La costurera (29 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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El comadreo de Taquaritinga decía que el Halcón gozaba viendo sangre, que le encantaba. Pero Luzia no creía que fuese la sangre. Había despiezado cabras, gallinas y lagartijas teú; sabía lo fácil que era romper un cuello, cortar un miembro, hacer un tajo en el vientre; y lo tedioso que resultaba. La sangre era lo último, casi lo de menos. Aparecía después de que sucedía todo lo importante. Recordó el rostro del Halcón cuando tocaba la quadrilha y durante el interrogatorio, su ebria locura, su sonrisa maníaca. Disfrutaba de la humillación y de su propia capacidad de brindar un espectáculo. Todo el mundo gozó…, hasta Luzia. ¿Acaso no había sentido emoción cuando ordenó que se desnudaran, se inclinaran y se arrodillaran? ¿No contuvo el aliento cuando blandió el puñal y suave y rápidamente lo deslizó en sus cuellos?

Luzia sintió un nudo en el estómago. El pulmón del segundo hombre se había desinflado, y había desaparecido dentro de la temible herida. Los restantes hombres estaban desplomados sobre el suelo, como sacos de harina. La saliva de Luzia se volvió espesa y tibia. Se agachó y huyó corriendo del portal.

12

Detrás de la plaza había un camino de tierra bordeado por más casa de arcilla. Las gallinas picoteaban con calma el suelo, indiferente a los sucesos de la plaza. Luzia tropezó; su cuerpo pareció desplazarse con independencia de la mente. Las gallinas se dispersaron.

Llamó a una puerta cercana. Dentro oyó pasos que se arrastraban y voces bajas, pero nadie abrió. Golpeó la puerta inútilmente y luego corrió a otra, y a la siguiente. Al final de la hilera de casas, vio la puerta trasera de la capilla de Fidalga. Era una pequeña entrada bloqueada por una verja de hierro forjado. Luzia metió las manos a través de las volutas de hierro. Sacudió las verjas. Un hombrecito se asomó detrás de la puerta de la capilla. Llevaba una túnica marrón y tenía la tonsura de los frailes.

—¿Quién eres? —preguntó el monje. Sus ojos recorrieron su rostro, su morral, sus vasijas de agua, y finalmente se detuvo en lo más chocante, los pantalones—. Tú estás con esos hombres.

—Por favor —susurró Luzia, temiendo gritar—, escóndame.

—Tú eres su prostituta —replicó el monje—. Saquearás la capilla.

Luzia sacudió la verja con toda su fuerza. Los goznes crujieron. Los ojos del monje se agrandaron. Tanteó la puerta de la capilla y la cerró con fuerza.

Luzia se apoyó en la verja. En ese momento, su cuerpo era demasiado pesado para las piernas.

Los hombres abatidos en la plaza le recordaron al muñeco de Judas. Cada Semana Santa, las mujeres de Taquaritinga confeccionaban un muñeco de trapo del tamaño de un hombre y lo rellenaban con hierbas. Doña Conceição donaba un par de pantalones rotos y una camisa vieja. Algunos hombres le fabricaban un sombrero de paja trenzada. Colgaban el muñeco terminado en la plaza del pueblo. El domingo de Pascua, todos los niños reunían palos y piedras. Le pegaban al muñeco Judas hasta que se desplomaba y caía de su arnés. Una vez en el suelo, le seguían pegando. Le escupían y lo pateaban. Los adultos se reían. De niña, a Luzia le encantaba pegarle al muñeco. Se ponía detrás de la turba de niños. Usaba su brazo sano y le pegaba al muñeco hasta que le dolían los músculos. Le proporcionaba placer sentir el crujido de los palos perforando la piel de trapo del muñeco. El acre olor de sus vísceras de césped hecho jirones la excitaba. Ahora, pensar en ello le provocó náuseas.

