Luzia redujo la marcha. Miró con desaprobación los zapatos de Emília, pero no dijo nada. Emília agradeció el silencio de su hermana; no quería volver a discutir. Dos mujeres barrían las escaleras frente a sus casas, levantando una nube de polvo alrededor de sus pies. Se apoyaron sobre sus escobas cuando vieron pasar a Emília y Luzia.
—Buenos días —dijo Luzia, con un gesto de la cabeza.
—Hola, Gramola —respondió la mujer mayor.
—Hola, Emília —dijo la más joven de las dos, y luego se tapó la boca para reprimir la risa. La mujer mayor sonrió y sacudió la cabeza. Emília asió fuerte el pañuelo que cubría su cabeza rapada.
—Estás muy bien —susurró Luzia. Dirigió una mirada de repudio a las mujeres que se escondían tras sus tontas risitas, y gritó—: ¡Si queréis reír, comprad un espejo y mirad vuestra propia cara!
Emília sonrió. Dio un apretón a la mano de su hermana. Unos meses antes, Emília había visto un sombrero en
Fon Fon
, una hermosa creación con plumas que se sujetaba al pelo con horquillas, como un pequeño casquete. Emília quedó tan prendada del sombrerito que confeccionó uno para ella. No pudo hallar plumas negras suaves como las que había en el sombrero de la modelo, así que cuando tía Sofía sacrificó un gallo, Emília guardó las plumas más bonitas: rojas, naranjas y algunas negras moteadas de blanco. A pesar de las objeciones de tía Sofía, Emília usó su casquete con plumas para ir al mercado. Se sentía muy elegante, pero a medida que caminaban entre los puestos del mercado la gente se reía y la llamaban gallina exótica. Emília quería arrancarse el sombrero de la cabeza de pura vergüenza, pero Luzia le susurró: «No te lo quites». Le ofreció el brazo doblado y Emília lo agarró. Mientras dejaban atrás los puestos de verduras y rodeaban los de los carniceros, Luzia miró hacia delante, con el cuerpo alto y erguido y el rostro ferozmente quieto. Luzia no tenía el aspecto pálido y delicado de una modelo
Fon Fon
, pero había adoptado su aire de elegancia, su ademán de confiado desdén. Emília había intentado copiar esa mirada en su pequeño espejo. Jamás pudo conseguirlo.
—¿Sabes?, Lu, eres bastante buena manejando la nueva máquina de coser —susurró Emília.
Luzia se encogió de hombros:
—Tú lo haces mejor. Siento lo de tu jabón.
Emília asintió. Podría haber sido peor. Al menos Luzia no había revelado nada acerca de las notas. Emília había comprado un fajo de tarjetas azules en la papelería de Vertentes. Todos los meses enviaba una al profesor. Afilaba el grueso lápiz de costura hasta lograr una punta perfecta (no tenían pluma de escribir, aunque Emília deseaba fervientemente una) y componía sus mensajes sobre pedazos de papel de estraza antes de transcribir cuidadosamente las palabras a la tarjeta. Los mensajes eran dubitativos al principio:
Me gustaría felicitarlo por sus habilidades para enseñar.
Sinceramente,
María Emília do Santos
El profesor Celio le respondió:
El motivo es que tengo alumnas con talento.
Y los mensajes de Emília se volvieron más audaces:
Estimado profesor:
Mi corazón late con fuerza cada vez que se pone al lado de mi máquina de coser.
Y él replicó de forma adecuada, en su nota favorita hasta el momento:
Mi querida Emília:
He observado la manera en que guías la tela a través de la máquina.
Tienes dedos hermosos y ágiles.
Atentamente,
Profesor Celio Ribeiro da Silva
Emília le dio una palmadita a su bolsa de costura. El sobre que estaba dentro tenía dos círculos húmedos en donde Emília había rociado su perfume —agua de colonia de jazmín que había comprado con una parte sustancial de sus ahorros—. Esta tarjeta era la más audaz hasta el momento, y sugería un encuentro después de la clase. Emília sintió que un temblor nervioso la recorría. Se aferró más fuerte a su bolso.
