como algunos aseguraban, sino vándalos y asesinos de la peor calaña. Los trovadores, que pasaban por el pueblo llevando trajes raídos y acarreando violas lustrosas, cantaban la crueldad de los cangaceiros: cómo incendiaban pueblos hasta los cimientos, mataban familias enteras, masacraban el ganado. Inmediatamente después, esos mismos hombres cantaban la misericordia y generosidad de los cangaceiros: cómo los agradecidos arrojaban monedas de oro y dejaban cajas con tesoros a los anfitriones generosos.

Doña Teresa, una anciana que vendía gallinas y palillos de canela en el mercado de los sábados, creía que los cangaceiros eran tan sólo peones pobres que se habían hartado de las mezquinas guerras por cuestiones territoriales. El sobrino de la mujer —un muchacho dulce, según insistía ella— se había transformado en cangaceiro para vengar la muerte de su amada a manos de un coronel enemigo. Esto era habitual. Había tres tipos de cangaceiros: aquellos que se unían por venganza, aquellos que se unían para escapar de la venganza y aquellos que eran simples ladrones. Emília creía que los dos primeros tipos terminaban perteneciendo al tercer tipo con el tiempo; no podían vivir escarbando entre los matorrales como animales. De todas formas, en su círculo la venganza era sagrada. Era un deber, un honor. Hasta quienes temían a los cangaceiros como ladrones los respetaban como hombres.

—Los cangaceiros no agachan la cabeza ante nadie. —Zé Muela, un tendero, susurraba esto a menudo cuando estaba seguro de que el coronel Pereira se encontraba lejos de su tienda—. Se ocupan de sus asuntos. No cruzan las piernas como las mujeres.

Algunas de las niñas con las que Emília había asistido al colegio creían que los cangaceiros eran románticos, hasta apuestos. Emília estaba en desacuerdo. Cualquiera que fuese su motivación, los cangaceiros eran los mismos peones que ella detestaba, pero peores. Las armas y el prestigio los habían envalentonado. Para Emília eran como una manada de perros salvajes que merodeaba por Taquaritinga todas las noches. Antaño dóciles, se habían vuelto salvajes y rabiosos, y robaban gallinas, partían el pescuezo a las cabritas, acechaban cabizbajos el pueblo con sus cuerpos ensangrentados y su hedor infame. Eran chuchos impredecibles, ingratos, que se traicionarían entre ellos si se presentaba la ocasión.

Algunos de sus vecinos sentían piedad y alimentaban a los perros. Emília prefería guardar distancia.

A medida que las mulas redujeron el paso, aquellos hombres se acercaron. Llevaban sombreros de cuero de ala ancha y uniforme verde. Los colores del paisaje eran tan sombríos que los uniformes, por contraste, lucían vibrantes, vivos. El viejo acompañante retiró la mano de la funda del cuchillo.

—Un control —murmuró—. Son soldados.

Emília sólo había visto una vez a un soldado, durante una visita a Caruaru, donde Luzia y ella observaron a un grupo de ellos bebiendo cerveza y silbando a las mujeres. Caruaru era la metrópoli más grande en el interior del estado, pero incluso allí era raro hallar verdaderos oficiales de la ley. El coronel Pereira se quejaba de su actual gobernador, quien, decía, había sobornado a los muchachos pobres en la ciudad, les había dado armas antiguas y proclamando soldados y los había enviado a puestos en el interior. Allí, eran más los problemas que ocasionaban los soldados que el bien que hacían. Eran bulliciosos a veces, despiadados en ocasiones, tan ingobernables y crueles como una banda de cangaceiros.

Las mulas se detuvieron. Luzia se enderezó. Emília se aferró a su pañuelo. El soldado tenía un rifle de grueso calibre que le cruzaba el pecho, listo para disparar; estaba raspado, y la culata era de madera rota. Los otros soldados no tenían armas, pero estaban en guardia con las piernas separadas, bloqueando el paso de la mula. El soldado armado examinó a Emília y Luzia.

—¿El motivo de su visita? —preguntó.

—Clases de costura —respondió Luzia.

El soldado asintió.

—¿Sin carabina?

—Yo soy la carabina —respondió el viejo, quitándose el sombrero—. Trabajo para el coronel Carlos Pereira.

El soldado sacudió la cabeza.

—¿Y de dónde es este coronel? Hay tantos por aquí que me cuesta llevar la cuenta. —Los demás soldados se echaron a reír.

El viejo estaba horrorizado.

—Está a cargo de las tierras que van desde esa montaña —señaló delante de ellos, hacia la sombra azul que se veía en la distancia— hasta el otro lado. Taquaritinga y Frei Miguelinho. Está a cargo de todo.

—Tal vez sea el dueño —dijo el soldado, poniéndose bruscamente serio—, pero quien las gobierna es la ley. El estado de Pernambuco las gobierna.

El viejo miró hacia abajo y asintió. Emília sintió una oleada de irritación. Si hubieran venido en el Ford del coronel, ¿habrían sido reprendidos de ese modo? Si hubiera tenido al profesor Celio de compañía en lugar de ese viejo peón, ¿las habrían molestado?