Luzia apoyó la frente en la verja de la capilla. El aire de la mañana se había vuelto caliente y seco. El calor había acallado a los pájaros del matorral y había despertado a las cigarras. Su agudo zumbido resonó en sus oídos. Debajo del canto de las cigarras oyó el crujido de la grava en el camino, y una serie de soplidos rápidos y entrecortados. Luzia sintió que le tiraban del brazo. Ponta Fina estaba al lado de ella, exhausto.

—¿Dónde estabas? —preguntó.

Antes de que pudiera responder, tiró de su brazo rígido, para arrastrarla. Luzia se resistió. Se lo quitó de encima y se puso a andar. Caminó rápidamente, sin saber adónde iría, pero queriendo apartarse de él, de la plaza, de aquel pueblo.

—¡Espera! —gritó Ponta. Corrió a su lado para seguirle el paso. Desenvainó uno de sus cuchillos. Era un pajeuzeira de punta roma. Luzia se detuvo.

—Si te vas, dirá que ha sido por mi culpa —dijo Ponta, con la voz quebrada—. Me echará la culpa a mí.

Tenía la línea del mentón cuadrada, pero sus mejillas seguían siendo redondas y rollizas, como las de un niño. Había una mancha en su mejilla izquierda, cerca de la nariz. Era de color oscuro, del color de la canela, o de la salsa de sangre de pollo que tía Sofía solía echar sobre la sémola. La mancha estaba seca y agrietada. Luzia tomó un pañuelo de su morral. Lo apretó contra la boca de su cantimplora de agua y le limpió la cara.

13

No hirieron al hijo del coronel Machado. En cambio, el pálido joven pasó el largo día soleado atado al busto de piedra de su abuela.

Los cuerpos de los capangas fueron retirados de la plaza y amontonados en el porche del coronel Machado. Yacían cara a cara, y sus dientes se apretaban dibujando extrañas sonrisas. Desde los dos huecos oscuros donde habían estado sus ojos corrían líneas secas, como si hubieran derramado lágrimas de sangre.

Tomás hurgó entre la vestimenta y las pertenencias de los capangas. Se quedó con una pistola, un sombrero de cuero, un crucifijo y un pañuelo. Todo lo demás fue quemado. El Halcón golpeó las puertas de la capilla de Fidalga hasta que el fraile tembloroso las abrió e invitó a todos, a los cangaceciros y la gente del pueblo, a entrar.

Más tarde, Ponta Fina fue de puerta en puerta, solicitando la presencia de la gente del pueblo en la plaza para una celebración. Como la mayoría de las peticiones de los cangaceiros, era una orden más que una invitación. Las únicas que no se esperaba que fueran eran las mujeres de los capangas, que se cubrieron la cabeza con pañuelos negros y se congregaron cerca de la casa del coronel, para llorar a sus muertos. Se arrodillaron al otro lado de la verja, y rezaron por las almas de sus hombres.

No se les permitía enterrar los cadáveres, ya que serían una ofrenda para el coronel Machado cuando volviera de Para. Sin entierro, las almas no descansarían; deambularían sin rumbo fijo. El Halcón ató trapos blancos a cada una de las piernas de los cadáveres, para que las almas no lo persiguieran, ni a él ni a sus hombres.

Aquella noche sopló un aire fresco, pero el fuego los calentó. Baiano e Inteligente habían destazado los mejores lechazos del coronel Machado, y Canjica hizo un enorme fuego sobre el cual asó la carne, ensartada en gruesos palos. Las mujeres del pueblo prepararon mazorcas de maíz a la parrilla. Un grupo de hombres fumaba gruesos cigarrillos. Los tres músicos estaban sentados cerca del fuego y tocaban a petición de los cangaceiros. A sus pies brillaban monedas. Por encima del lamento del acordeón, Luzia oyó los feroces gruñidos de perros salvajes en la distancia, que se daban un festín en la casa del coronel Machado. También oía, de cuando en cuando, oraciones en voz alta e incesantes que provenían de la misma dirección. «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo». Luego el cencerro se agitó sonoramente y el triángulo hizo su ruido metálico, y las oraciones volvieron a quedar ahogadas.