La casa del coronel Pereira estaba situada a una distancia prudencial del ajetreo del mercado. Era una enorme mansión blanca en la cima de una colina, detrás de la iglesia. Una cascada de buganvillas rojas y naranjas caía sobre los lados de la cerca. Dos capangas del coronel estaban de pie a ambos lados de la verja delantera, con los pies separados, los sombreros ladeados y las manos sobre las fundas de las pistolas. A su lado, el canoso peón del coronel ajustaba las monturas de dos mulas.
Al principio, doña Conceição le había ofrecido las clases de costura a tía Sofía. Ella rehusó, alegando que ya sabía coser.
—Pero acompañaré a las niñas —dijo tía Sofía. No era seguro que las jóvenes viajaran solas. El trayecto a Vertentes llevaba tres horas para descender de la montaña y cuatro horas de regreso. Emília pasó una noche sin dormir, preocupada por la presencia de tía Sofía en clase. Su tía no se quedaría quieta; interrumpiría al instructor diciéndole cómo coser una puntada u otra, avergonzando a Emília. Antes de que comenzaran las clases, la muchacha habló confidencialmente con doña Conceição, que convenció a tía Sofía de que su anciano peón era un hombre fiable y siempre atento. El viejo estuvo a la altura de su reputación. Si llovía durante el trayecto, detenía las mulas y sacaba un paraguas de su bolso. En Vertentes no permitía que Emília y Luzia llegaran a pie a la clase: no era decoroso que las jóvenes deambularan solas, y guiaba sus mulas hasta la puerta de entrada de la clase. Emília odiaba llegar sobre el lomo de una mula. Luzia y ella montaban al estilo amazona, como damas decentes, apretadas entre los salientes de la silla de montar, que golpeaban sus caderas, y con las grandes canastas de carga rozando sus piernas. Emília debía ajustarse constantemente la falda del vestido, que se le subía durante el accidentado trayecto.
Emília hubiera preferido llegar a la clase en los caballos del coronel, dos purasangres cuyos trotes eran lo suficientemente fluidos como para agradar a doña Conceição. ¡O en automóvil! El coronel guardaba su coche en Vertentes. Era un Ford negro, con una manivela de arranque en la parrilla delantera. El coronel lo subió a Taquaritinga sólo una vez, sobre un carro de bueyes. Cuando llegó, tía Sofía se mostró desconfiada. Insistió en que había un animal o un espíritu que trabajaba dentro de la máquina. ¿Cómo era posible que un dispositivo de metal funcionara por sí solo? El coronel insistía en darle a la manivela de arranque él mismo. Su Ford era uno de los cinco automóviles que se hallaban fuera de la capital, y no se arriesgaría a que sus empleados lo rompieran. Se quitó la chaqueta del traje. El sudor se le metía en los ojos. Le perlaba el bigote gris. La manivela traqueteó dando vueltas hasta que, de repente, del vientre del auto salió una explosión, y luego un rugido. El coronel se subió al asiento del conductor. Condujo el Ford alrededor de la plaza. Ancianos, niños, hasta Emília, todos corrieron detrás del coche, esperando poder tocarlo. El coronel tocó la bocina. Sonó como un ronco gemido que llamaba a Emília por encima del estrépito de la multitud. Jamás olvidaría ese sonido.
Un grupo de mujeres se congregaba en la puerta de la clase de costura. Emília se abrió paso a empujones. Luzia la contuvo. Su acompañante había desaparecido en las calles polvorientas de Vertentes, para ir a hacer recados para el coronel.
—Faltemos a clase hoy —dijo Luzia—. Vamos a explorar. Jamás se dará cuenta.
Emília sacudió la cabeza:
—No perderé ni una clase.
