La costurera (27 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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—Tenemos tesoros ocultos en todo el estado —dijo Ponta. Su voz se volvió seria. Era un muchacho inquietante, pensó Luzia al ver su barba de varios días.

En su aprisco, las cabras balaban y se preparaban para pasar la noche. Dos machos cabríos se alzaron sobre los cuartos traseros y se embistieron. Sus cuernos chocaron.

—¿Cuándo volverá? —preguntó Luzia.

—¿Por qué quieres saberlo? —Ponta sonrió—. ¿Lo echas de menos?

—No deberías hablarle de ese modo a una muchacha. Es una falta de respeto. ¿Acaso nadie te lo ha enseñado?

—No —dijo Ponta con voz queda. Se miró los pies.

—¿Y tu padre? —preguntó Luzia, suavizando la voz—. ¿Tan poco él te lo enseñó?

—Está muerto —murmuró Ponta—. Lo mataron. —El chico dio una patada a la madera del corral de cabras—. Otro carnicero, un hijo de mala madre, le dijo a todo el mundo que mi padre pesaba mal la carne, que había trucado la balanza. Pero no lo había hecho. Yo estaba allí. No puedes dejar que un hombre diga esas cosas. Mi padre hizo lo que debía hacer para proteger su nombre. Sólo que no ganó. —Ponta miró a Luzia, y luego dio otra patada, más fuerte—. ¿Alguna vez has visto a alguien morir apuñalado?

Luzia asintió. Jamás había presenciado el acto en sí, pero había visto los resultados. Una vez, camino de la escuela con Emília, un muchacho se había acercado corriendo a ellas.

—Seu Zé, el carpintero, se está muriendo —gritó—. ¡Venid a verlo! —Cuando dieron la vuelta a la esquina, vieron el cuerpo de Seu Zé, cubierto con una sábana, desplomado en el suelo.

—No sientas lástima por mí —dijo Ponta Fina—. Después de que matara a mi padre, yo lo maté a él. Le robé sus cuchillos y me marché. El capitán no me aceptó al principio. Decía que yo era demasiado joven. Me dijo: «Este es un callejón sin salida. Una vez que estás dentro, no puedes volver atrás». Pero yo no quería volver. Le mostré los cuchillos. Le dije lo que había hecho. Me dejó entrar. Dijo que un hombre que no se venga no es un hombre decente. Me gustó eso. Me llamó hombre, de entrada.

—Así que todos tus cuchillos pertenecían a…

—El cabrón que mató a mi padre —interrumpió Ponta—. Y esto… —desabrochó su chaqueta y le mostró un crucifijo de madera sobre una cuerda de cuero—…, esto era de mi padre.

Detrás del cerco, los cuernos de los machos cabríos se embistieron de nuevo, y ahora se trabaron. Los dos animales tiraron hacia atrás, desesperados, intentando soltarse. Ponta entró en el corral a toda prisa.

—¡Tenemos que separar a estas dos bestias! —gritó.

Pero Luzia no necesitaba que la azuzasen, ya estaba en el corral. Sabía que las cabras, como los hombres, son criaturas tercas. Sin ayuda, quedarían apresados y se morirían de hambre. O tirarían hasta arrancarse los cuernos de las cabezas y morir desangrados. De cualquiera de las dos maneras, Luzia sabía que no habría un ganador.

9

Las cabras fueron, precisamente, las primeras en advertir el regreso del Halcón. Ante la presencia de extraños, los animales caminaron en círculos y soltaron balidos graves y temblorosos que despertaron a Lía y Luzia. El Halcón y sus cuatro hombres, Chico Ataúd, Zalamero, Jurema y Presumido, llegaron con una mula. Las piernas y el vientre del animal estaban gravemente lacerados por las espinas del matorral. Varios bultos cubiertos de tela estaban atados sobre su lomo.