—Está bien —dijo el soldado al tiempo que señalaba el camino con el rifle—. Sigan adelante. Pero permanezcan alerta. El Halcón anda cerca.

El viejo se quedó helado durante un instante, con el sombrero enrollado con fuerza en las manos, y luego dio las gracias a los soldados. Tomó las riendas de las mulas y azuzó a los animales para que se movieran. Emília sintió un escalofrío. Se aferró con fuerza a la montura.

Todo el mundo conocía su historia. A los 18 años, el Halcón se había convertido en cangaceiro cuando mató al famoso coronel Bartolomeu de Serra Negra en su propio estudio; tras esquivar a los capangas del coronel, lo había destripado con su propio abrecartas. Más adelante, los ciudadanos de Río Branco le pusieron el mote de «Halcón» después de que saqueara su pueblo, donde extirpó los ojos de sus víctimas con la punta del cuchillo. Había un pájaro en el llano árido por debajo de Taquaritinga —el caracará—, un tipo de halcón que se lanzaba en picado y se comía los ojos y las lenguas de los cabritos y los terneros. Tía Sofía, como muchas de las madres del pueblo, empleaba el miedo al halcón para evitar que Emília y Luzia se alejaran demasiado de la casa.

«El caracará —solía cantar tía Sofía con su grave voz ronca— busca a los niños que no son listos. ¡Cuando los pilla solos, les saca los ojos!».

Se decía que el Halcón usaba una colección de globos oculares disecados de sus víctimas a modo de collar. Se decía que era enorme, de pelo rubio y ojos azules, como un antiguo soldado holandés. Algunos decían que era fornido, bajo y oscuro como un indígena. Otros decían que era el diablo en persona. El padre Otto intentó disipar este mito en particular. El demonio, advertía, no aparecería bajo una apariencia tan obvia.

—Satán no es un bandido —decía el sacerdote—. Es un embaucador, un encantador de serpientes. No lleva armas, sino regalos, haciéndonos confundir sombras con sustancia, el reino del cielo por los placeres de la tierra.

Emília se movió en su montura y miró fijamente a los soldados, compadeciéndolos de pronto, con sus lustrosos uniformes y su rifle antiguo. Presa fácil. Miró a Luzia, erguida sobre la mula a su lado. Su hermana levantó el brazo gramola. El hueso del codo rígido sobresalía formando un ángulo extraño. Ahuecó la mano sobre sus oscuras cejas y fijó la mirada en el horizonte.

8

Cuando llegaron a Taquaritinga, el aire se volvió más fresco, liviano. Las últimas cigarras del verano zumbaban débilmente. Los pájaros gorjeaban. En el mercado, los últimos vendedores desmontaban sus puestos. La gente miraba el horizonte ensombrecido esperando lluvia. El viejo carabina detuvo las mulas frente a la blanca mansión del coronel. El hombre había intentado apremiar a los animales, esperando acortar el ascenso a la montaña. Sin embargo, las mulas caminaban penosamente por el sendero, apresurándose sólo cuando oían el chasquido de la fusta, para enseguida reducir otra vez la marcha. A las mulas no les importaba si el Halcón se estaba ocultando entre las rocas o detrás de los matorrales. Pero el viejo acompañante no soltaba la funda del cuchillo. Emília y Luzia volvían la cabeza cada vez que veían una lagartija que se escabullía, un pájaro volando bajo. Cuando llegaron finalmente, Emília tenía jaqueca. El borde de la silla de montar le había provocado escozor en la cadera. Su fino vestido estaba cubierto de polvo. Sólo una nota del profesor Celio le hubiera levantado el ánimo, tendría que esperar otro mes antes de que pudiera deslizar una respuesta en sus manos.

Luzia y ella dieron las gracias al viejo y lo dejaron con las mulas en la verja de la mansión del coronel. Atravesaron andando la plaza, vacía excepto por algunas parejas de enamorados que paseaban cogidos de la mano. Sus carabinas —ancianas que recitaban el rosario— arrastraban los pies siguiendo de cerca a los tortolitos. Emília cojeó al lado de su hermana, con los pies hinchados, comprimidos contra las tiras de gamuza de sus zapatos heredados. Aun así, no se los quería quitar.

—Te vi —le susurró Luzia mirando hacia arriba, como si le hablara al firmamento—. Te vi pasarle la nota.

—¿Qué?

—Por favor, tengo mi máquina frente a la tuya.

Emília se pasó la bolsa de costura de un hombro al otro.

—Me va a sacar de aquí —dijo—. Nos vamos a ir a Sao Paulo.

Luzia dejó de caminar. Tenía la respiración entrecortada y los ojos desorbitados. Emília sintió una oleada de euforia al comprobar que podía desconcertar a su hermana.

—¿Te lo ha dicho? —preguntó Luzia.

—Es discreto. Los hombres educados jamás declaran explícitamente sus intenciones.