—¿A ti qué te importan las clases? —preguntó Luzia, soltando su brazo—. Sólo quieres ver a tu profesor. No puedo creer que te guste.
Luzia dio una patada a una piedra con la punta de su sandalia. Sus pies eran largos y delgados, lo suficientemente delgados como para que entraran en los zapatos de doña Conceição sin que le apretaran.
—Es educado —dijo Emília.
—Es un afeminado —replicó Luzia—. ¡Y las manos! —Se retorció histriónicamente—. ¡Son como la piel de un sapo!
—Son las manos de un caballero —dijo Emília—. Tú puedes casarte con un bruto con dedos como papel de lija, pero yo no.
Luzia señaló el edificio de la Singer.
—Si se muestra atrevido contigo, lo pincharé con mi aguja.
—Hazlo —dijo Emília, con las mejillas rojas— y arrojaré tus santos al excusado.
Se apartó de su hermana y atravesó la muchedumbre agolpada en la puerta de la clase. Emília siempre había admirado las manos del profesor Celio. No creía que fueran húmedas y frías como la piel de un sapo. No estaban marcadas con cicatrices ni eran ásperas por los callos, y a menudo había imaginado lo que sería sentir esas suaves manos sobre su rostro, sobre su cuello. Emília se calmó y se arregló el vestido. Era su mejor prenda, copiada de un patrón de
Fon Fon
. Tenía la cintura baja y una falda tubular pensada para llegar a media pierna, pero tía Sofía jamás lo hubiera permitido. Emília cortó la falda del largo de la pantorrilla. Ella y Luzia tenían tres vestidos cada una: un vestido de andar por casa de lienzo ordinario y dos vestidos para salir, de madras y algodón resistentes. Emília rogaba a tía Sofía que le diera un corte de crepé o lino de baja calidad, pero ésta se negaba rotundamente. Cuando tía Sofía tenía la edad de Emília, ella y su hermana mayor no podían ir al pueblo juntas. Una de ellas debía permanecer encerrada en la casa con su hermano bebé, porque sólo tenían un vestido y un par de zapatos para compartir entre las dos.
—Y ese vestido estaba hecho de retazos —decía riendo tía Sofía, pero a Emília la historia jamás le hacía gracia.
Cuando las puertas se abrieron, Emília entró en la calurosa clase y se sentó en su puesto habitual, la máquina 16. —Luzia se sentaba frente a ella, en la 17—. El profesor Celio no las saludó. Examinó cada puesto minuciosamente, mientras arrancaba hilos sueltos y enderezaba sillas. Un mechón de pelo cayó sobre sus ojos. Extrajo un peine de metal del bolsillo interior de la chaqueta y lo peinó hacia atrás. Cuando llegó al puesto de Emília, pasó un trapo por su Singer y le sonrió. Emília sintió que le ardía el rostro. Le entró una risa tonta y se tapó la boca para reprimirla. A su lado, Luzia suspiró ruidosamente y hurgó en su costurero.
El profesor Celio sabía cómo desmontar las máquinas de coser y cómo armarlas de nuevo. Sabía leer y escribir y hablaba con un deje de Sao Paulo que no guardaba ningún parecido con su acento del noreste. No cortaba los finales de las palabras, permitía que la «o» y la «s» se quedaran sobre la lengua, saboreándolas, antes de lanzarlas al mundo. Durante las clases, se sentaba detrás de su escritorio y leía mientras las mujeres cosían. No le inmutaba el repiqueteo de las máquinas. De cuando en cuando paseaba entre los puestos y ayudaba a las mujeres con su trabajo, enseñándoles cómo ajustar los pedales, cómo acomodar linos finos debajo de la aguja de coser sin rasgarlos, cómo evitar que el hilo se enredara mientras descendía hacia la base de la máquina. Ayudaba a todas las mujeres, especialmente a Luzia, que se cruzaba de brazos y apartaba la silla de la máquina mientras el profesor Celio le daba sus consejos.
