La costurera (26 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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—Deberías hacer que tus muchachos la arreglaran —replicó el Halcón.

—Se marcharon; partieron hace seis meses. Encontraron trabajo como vaqueiros en Exu.

—¿También Tomás?

—No. —Señaló con el mentón hacia el horizonte—. Está pastoreando las cabras.

—¿Y Lía? —preguntó el Halcón—. Hasta hace poco, venía ella a abrirnos esta misma puerta. ¿Ahora obliga a su padre a hacerlo?

—Se ha vuelto tímida. Ya no es una niña —replicó el hombre, mirando fijamente la cuerda que tenía en sus manos. Miró a Luzia sorprendido—. Tienes algunas caras nuevas.

El Halcón asintió. El hombre dio un paso hacia Luzia.

—Eres de las altas —dijo, estirando la mano—. Francisco Louriano. Me llaman Seu Chico.

—Hemos venido a devolverte el acordeón —interrumpió el Halcón. Señaló el instrumento de madera, muy antiguo, atado a la espalda de Medialuna—. ¿Podemos entrar?

—No es lo que recuerdas. Mi casa no es lo que era. —Seu Chico exhaló un suspiro, y luego los condujo a la casa.

La fachada de ladrillo estaba agrietada y deteriorada, y en algunos lugares desgastada por las lluvias. Había varios agujeros en la fachada, y cada uno era pequeño y perfectamente redondo, del ancho del pulgar de Luzia. Cerca de la parte posterior había una sucesión de apriscos de cabras, cuyos postes eran altos y compactos. Los corrales estaban vacíos. Luzia oyó el distante sonido metálico de los cencerros. Observó la casa de nuevo. Una joven miraba a través de una de las ventanas. Su cara era delgada y morena. Tenía sombras oscuras debajo de los ojos. Se centraron en Luzia con intensidad y sorpresa, como un animal preparado para atacar o huir, dependiendo de la amenaza. Sin previo aviso, se metió adentro y desapareció.

Antes de entrar, el Halcón se quitó el polvo de las alpargatas. Los demás hombres lo imitaron. Baiano, Zalamero, Ponta Fina e Imperdible no entraron. Montaron guardia a los lados de la casa. Luzia fue la última en agacharse para entrar en la casa.

Había varias banquetas con fundas de cuero rotas. Algunas habían sido cosidas a toda prisa. Del resto, colgaban tiras de cuero. Había una mancha marrón sobre la pared. Varios nichos de madera estaban encajados perfectamente en las esquinas de la habitación. Uno tenía el retrato carbonizado de san Jorge. Los otros tenían fragmentos de arcilla de los santos: una cabeza envuelta en un velo, un brazo con pájaros en las yemas de los dedos, un par de pies rotos. Cada trozo roto tenía una vela al lado. Había un olor que Luzia no lograba identificar. En apariencia olía a humo de fogón, pero por debajo había un aroma acre y embriagador, como el olor que provenía de las calderas que el esposo de doña Chaves utilizaba para curar la piel de los animales, allá en Taquaritinga.

—¿Quién ha estado aquí? —preguntó el Halcón.

Seu Chico inclinó la cabeza. Un quejido sordo brotó de su garganta. Se tapó los ojos.

—Siéntate, amigo —dijo el Halcón mientras arrastraba un banco hacia Seu Chico.

El hombre agitó la mano como para ahuyentar a un bicho. Avanzó por un oscuro pasillo y trajo una silla, una silla de verdad, con respaldo de madera. Puso la silla delante del Halcón.

—Siéntate tú primero —dijo Seu Chico—. Por favor.

La cortina que tapaba la puerta de la cocina se abrió. La muchacha miró a hurtadillas desde detrás de la tela. No debía de ser mayor que Ponta Fina. Un haz de luz entraba por un resquicio de las tejas del techo, iluminando su pelo.