—¿Qué sucederá si sus intenciones son malas? —argumentó Luzia, plantada con los pies bien abiertos, los brazos apoyados en la cadera, sacando pecho como un gallo listo para la pelea. Hablaba con voz fuerte.

Emília la silenció.

—Te pareces a la tía —susurró Emília—. El profesor Celio es un caballero. No necesita decírmelo. Lo siento.

—Si es un caballero, ¿por qué no viene de visita a casa? ¿Por qué no le pide permiso a la tía para cortejarte?

—El viaje a Taquaritinga es demasiado largo —dijo Emília.

Tenía el rostro incendiado. Se le había pasado por la cabeza esa idea, pero sentía una oleada de vergüenza cada vez que imaginaba al profesor Celio andando sobre el suelo de tierra de su cocina, viendo a tía Sofía freír panqueques de mandioca y soportando las miradas escrutadoras de Luzia. Emília se estremeció. Luego mintió:

—Se ofreció a visitarme. Le dije que no era necesario.

—¿Por qué? —preguntó Luzia.

Emília esbozó una sonrisa forzada.

—¡En Sao Paulo tienen edificios de diez pisos, Luzia! Tienen parques, apartamentos y tranvías. ¿Qué pensaría de esto? —Extendió los brazos hacia los lados, como si intentara abarcar todo el pueblo.

—¿Y eso qué importa? —preguntó Luzia.

—A una persona educada le importa.

—¡Qué sabrás tú! —exclamó Luzia.

Emília sintió que se ahogaba. El calor aguijoneaba sus mejillas. Luzia la miró con piedad, como si presintiera algo que Emília no era capaz de ver. Emília estaba harta de aquella mirada. El cuerpo esbelto y largo y el brazo torcido la hacían diferente, y le otorgaban una libertad que ella jamás conocería. Gramola no tenía posibilidad alguna de casarse. Ni una reputación que conservar. Gramola era una rareza, ajena al chismorreo y al juicio. Libre para hacer lo que quisiera, para decir lo que quisiera, sin consecuencias. Emília no podía permitirse tales lujos. Desde que era niña, tía Sofía y otros le habían advertido una y otra vez: «Recuerda tus orígenes». Lo decían con bondad, como si estuvieran impartiendo consejos sagrados. Lo decían para ahorrarle la vergüenza y el dolor. «Recuerda tus orígenes», decían, y Emília sabía lo que escondían esas palabras: recuerda las manchas de color naranja en las plantas de tus pies, los callos de tus dedos por la costura, el paño feo de tus vestidos. Recuerda que eres hija de una cosechadora de café y del borracho del pueblo. Recuerda que puedes coleccionar tus revistas
Fon Fon
y albergar sueños e ideas, pero con el paso del tiempo te harán más mal que bien. Tal vez tú olvides tus orígenes, pero los demás no los olvidarán.

—Te odio —dijo Emília.

Le volvió la espalda a Luzia y caminó rápidamente, esperando eludir los largos pasos de su hermana. Sentía un dolor punzante en los pies, un escozor en los ojos… No importaba si le molestaban los zapatos o si su pelo era raro. Ella tenía al profesor Celio. Y algún día la llevaría a una ciudad de verdad, con farolas en las calles, tranvías y restaurantes. Jamás había ido a un restaurante. La llevaría a una ciudad en donde la gente sabía leer y escribir, donde firmaban escribiendo sus nombres con bolígrafos de verdad, en lugar de presionar sus dedos sobre un papel secante, de estampar la huella digital de los analfabetos en los documentos. Una ciudad donde no había sequías en el verano o inundaciones en el invierno; donde el agua fluía dócil a través de tuberías y desagües. Se imaginó su casa: un lugar con suelo enlosado y una cocina de gas. Se imaginó su venganza, cómo dejaría a Luzia allí, entre las cabras, los chismorreos y los hombres sin dientes. Y un día Emília volvería y encontraría a Luzia vieja y sola. Sacaría a su hermana de Taquaritinga y la llevaría a su casa de azulejos, a un lugar donde nadie la volvería a llamar jamás Gramola. Y Luzia, finalmente, se daría cuenta de que todas las revistas y los perfumes de Emília, sus tarjetas, sus sombreros caseros y los zapatos que no le quedaban bien no eran tonterías, después de todo, sino pequeños pasos, pasos necesarios, para llegar a un lugar mejor.

Capítulo 2

Luzia

Taquaritinga do Norte, Pernambuco

Mayo de 1928

1

Aún seguía oscuro. Los pájaros se amontonaban sobre las vigas de madera. Luzia prendió una vela y se acercó al pequeño armario al lado de la despensa. Allí encendió otras velas con la que tenía en la mano. La pequeña habitación se iluminó con un resplandor naranja. Los ojos pintados de los santos la miraban desde su altar. Gotas petrificadas de cera chorreaban sobre los tapetes de encaje que forraban los estantes. El humo de las velas se elevaba en espirales y salía al exterior a través de dos pequeños agujeros de las tejas del techo, renegridas por el hollín.

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