¡Que le hiciera la maleta! ¡Él ni siquiera había esperado su decisión! Luzia sintió un arrebato de furia, y luego la invadió el temor. Pero era demasiado tarde. Estaba vestida, sus cosas empaquetadas, y el alto mulato la condujo afuera, llevándola del brazo. Como solía decir tía Sofía, ya no había vuelta atrás: la tela estaba cortada.
Los hombres no la tocaron. No la miraron ni le hablaron. No bromearon ni cantaron como lo habían hecho en casa del coronel. Caminaron. Todos los días caminaban en una hilera silenciosa, atravesando el matorral, agachándose y subiendo, adaptándose al terreno para evitar ramas espinosas, florestas traicioneras. Caminaban a un ritmo regular, y cada hombre ponía el pie en la huella que había dejado el anterior, de modo que parecía que un hombre, y no veinte, cruzaba el hostil terreno. Un hombre y una mujer, porque Luzia no podía seguirles el ritmo.
Las ampollas cubrieron pronto sus dedos, debajo de las correas del talón de sus alpargatas, y las plantas de los pies se le llenaron de llagas. Cuando reventaban, las sandalias se volvían viscosas por el agüilla y la sangre. El cactus autóctono estaba por todos lados, y sus copas bulbosas emergían de la tierra como hombres enterrados hasta el cuello. Sus espinas se clavaban en los tobillos de Luzia, y las puntas se rompían y se alojaban debajo de la piel. Se le hincharon los tobillos. Sus pies se llagaron y se entumecieron. Ponta Fina llevaba un botiquín con mercromina y gasa. Por orden del Halcón, detuvieron la marcha y entonces Ponta le desabrochaba la alpargata y vertía el rojo líquido sobre sus pies. Cuando comenzó el escozor, Luzia apretó los dientes y cerró los ojos. Intentó replegarse en su interior, acudir a ese lugar de silencio donde se había refugiado tantas veces antes: cuando la curandera intentó arreglarle el brazo, o cuando el padre Otto hacía que se arrodillara sobre el suelo de piedra de la iglesia a repetir cien padrenuestros, para pedir perdón por algo que había hecho. Pero Luzia ya no pudo acceder a ese refugio interior.
El grupo entero se detuvo, y muchos hombres…, especialmente el de orejas grandes…, la miraron, irritados.
—A mí también me dolían los pies al principio —susurró Ponta Fina mientras le envolvía los pies con gasa. Duros vellos comenzaban a salir de su mentón lleno de espinillas—. Te acostumbrarás —dijo.
Luzia asintió. Se obligó a caminar, a dar un paso y luego otro. Mientras caminaran, los hombres estarían concentrados en su destino, y no en ella. El movimiento la protegía, aunque no la hacía invisible. Los hombres le echaban miradas mientras andaban, examinándola cuando creían que no los veía. Luzia acunó una vez más su codo rígido. Ya no sentía la libertad que había experimentado cuando se puso los pantalones. Ante el armario de los santos sólo había pensado en la emoción de la partida. No había considerado lo que vendría después. En Taquaritinga, Luzia era inmune a las preocupaciones de tía Sofía respecto a los peligros que corría una muchacha. Jamás había sentido el riesgo de perder su virginidad. Pero aquella seguridad descansaba en el hecho de que era Gramola, y ahora ya no lo era. Allí, en aquel extraño matorral, era una mujer, la única mujer en medio de una jauría de hombres. Luzia siguió avanzando.