Luzia estaba sentada sobre un taburete bajo, alejada del fuego y de la celebración. Presumido le había llevado una mazorca de maíz a la parrilla, pero no podía comerla. Todo tenía un gusto acre. Un fuerte olor a perfume flotó ligeramente entre el humo. Ante la posibilidad de bailar con las muchachas locales, los cangaceiros habían comprado una caja de colonia Dirce y se habían echado un frasco tras otro sobre sus cabezas. Varios de los cangaceiros guiaron a las muchachas alrededor del fuego. Guardaron una distancia respetuosa con sus tímidas parejas. Baiano bailaba con tranquilidad, moviéndose a un ritmo más lento que la música. Jacaré mantenía la cabeza erguida y sonreía, exhibiendo sus blancos dientes. Zalamero era el mejor bailarín, sus pies y sus caderas giraban suavemente, como si estuvieran engrasados. Cajú hacía girar torpemente a su pareja. Y Ponta Fina se miraba las sandalias, concentrado en no pisar los pies de su compañera. La mitad del grupo, con la venia del Halcón, había optado por no asistir a la fiesta. En cambio, habían seguido a las mujeres pintarrajeadas que habían visto aquella mañana hasta el lugar donde realizaban su lucrativo negocio. Luzia oyó risas chillonas. Cerca de ella, un grupo de niños se acurrucaba sobre el suelo y fabricaba globos de fuego. Antes de la celebración, el Halcón había comprado una resma de papel de colores y un kilo de goma de mandioca sin reinar. Los niños hicieron una pasta con el almidón y metieron los dedos en la mezcla espesa y blanca. Con ella, pegaron el papel a un esqueleto de palillos. Uno de ellos le pegó un bigote de papel a la estatua de doña Fidalga.

El hijo del coronel Machado había sido desatado de la estatua y encerrado en los establos de su padre, para que no arruinara la fiesta. Detrás de ella, Luzia oyó a un grupo de muchachas locales que afirmaban lo agradable que era tener una fiesta sin el permiso del coronel, sin que sus capangas merodearan y les echaran a perder la diversión a todos. El mismo grupo de muchachas le había entregado al Halcón ofrendas de pan y panqueques de mandioca. Se habían lavado la cabeza y lucían sus mejores vestidos. Permanecieron cerca de él, cogiéndole la mano y pidiéndole su bendición. Allá en Taquaritinga abundaban este tipo de muchachas, equivocadamente convencidas de que los cangaceiros eran almas románticas y esforzadas, deslumbradas por los pañuelos de seda de los hombres, y también por sus colecciones de anillos de oro.

Luzia se alisó las arrugas de los pantalones. Se tocó nerviosamente la trenza. Nadie le habló. Un grupo de mujeres se había acercado tímidamente, ofreciendo panqueques de mandioca cubiertos de mantequilla y pudin de maíz. Después de darle sus ofrendas, retrocedieron, mirando fijamente sus pantalones y susurrando entre sí. Luzia deseó tener uno de sus vestidos antiguos: el de algodón con vivos amarillos, o el verde claro que Emília decía que combinaba a la perfección con sus ojos. Al otro lado del coro de baile, el Halcón se abrió paso lentamente entre la multitud. Era la primera vez que se levantaba de su asiento al lado del fuego. Las muchachas locales cotorrearon, excitadas. Luzia dio una patada en el suelo. ¡Tanto alboroto por un cangaceiro apestoso y peludo! No era un sacerdote. Ni siquiera era un coronel. Aquella noche, tan sólo tenía el poder de un coronel. Y eso era lo que atraía a esas muchachas, nada más. Con el tiempo, el coronel Machado regresaría. Ninguno de los presentes en la fiesta parecía darse cuenta de ello. El coronel Machado volvería, y él también buscaría venganza. La venganza, después de todo, era un derecho de todos los hombres de la caatinga. Cuando regresara, los hombres y las mujeres de Fidalga serían obligados a lisonjearlo como habían lisonjeado al Halcón, para salvar el pellejo.