Esa noche, el Halcón dijo a Seu Chico que preparara un festín. El anciano y su hijo Tomás mataron tres cabras antes del amanecer. Lía y Luzia pasaron la mañana limpiando las entrañas para las ollas de entresijos, atizando el fogón y preparando frijoles. Lía era ingeniosa en la cocina, pero Luzia, no. Por mucho que se esforzara, terminaba calentando demasiado la comida, u olvidándose de revolver los frijoles, o cocinando las tripas hasta que se ponían gomosas y duras.

A la hora de la comida, Luzia permaneció con Lía. Observaron desde la ventana de la cocina mientras los hombres ocupaban sus lugares bajo la sombra de los árboles juazeiro de la granja de Seu Chico. Éste había sacado una mesa, banquetas y su silla con respaldo recto. Quienes no tenían un asiento se acomodaban con las piernas cruzadas sobre el suelo. No había suficientes recipientes o utensilios de madera para todos los hombres; los miembros más recientes de la banda esperarían hasta que los más antiguos terminaran de comer. La veteranía era un grado.

Antes de comenzar, el Halcón llamó a Luzia. Sacó su cristal de roca. Uno por uno, los hombres se arrodillaron. Luzia hizo lo mismo. El hijo de Seu Chico, Tomás, inclinó la cabeza delante del Halcón. En la parte interior de su chaqueta de vaqueiro, de cuero, el muchacho había prendido con un alfiler un mechón del cabello de Lía.

—Eres menudo y veloz —dijo el Halcón. Tomás sonrió—. Tu nombre será Beija-flor.

—Cierro mi aura —repitió Tomás cuando acabó la oración del
corpo fechado
, la letanía que el Halcón recitaba para librarles de la muerte.

Los hombres aplaudieron. Después, algunos ocuparon su lugar y comenzaron a comer. El resto se dedicó a sacar brillo a los cañones largos y delgados de sus rifles nuevos. Algunos de los hombres también recibieron pistolas de diseño cuadrado, con el cañón corto. La vieja mula había cargado municiones y armas, y los cangaceiros examinaron su nuevo equipo con gran bullicio. Aquellos que tenían rifles nuevos fanfarroneaban acerca de sus armas, mientras que los que no querían abandonar sus viejas armas las defendían. Luzia quedó rezagada cerca de los árboles de juazeiro. Las armas eran de metal oscuro y opaco, como la máquina de coser Singer. Observó que, al igual que la máquina, los rifles tenían mecanismos que emitían chasquidos. Y como sus puntos de bordado, cada arma tenía algo que la distinguía, y ventajas y desventajas que uno debía considerar antes de usarla.

Los hombres debatieron. Las nuevas pistolas alemanas Parabellum, que tenían el cargador dentro de la empuñadura, serían más fáciles de recargar que los viejos revólveres Colt con su recámara de tambor, para balas sueltas. Algunos no aceptaban las pistolas. Preferían los revólveres, porque, decían, los cargadores de las pistolas serían más difíciles de conseguir fuera de la capital. Y luego estaban los rifles: los viejos con cargador para pocos tiros tenían menos balas, pero cañones más cortos. No se calentaban en sus manos. Los nuevos, con cargador para mucha más munición, tenían largos cañones de metal. Tenían más balas, pero después de vaciarse, los hombres suponían que el cañón estaría al rojo vivo.

—Te quedarás sin manos —advirtió Zalamero. Vio que Luzia lo estaba mirando y le guiñó el ojo—. Será ella quien decida. ¿Cuál te parece mejor? ¿El de pocos tiros o el de muchos?

Los restantes hombres se rieron entre dientes. El Halcón se limpió la boca y esperó su respuesta.

—¿Nos dará una lección? —preguntó Orejita, sacudiendo la cabeza.

—No debería importar —dijo Luzia, hablando lentamente—. Las malas costureras…

—¡Una clase de costura! —interrumpió Medialuna.

Luzia alzó la voz por encima de la risa. Lamentaba haber respondido. Odiaba sus miradas insolentes, sus risas fanfarronas.