—Sucedió hace quince días —dijo Seu Chico—. Un grupo de hombres del coronel Machado (sus capangas) llegó de Fidalga. Tengo que venderle mi algodón a él. Salvo que… —Seu Chico tosió. Entrelazó sus dedos torcidos—. Lo que paga no es justo. Parte de mi cosecha se la vendí a un hombre de Campiña. El coronel se enteró. Estos coroneles creen que la espalda de un hombre sólo sirve para limpiar sus cuchillos.

—¿Cuántos había? —preguntó el Halcón.

—Seis.

—¿A qué hora?

—Al anochecer. Tomás había salido a recoger las cabras. Sólo estábamos Lía y yo.

Seu Chico miró nerviosamente hacia la cocina. La cortina estaba cerrada, la muchacha se había ido. Carraspeó por la presencia de una flema, y luego escupió. Se quedó en silencio y pisó el escupitajo, para que lo absorbiera la tierra.

—Se llevaron mi antiguo fusil —prosiguió—. Fue mi padre quien me lo dio. Quemaron las camas; rompieron nuestros santos; dejaron sus excrementos en el depósito de agua. Estuvimos una semana limpiándolo con Tomás. Gracias a Dios, tuvimos agua este invierno. Si lo hubieran hecho en verano, habríamos muerto de sed.

—¿Y Lía? —preguntó el Halcón con un susurro.

El hombre se tocó la herida de la cabeza.

—Uno me pegó con la culata del rifle. Perdí el conocimiento. Aún me siento como si hubiera bebido demasiada branquinha. Cuando volví en mí, pensé que se habían ido. Busqué a Lía y no pude encontrarla. Luego los oí. Oí a aquellos capangas riéndose en el cuarto de atrás. Tenían la puerta cerrada. Oí que Lía estaba allí dentro, con ellos. Me llamaba y yo no podía entrar. Golpeé la puerta lo más fuerte que pude, pero no se movió. —Seu Chico se quedó mirando fijamente al Halcón durante largo rato—. Lía está atrás —dijo finalmente—. No quiere salir. Al menos mientras haya hombres. Ahora no puede estar en la misma habitación que su padre. Ojalá nos hubieran matado a ambos. —Seu Chico dejó caer la cabeza entre las manos.

Los cangaceiros guardaron silencio. El Halcón frunció el ceño. La comisura de sus labios tembló. El lado con la cicatriz permaneció plácido, impertérrito, salvo por el ojo lloroso, que se secó ligeramente con el pañuelo.

8

El pueblo de Fidalga estaba a medio día de marcha a pie desde la granja de Seu Chico, y pertenecía al coronel Floriano Machado. Había puesto ese nombre al pueblo en honor a su difunta madre, una portuguesa, y en la plaza central había colocado un busto de piedra de la mujer, con la mandíbula inferior hundida en un gesto de severidad y la mirada dirigida al este, como si contemplara su país. Luzia examinaba el busto cada vez que Ponta Fina y ella iban a Fidalga.

Antes de realizar sus viajes, Ponta se ató el pelo hacia atrás y se quitó todas las fundas de cuchillo, excepto una. Se vistió con pantalones y una camisa de arpillera que pertenecía a uno de los hijos de Seu Chico. Luzia se puso un vestido. Era holgado y corto. Seu Chico había conservado todos los vestidos de su esposa fallecida, pero la mujer era menuda y de estatura baja en comparación con Luzia, que tuvo que coser otra franja de tela alrededor del vuelo del vestido para que le cubriera las pantorrillas. Cuando lo usó por primera vez, Luzia echó de menos sus pantalones. Se sentía demasiado vulnerable con falda.

—Tú serás nuestros ojos —le dijo el Halcón antes del primer viaje al pueblo con Ponta.