Cuando Luzia levantó la mirada, vio que el Halcón se dirigía hacia ella. Al llegar a su lado, le tendió la mano.

—No bailo —dijo ella.

—No te estoy pidiendo que lo hagas —respondió él, con la mano aún extendida—. Quiero que vengas conmigo.

Mostraba una sonrisa diferente a la mueca de extraño fanatismo que lo había acompañado aquella mañana. Ahora era distendida, y sus facciones quedaban suavizadas por la luz del fogón. Luzia hizo una pausa. Sintió las palmas húmedas.

—Estoy bien aquí.

—¿Tienes miedo? —Se rió.

Su temor era ridículo, su risa lo había confirmado. Luzia se miró los pantalones, el brazo tullido, los pies llenos de callos. Había un montón de muchachas bien parecidas alrededor del fogón. Había mujeres pintarrajeadas calle abajo. Era ridículo imaginar que podía interesarse por ella. Luzia se levantó de su asiento. Al fin y al cabo, prefería correr un riesgo que ser ridiculizada.

No le cogió la mano. Aun así, él tomó la de ella con fuerza y la guió lejos del fogón, hacia la capilla. Abrió de un empujón la puerta arqueada de madera y le hizo un gesto para que entrase. Luzia dudó.

—Quiero mostrarte algo —dijo él—. No llevará mucho tiempo.

Sobre el suelo, delante de las filas de bancos, había sacos de frijoles, bloques de melaza y un montón de mantas nuevas. Pasaron por encima de las nuevas provisiones de los cangaceiros y se dirigieron hacia el fondo de la capilla, a una pila de agua bendita. Debajo de ésta había una máquina de coser. Era negra y tenía el brazo delgado. Como la vieja máquina de tía Sofía, tenía una rueda que se movía a mano, pero no estaba oxidada ni era vieja. Relucía. Alrededor de la máquina había varios carretes de hilo.

—Es para ti —dijo—. Para que puedas adornar mochilas. También sombreros. Hay una aguja gruesa dentro del cajón. Puede coser cuero.

Luzia se arrodilló. Giró la rueda. Estaba fría debajo de sus dedos. Recorrió el pie curvo de la aguja y la superficie plateada, grabada. Sin duda, provenía de la casa del coronel Machado.

—No puedo cargar con esto.

—Inteligente cargará con ella.

—No puedo dejar que lo haga. Es demasiado pesada.

—No es nada para él. Pesa lo mismo que un acordeón. Querrá hacerlo. Lo he visto a él, y al resto, admirar tu costura.

Se arrodilló delante de ella. Luzia mantuvo los ojos en la máquina de coser. Habló suavemente, como dirigiéndose a la Singer.

—¿Por qué quieres saber los nombres de sus padres? —preguntó.

El suspiró y entrelazó sus gruesos dedos.

—Hay tanta tierra aquí, y tan poca gente… No quiero herir a nadie que esté emparentado con alguno de nuestros amigos. Nuestros aliados.

—Si los conocéis, ¿no los matáis?

—Algunas veces sí, otras no.

Luzia recordó a los capangas ciegos, tirados sobre el porche del coronel. Recordó la canción de cuna de tía Sofía.

—¿Por qué te llaman Halcón?

El extendió la mano y palmeó la máquina de coser con cautela, como intentando domar a una fiera.

—Mi madre solía coser —dijo—. Siempre quiso una máquina como ésta. Cuando era niño, plantamos melones dulces, y me enseñó a ponerles una baldosa debajo para que no se pudriera la parle inferior. Me gustan los melones. Y el maíz. También plantábamos eso, mi madre y yo. Ella era fuerte, como un buey. Yo quería adquirir una parcela de tierra para los dos. Nuestra propia tierra. Quería criar cabras. Pero ése no era mi destino. Algunas veces Dios te hace dejar de lado la vida y empuñar un arma. No importa lo que tú quieras; es el camino que eligió Dios. Algunas veces tenemos que desobedecernos para obedecer a Dios. Es lo más difícil que puede hacer un hombre.

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