—Las malas costureras siempre hablan de sus máquinas. O de sus agujas. Las buenas tan sólo cosen. A mí me parece que con el rifle es lo mismo. Muchas o pocas balas, de eso hablan los que no saben apuntar.

El Halcón lanzó una carcajada larga y sonora. Lentamente, los demás hombres hicieron lo mismo, riendo y felicitando a Luzia por su astucia. Salvo Orejita, que probó un bocado de su comida, y escupió con repugnancia los frijoles.

—¡Están quemados! —Se limpió la boca con la manga de la chaqueta. Hizo una pausa y miró fijamente a Luzia—. Tráeme sal…, Gramola.

No había oído ese nombre en semanas. Creyó que lo habían olvidado, que había quedado enterrado en el matorral, como su vieja maleta de cuero. Antes de poder responder, habló el Halcón. Tenía la voz baja y persuasiva. La miraba a los ojos.

—Por favor —dijo—, trae la sal. Trae toda la lata de sal.

Orejita sonrió triunfante. Luzia caminó con rapidez hacia la cocina, sintiendo alivio de poder alejarse de los hombres. Las palabras de Orejita la habían desconcertado, pero la petición del Halcón la había herido. Él era el alma del grupo, su fundamento, su razón de existir. Los hombres se guiaban por lo que él decía, y en un instante la había transformado en su criada, en su recadera. Una persona destinada a recibir insultos y órdenes.

Luzia entró en la cocina, asustando a Lía. Cogió el bote de sal y se quedó cabizbaja, mirándose los pies. Tía Sofía siempre decía que la gente nacía con una cantidad fija de lágrimas. Algunos recibían más que otros. Luzia creía que ella había recibido una cantidad exigua, y que, en las últimas semanas, había gastado la pequeña cantidad de lágrimas que le había sido asignada para toda la vida. Pero ahora sintió que le picaban los ojos. Tenía las mejillas encendidas. Salió al exterior, con cuidado de no levantar la cabeza, y dejó el bote de sal con brusquedad sobre la mesa. Luego se alejó.

—Espera —dijo el Halcón—. No te vayas.

Luzia siguió caminando. No sería su sirvienta. No tendería dócilmente las manos como una criada para llevar el salero de vuelta a la cocina.

—Luzia —dijo otra vez, ahora con tono severo.

Ella se paró en seco.

—Dame tu plato —dijo el Halcón a Orejita. El cangaceiro sonrió y obedeció. El Halcón cogió el bote de sal con ambas manos. Lo volcó. Un enorme montón de blanca sal cayó dentro del plato y cubrió los frijoles y la harina de mandioca.

—Has pedido sal —dijo el Halcón—. Ahora te la comes. Y la próxima vez, acuérdate de tus modales.

10

Después de comer, los hombres durmieron la siesta tranquilamente en el matorral. Orejita, con los labios blancos y agrietados, se sentó debajo de un árbol y bebió una taza de agua tras otra. Lentamente, las cabras volvieron de pastar. Luzia ayudó a Lía a ordeñar a las madres, cuyas ubres estaban hinchadas y cubiertas de llagas. Después, mientras Lía daba de comer a los animales, Luzia se dedicó a verter la leche, filtrándola a través de una fina tela, dentro de una olla de hierro. Sostuvo el balde en el brazo rígido e intentó verter el líquido con el otro. El cubo era pesado, y su asa estaba resbaladiza por la leche. Algo se movió en la puerta, pero Luzia no podía apartar la mirada de su tarea. Olió una mezcla de sudor y brillantina.

—¿Necesitas ayuda?

—No. —Su brazo rígido tembló. La leche se derramó y salpicó el suelo.

El Halcón se colocó a su lado y sujetó el balde. Hacía calor al lado del fogón. La leche empezó a caer lentamente.

La tela que hacía de filtro se llenó de pelos, grumos y otras impurezas. Cuando terminaron, Luzia apartó el trapo y levantó la olla para colocarla en la cocina.

—Lía se ha encariñado mucho contigo —dijo el Halcón—. Le resultará muy triste verte partir.