La habitación estaba caldeada. La pierna de Emília se entumeció de tanto accionar el pedal de la máquina. Luzia revolvió las bobinas que se hallaban en la base de su máquina. Se inclinó sobre la Singer formando un ángulo extraño, usando su brazo gramola para mantener la tela tensa y el brazo bueno para moverla lentamente bajo la aguja. Con el pie daba pequeños golpes sobre el pedal de hierro. Sus rodillas chocaban contra la parte inferior de la mesa de coser. A Emília le gustaba observar a Luzia cuando pensaba que nadie la estaba mirando. No le gustaba ver a su hermana forcejear; le gustaban los momentos en que cesaba el forcejeo, cuando Luzia hallaba una manera hábil de acomodar el brazo o mover el cuerpo para realizar su tarea. Entonces el rostro de Luzia se transformaba, suavizándose, revelando un atisbo de feminidad, una ruptura de su feroz orgullo. Una vez, Emília la había sorprendido bailando sola en su habitación. Luzia había extendido los brazos, con el gramola —que estaba torcido de forma permanente— sobre el hombro de una pareja imaginaria y el derecho agarrándole la supuesta mano. El brazo bueno había caído pesadamente y sus caderas se habían movido tan extrañamente que Emília no pudo contener la risa. Luzia, al verla, se detuvo y salió furiosa de la habitación. Emília no se había reído con malicia, sino de alegría. Siempre había deseado tener una hermana normal, a la que le gustaran los vestidos elegantes y las revistas, el maquillaje y el baile. Una hermana que quisiera marcharse de Taquaritinga tanto como lo deseaba la propia Emília. Ver a Luzia bailar torpemente frente al espejo confirmaba lo que Emília siempre había deseado que ocurriera: que más allá del brazo rígido y la mirada seria, Luzia era una niña normal, después de todo.
Emília dejó de pedalear y sacó un envoltorio de tela de su bolso de costura. La tarjeta perfumada estaba cuidadosamente metida entre sus pliegues. El profesor Celio se inclinó sobre su hombro y metió la tela nueva en la máquina. Estaban aprendiendo a coser bordes dentados, y el éxito de la tarea dependía de que se colocase la tela correctamente. Emília comenzó a pedalear. Celio la ayudó a llevar la tela de adelante atrás, debajo de la aguja. Por un breve instante, sus manos se tocaron. Emília agarró sus dedos fríos y deslizó la tarjeta. Luego el profesor Celio se alejó de su máquina, tosió y se metió el mensaje en el bolsillo del traje.
El corazón de Emília latía locamente. Aminoró la velocidad del pedaleo y apretó las manos contra sus mejillas, para templarlas. Cuando levantó los ojos, Luzia la estaba mirando con ferocidad. Su boca era una línea blanca y delgada. Emília, a su vez, la observó fijamente. No apartaría la mirada. No se dejaría intimidar. Cada vez que triunfaba, cada vez que robaba un pedazo de encaje del armario de costura de doña Conceição para guardarlo como recuerdo, o compraba una botella de perfume, o usaba sus zapatos de tacón, o escribía sus tarjetas, se enfrentaba con aquella mirada. Desde que eran niñas, desde que Luzia se había caído de aquel árbol y había quedado tullida, sentía que tenía el derecho de juzgar a Emília, de arruinar su felicidad antes siquiera de que hubiera comenzado.
Sucedió un domingo, después de misa.
Cada domingo, cuando eran niñas, tía Sofía las despertaba antes del amanecer y les ponía los vestidos de ir a la iglesia por la cabeza. Los vestidos estaban confeccionados con algodón rústico, y planchados con goma de almidón, que los endurecía, transformándolos en un rígido molde con aspecto de lona. Luzia sólo tenía diez años, pero ya era más alta que Emília, y su vestido dejaba al descubierto unas rodillas siempre despellejadas.