En las noches, cuando oscurecía y ya no podían moverse con tanta facilidad por la estepa, los hombres acampaban. Buscaban árboles de jurema, porque sus raíces tóxicas impiden el crecimiento de plantas, motivo por el cual el suelo debajo de sus ramas nudosas se encuentra desprovisto de malezas. El suelo era arenoso, pero no llano. Tendían mantas a modo de precarios lechos. El Halcón no admitía hamacas. Insistía en que los hombres dormían demasiado profundamente en las hamacas. El suelo era rocoso e incómodo, y eso garantizaba que mantuvieran un ojo abierto. Luzia dormía sobre su propia manta. Durante las primeras noches, no podía descansar. Se aferraba a su navaja, que colocaba cerca del pecho, preparada para asestarle una cuchillada a cualquier hombre que se le acercara. Ninguno lo intentó. Más adelante, a medida que sus pies se cubrían de ampollas y heridas, Luzia anhelaba la llegada de la noche y la posibilidad de descanso, pero cuando finalmente llegaba el momento, le costaba dormirse. Una desesperación escalofriante la recorrió, comenzando en la boca del estómago y trepando hasta su pecho. Mordió una esquina húmeda de la manta. La tela le secó la lengua y la arena se pegó a las fibras de la colcha apretadas entre sus dientes. Sin embargo la manta silenciaba sus sollozos. Su vida y su virtud dependían de la misericordia de aquellos hombres. Luzia no podía soportar pensar en ello. La misericordia, después de todo, era cuestión divina. Y aquellos hombres no tenían nada de divinos. Estaban sucios y eran primitivos. Sus vidas estaban basadas en el instinto y el deseo. La misericordia estaba más allá de tales impulsos; exigía moderación y deliberación. Por el momento los cangaceiros no la habían tocado; pero eso no garantizaba nada. Luzia clavó aún más los dientes en la manta. Presentía a los hombres escuchando en la oscuridad, espiando desde sus propios lechos de arena. Algunas mañanas, después de una noche en vela, algunos cangaceiros le dirigían una sonrisa socarrona. La mayoría la ignoraba. Ninguno hacia comentarios sobre su llanto.
Al principio, las lluvias no llegaron al matorral. Los árboles estaban grises y atrofiados, como si los hubieran quemado con antorchas. Los únicos animales que se veían eran las lagartijas de dorso anaranjado, corriendo de un árbol a otro, haciendo crepitar la árida maleza con sus patas en forma de garras. Pero la lluvia llegaría; Luzia sentía un dolor constante en su brazo rígido. Nubes oscuras planeaban sobre el horizonte, como una tapa gris que cubría la tierra, dejando a Luzia y los cangaceiros casi desamparados, recociéndose en el aire bochornoso.
Cuando al fin llegó la lluvia, cayó en ráfagas rápidas y torrenciales. Arrastró consigo la arena, dejó expuestas las raíces nudosas de los árboles y transformó los surcos más pequeños en grandes canales. Como respuesta, el terreno se llenó de vida. De las matas puntiagudas de agave emergieron brotes tan altos y rectos como lanzas. Aparecieron hojas entre las espinas negras de los arbustos. Brotaron hiedras como de la nada. Algunas eran delgadas como hilos, y pegajosas; otras, aceradas y espinosas. Se deslizaban por el suelo y se enroscaban alrededor de arbustos y troncos. Engalanaban el enorme cactus facheiro de múltiples ramas. Se desplazaban por el matorral, transformando el bosque gris en verde arboleda.
La lluvia calmó el dolor de sus pies, pero empapó sus espinilleras de cuero, volviéndolas pesadas y ennegreciéndolas por el moho. Su traje de lona no se secaba nunca. Por debajo, Luzia sintió que la piel se le arrugaba y se volvía flácida. Se imaginó pudriéndose poco a poco, como la cascara de una fruta demasiado madura. Y sintió como si la lluvia también hubiera impregnado su mente, filtrándose como había sucedido con la puerta de la cocina en casa de tía Sofía, deformándola, hinchándola e impidiendo que pudiera cerrarla para apartarse del mundo. Luzia oía los zumbidos de los mosquitos. Oía el ruido metálico de las cananas, de los cartuchos de los hombres, el tintineo de sus cazos de latón al chocar contra los cañones de los rifles. Oía el hueco repiqueteo de sus platos de campaña contra los mangos de plata de sus cuchillos. A menudo los sonidos se fusionaban, y se transformaban en un largo y profundo silbido. Tropezaba constantemente. El Halcón la forzó a comer un trozo de empalagosa melaza. Luzia sacudió la cabeza bruscamente. Tenía la saliva espesa como una pasta. Intentó hablar, pero no logró articular ni una sola palabra.