—Lo que la apena es ver partir a su hermano —dijo Luzia—. Le entristece esa pérdida en su hogar. O mejor dicho, perder su hogar.

Después de la comida, había sorprendido a Lía llorando en la despensa. Tomás se marcharía con los cangaceiros al día siguiente, para cobrarse su venganza en Hidalga. Lía y Seu Chico tendrían que vender las cabras y marcharse. Se mudarían a Exu, donde trabajaban sus demás hermanos.

—No estarían a salvo aquí —dijo el Halcón—. Su familia sufrió una deshonra. El hermano lavará esa mancha.

—La deshonra no es de él —dijo Luzia de repente, con furia—. Es de ella. Lía debería poder hacer lo que desee. Quiere permanecer aquí. Tienen un hogar, y animales. Tienen una vida tranquila, una vida apacible, con mancha o sin mancha.

—Tú eres una chica de las alturas —dijo riendo socarronamente el Halcón—. Tienes mentalidad montañesa.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Te criaste en una montaña. Y cuando miras hacia abajo desde una montaña, como la que hay en Taquaritinga, todo lo que está debajo parece lejano y hermoso, como en una foto, aun cuando esté en ruinas o pudriéndose. Cuando vives aquí abajo, en la caatinga, es diferente. Ves el mundo como realmente es. Somos diferentes, los de arriba y los de la caatinga.

Luzia atizó el fuego con más leña. Emília solía catalogar a la gente así: los del norte frente a los del sur, la gente de la ciudad frente a la de tierra adentro. Los de la montaña y los del llano. Luzia no le veía ningún sentido.

—Entonces, ¿eres un hombre de la caatinga? —le preguntó.

—Así es.

—Por eso defiendes estas cosas. La gente siempre defiende lo que conoce.

—No toda la gente. Algunas personas buscan huir de lo que conocen. —El Halcón sonrió—. ¿Sabes una cosa? —prosiguió, con la mano apoyada peligrosamente cerca de los rescoldos encendidos de la cocina—. Cocinas muy mal.

Luzia miró fijamente su piel, su cicatriz blanca, sus labios carnosos y torcidos.

—Entonces, ¿por qué te has tragado la comida? —preguntó—. No estabas obligado a hacerlo.

Cogió un abanico de paja que estaba al lado de la cocina y lo movió rápidamente de arriba abajo con el brazo sano. Él era la persona más frustrante que había conocido en su vida… Tan temperamental como una vaca brava, que en un momento dado lo seguía a uno y al siguiente lo embestía. El fuego de la cocina cobró fuerza y echó humo. Luzia tosió y batió el abanico más rápidamente.

El Halcón le agarró la muñeca con fuerza. Luzia tuvo que dejar de abanicar. Lo miró.

—Quiero que te muestren respeto. Que te sean fieles —dijo.

—No son perros —dijo—. No puedes obligarlos.

—No —dijo sonriendo—. Pero puedo obligarlos a comer lo que cocines.

Sus dedos se aflojaron alrededor de la muñeca, pero no la soltó. Tenía la mano tibia; la piel, áspera. Luzia se apartó.

11

Salieron de la granja de Seu Chico en mitad de la noche, antes de que el campanero herrero emergiera de su nido que colgaba de la copa de los árboles, antes de que las cabras se abalanzaran sobre la reja del corral y balaran para que las dejaran ir a pastar. Lía se colocó tras la ventana de la cocina con una vela en las manos. La noche era fría y no había luna. Cuando Luzia miró atrás, vio a la muchacha contra el fondo oscuro de la casa de campo, con el rostro luminoso e inmutable. Parecía la imagen de una santa.

Luzia no durmió esa noche, nerviosa por la incursión. Los hombres estaban animados y concentrados. Habían instruido a Tomás, que ahora era llamado Beija-flor, en el arte de apuntar y disparar. Horas después, cuando llegaron a las afueras de Fidalga, el grupo se dividió.

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