Ponta Fina aún no tenía la típica melena hasta los hombros de los cangaceiros, detalle que delataba su identidad, pero sí tenía ya el pelo largo y la espalda encorvada. La gente del pueblo desconfiaría, desde luego, de un muchacho extraño de pelo largo, pero no desconfiaría de una mujer. Ni de un hermano y una hermana. Visitaron Fidalga tres veces, haciéndose pasar por viajeros huérfanos en busca de provisiones. Ponta siempre la llevaba del brazo, sujetándola con fuerza. La primera vez que recorrió los estrechos caminos de tierra de Fidalga, Luzia tuvo la sensación de que todo el pueblo la miraba. Observaban su brazo rígido, su vestido amplio, sus pies cubiertos de callos. En la segunda visita, Ponta y ella compraron carne seca y melaza. En la tercera ocasión ya eran conocidos; sus humildes miradas y el pago inmediato aflojaron las lenguas de los comerciantes.

La hacienda del coronel Machado se extendía hasta el horizonte, desde cualquiera de los lados del pueblo que se mirase. Ni siquiera a caballo podía un hombre cruzar todo su territorio en un solo día. Las primeras casas de Fidalga habían sido construidas por campesinos arrendatarios. Más adelante, el coronel erigió una pequeña capilla y permitió que instalaran tiendas, bares y un salón de baile, y permitió que hubiera una feria los sábados. Como en el caso de otros coroneles, el contrato de Machado era sencillo: la gente no pagaba ni un solo tostao por vivir en su tierra, pero a cambio le debían obediencia, y un porcentaje considerable del fruto de sus cosechas o de sus ventas, cualesquiera que fuesen éstas. Si no le gustaba el color de una casa, el coronel Machado ordenaba que la pintaran de nuevo. Si no le gustaba el aspecto de alguien, le pedía que se marchara. Y si se negaba o rompía el contrato de alguna manera, ya no era un asunto para resolver con el coronel, sino con su gente armada, los capangas.

Después de cada visita, Luzia y Ponta tomaban un camino intrincado para volver a la granja de Seu Chico. Cuando llegaban, se sentaban con el Halcón y describían Fidalga: la situación de su tienda principal, su prisión improvisada y la mansión del coronel, de color azul pálido, en las afueras del pueblo. Como la casa del coronel, sus capangas eran fáciles de identificar. Durante su segunda visita, Luzia vio a un grupo de hombres sentados sobre bancos de madera, junto a la tienda más grande del pueblo. Llevaban sombreros redondos de vaqueiro con el ala corta y el cuero arqueado por efecto del sudor y la lluvia. Eran seis.

—Grandullona como un caballo —dijo señalando a Luzia el mayor de los capangas, un hombre de pecho amplio que tenía más de 40 años.

—¡E igual de hermosa! —dijo otro, riéndose por lo bajo. No debía de ser mayor que Ponta Fina.

Durante su visita también se enteraron de que el coronel Machado se había marchado a Pará para comprar ganado y estaría ausente durante dos meses.

—Me tiene sin cuidado —dijo el Halcón—. No necesito su permiso.

Después de eso, el Halcón dio por finalizados los viajes de reconocimiento. Cogió varios rollos de billetes de mil reales de su mochila —los suficientes para comprar una docena de máquinas de coser a pedal— y se marchó con cuatro de sus hombres. Se dirigieron al río San Francisco, a visitar a otro amigo ranchero de quien decía que era «un hombre de carácter».

Baiano se hizo cargo del grupo. Los restantes hombres acamparon en el matorral, al lado de la casa de Seu Chico, manteniéndose fuera de la vista. Racionaron el café y la melaza. Una vez por semana, Seu Chico sacrificaba una cabra y todos los sábados él y su hijo Tomás hacían un viaje a Fidalga para comprar harina de mandioca y carne seca. Sólo podían adquirir pequeñas cantidades, para no despertar sospechas. Luzia y Lía hacían queso con la leche de cabra y extraían raíz de macaxeira de la tierra, pero no era suficiente para alimentar a todos los hombres. Luzia sentía un dolor sordo y constante en el estómago. Los cangaceiros no se quejaban. Estaban acostumbrados a vivir con poca comida, pero la falta de actividad los volvió inquietos. Todas las noches Luzia oía sus discusiones cuando jugaban al dominó.