Todas las noches los hombres cortaban en rodajas xique-xique, un cactus achaparrado, le quitaban las espinas y aplastaban las rodajas con la cara plana de sus cuchillos. Un jugo amarillo salía a chorros. Llenaban el cazo de Luzia con ese zumo. Era un viejo truco de supervivencia, un recurso desesperado que mantenía a los animales y la gente hidratados durante las peores sequías. Luzia recordó los rumores que había oído de pequeña: relatos de familias enteras que subsistían con xique-xique, de granjeros metiendo el zumo a la fuerza en las bocas de reses y cabras, que, después de una semana de beber el amargo fluido, abrían la boca para soltar un mugido mudo y ronco. Todos los recién llegados al grupo del Halcón estaban obligados a beber aquel líquido.
—Nos enseña a guardar silencio —dijo el Halcón mientras vertía la primera dosis de líquido amarillo y espumoso en su vasija—. Un hombre que guarda silencio escucha. Aquí en el monte, un hombre que no escucha no es un hombre; es un cadáver.
Tal vez el xique-xique funcionaba. Los hombres tenían el oído fino. Podían distinguir entre el lamento de una cabra perdida y el de una que estuviera herida. Desconfiaban cuando oían a un gallo cantar a la hora equivocada o cuando notaban el hedor de un sudor ajeno. Habían pasado tanto tiempo en medio de aquel monte impenetrable que, como los zorros esteparios o incluso las legendarias panteras manchadas, percibían cualquier elemento extraño.
Luzia lo supo cuando intentó escapar. Uno de los primeros días de la travesía, cuando las laderas de las montañas de Taquaritinga aún se alzaban en la distancia, Luzia dijo que necesitaba orinar. Los hombres se detuvieron. Ella se adentró en el monte, procurando apartarse de los cangaceiros que la observaban. Su mente estaba paralizada por la falta de comida. Sus pensamientos eran torpes y anodinos, hasta que levantó la vista y vio, más allá de los árboles de la estepa, la montaña de Taquaritinga. Era de un color gris azulado, como una sombra, y parecía tan cercana… Sólo cuando comenzó a correr hacia la montaña Luzia se dio cuenta de que los hombres la estaban esperando. Podrían castigarla o incluso matarla por engañarlos. Su corazón latió con fuerza. Sintió un agudo escozor en los pies cubiertos de llagas. Corrió más. El matorral crujía ruidosamente bajo sus pies. Las ramas secas de los árboles azotaban sus brazos y luego le golpeaban la cara; los árboles del matorral se elevaron, a medida que se alejaba. Poco después, impedían la vista de la montaña. Luzia perdió el sentido de la orientación. Se dio la vuelta y deshizo sus pasos en zigzag entre arbustos y árboles. No tardó en oír pisadas y los hombres la rodearon en silencio.
Aquella noche llovió, y los cangaceiros levantaron sus toldos. Colgaron las lonas de hule y cavaron pequeños fosos a su alrededor con los machetes. Mientras tanto, Ponta Fina la custodiaba. Los hombres estaban silenciosos y no se fiaban de ella, como si fuera una bestia salvaje que el Halcón hubiera atraído al campamento y no quisieran ahuyentar.