Dormía dentro de la casa, sobre el suelo, al lado de Lía. A menudo pensaba en Emília y en su cama compartida, pero Lía era muy diferente de su hermana. Se parecía más a una de las cabras de Sen Chico: cuello delgado y una larga cara oval con ojos saltones. Como las cabras, Lía tenía el temperamento dulce y tímido; saltaba ante el más mínimo ruido, y se escondía en la despensa cuando Ponta Fina o Baiano se acercaban a la casa. A pesar de su apariencia delicada, las cabras de Seu Chico eran criaturas fuertes e ingeniosas. Estaban empeñadas en sobrevivir en un terreno hostil, para lo cual consumían las plantas más duras, pelando la corteza de los árboles con los dientes y descubriendo el centro pulposo y suave de los troncos. Luzia advirtió la misma determinación en Lía. Cada mañana, la muchacha cogía cactus de palma con sus manos desnudas, lo cortaba en trozos y lo echaba en el comedero de las cabras. Agarraba a los cabritos recién nacidos por las patas traseras y lanzaba un chorro de mercromina en los ombligos sangrientos. Lo hacía tan eficiente e implacablemente que los cabritos no tenían tiempo para asustarse o zafarse.

Algunas noches, Lía lloraba en sueños. La primera vez que sucedió, Luzia intentó consolarla. La muchacha la ahuyentó a manotazos febriles y luego se hizo un ovillo, temblando en el aire frío de la madrugada. Luzia había oído los chismes de la gente de Fidalga sobre Lía. Era una pena, decían, que hubiera sido deshonrada. Lía habría sido una buena esposa. Pero después de la visita de los capangas, jamás podría casarse. Tendría que cuidar de su padre, y cuando muriera Seu Chico, estaría a merced del coronel Machado.

Luzia podría haber escapado un sinfín de veces. Podría haberse levantado de la cama improvisada y salir andando por la puerta sin que lo advirtieran los hombres. Los cangaceiros estaban apáticos, y por respeto a Seu Chico y Lía casi nunca se acercaban a la casa. Pero cada vez que Luzia pensaba en marcharse, sentía que los ojos grandes y asustados de Lía se posaban sobre ella, reteniéndola. Poco hablaban, pero todas las tardes se sentaban a la sombra y pelaban frijoles. Todas las noches cosían juntas, y Lía se asomaba por encima del hombro de Luzia para copiar sus puntadas.

Había algo más que la retenía, algo que Luzia no quería reconocer hasta que se sorprendió esperando oír las fuertes palmadas en la entrada de la granja, o un silbido, o la voz grave del Halcón anunciando su regreso. Una vez, había oído a los hombres ululando fuera y se tropezó con el cuenco de leche al correr a la ventana. Era sólo una celebración por la afortunada caza de tres ratas. Luzia limpió en silencio la leche de cabra que se había caído y se maldijo por semejante insensatez. Aun así, todas las tardes se apoyaba sobre los corrales de las cabras con Ponta Fina y hacía preguntas al muchacho. Quería saber con quién andaba el capitán cangaceiro.

—Te sorprendería saber quiénes son nuestros amigos. —Ponta sonreía. Respondía a sus preguntas con evasivas, lo cual irritaba a Luzia.

—Se llevó dinero —dijo Luzia—. ¿Qué tiene pensado comprar?

—El hecho de que lo haya llevado no significa que vaya a gastarlo. Nuestra protección vale más que el dinero.

—¿Protección?

—El capitán es un hombre de palabra —suspiró Ponta, irritado por su ignorancia—. Nadie quiere terminar sucumbiendo bajo su navaja.

Hablaba lentamente, como para que le fuera más fácil entender. Había hacendados, coroneles, hasta sargentos de la policía que comerciaban con el Halcón, enterrando municiones o comida u otras dádivas en lugares preestablecidos, donde los cangaceiros podían desenterrarlos más tarde. A cambio, el Halcón les pagaba con dinero o con la promesa de protegerlos de los coroneles rivales y de sus capangas. En el caso de la policía, algunos sargentos les habían pagado para fingir una refriega. Sus hazañas aparecían en los periódicos, se llevaban la gloria, pero realmente nadie resultaba herido.

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