Con cada día que pasaba, Luzia se sentía más salvaje. Cada mañana, el Halcón le entregaba una rodaja fina de carne seca. Una suave capa de moho recubría la carne, y las primeras veces Luzia la evitaba. Pero al cabo de un tiempo arrancaba las rodajas de la mano del Halcón y se las comía enteras. En las raras ocasiones en que los hombres atrapaban y cocinaban una cabra descarriada, Luzia se quedaba largo rato chupando los huesos después de haber terminado su pequeña porción de carne. La mayoría de las noches, los hombres mataban palomas con hondas o cazaban y destripaban enormes lagartijas negras. Durante los días siguientes, Luzia se moría por comer la carne dura y blanca de las lagartijas, y sus crujientes rabos. Buscaba entre las malezas mientras caminaba, desesperada por atrapar una con sus propias manos temblorosas. Algunas veces, antes de sufrir un vahído, imaginaba escuchar la voz de tía Sofía. Se elevaba por encima de los últimos chirridos de las cigarras; por encima de los incesantes y tristes lamentos de los sapos cururú.
—Sorprendí a tu madre comiendo tierra —había dicho tía Sofía—. Cuando te tenía a ti en el vientre.
Era algo que su tía le había contado hacía tiempo, cuando Luzia aún era pequeña. De niña, Luzia no podía imaginar a su madre, aquella mujer bonita del retrato de boda, comiendo tierra. Pero después de estar con los cangaceiros durante varias semanas, lo comprendió. De noche, Luzia se sentaba en cuclillas al borde de su manta húmeda y cavaba en el suelo mojado, más allá de la delgada capa superior, hasta alcanzar la arcilla, y la engullía rápida y enérgicamente. No le gustaban el sabor metálico de la arcilla ni el residuo pastoso y espeso que quedaba en la boca. Pero sentía algo apremiante y oscuro en su interior, algo que no podía controlar.
Tal vez el Halcón se enteró de que estaba escarbando la tierra con las uñas; tal vez vio sus dedos de color naranja o advirtió cómo se atragantaba con el zumo de cactus. El caso es que comenzó a cocinarle palomas enteras. Le daba largos tragos de agua de su cantimplora. Luzia sentía oleadas de gratitud, y luego rechazo. Apretaba los dientes, rehusaba sus ofrecimientos. El Halcón le abría la boca con calma con sus gruesos dedos. Le sujetaba la cara y la obligaba a masticar. Cada noche, después de rezar, ordenaba a Ponta Fina que le sujetara los brazos mientras le desabrochaba las alpargatas. Le metía los pies dentro de una olla templada con infusión de corteza de quixabeira y luego desataba sus vendas mojadas. Movía el pulgar, trazando círculos firmes sobre el talón, el arco del pie y la pantorrilla. Luzia sentía un hormigueo en la piel, a pesar del entumecimiento. El Halcón presionaba entonces con más fuerza. Sentía un dolor abrasador, como si la hubieran picado cientos de avispas. Luzia se retorcía sobre el suelo, para zafarse de aquel tratamiento. Ponta Fina la agarraba por los brazos. El Halcón le sujetaba el pie, inmovilizándolo con sus potentes manos.
—Shhh —susurraba—. Shhh.
Dejó escapar un largo quejido ahogado. Intentó mover el pie, pero su cuerpo se rebeló. Los músculos de las piernas estaban nacidos y débiles. El Halcón repitió su monótono y lento siseo, como un silbido apagado. Luzia cerró los ojos.
De niña, un día que visitó la hacienda del coronel vio cómo un peón domaba mulas. Ataba cuerdas a las bridas y las sujetaba con fuerza, mientras los animales se encabritaban y corcoveaban, echando espuma por la boca y dejando ver las costillas bajo el pelaje. El peón trabajaba con tranquila persistencia, sostenía las cuerdas atadas a las riendas hasta que los animales caían al suelo, exhaustos y hambrientos. Luego les hablaba con voz suave y les acariciaba el hocico, les daba de comer con la mano, hasta que se ponían de pie y le seguían. Aquella vez, Emília y ella se marcharon de la hacienda, conmovidas y furiosas. Su hermana aborreció al domador, mientras que Luzia aborreció a las mulas, no por su claudicación, sino por su escasa memoria, su carácter olvidadizo.