La costurera (25 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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—Se abren sólo una vez —dijo el Halcón—. Antes de una lluvia fuerte. Mañana, habrán desaparecido.

Se dio la vuelta para mirarla. Luzia levantó la vista rápidamente hacia la flor. No tenía fuerzas para levantarse y marcharse. Había algo que crecía dentro de ella, algo apremiante y no deseado, como la falsa cebolla que invadía el jardín de tía Sofía, formando matas gruesas y verdes. Era atractiva, pero podía marchitar a todas las demás plantas si no se cortaba. La única solución era arrancarla de raíz y quemarla en el fuego, para que sobreviviera todo lo demás.

6

La predicción de la flor mandacaru fue acertada. Aquella noche, la lluvia llenó los fosos que había cavado precavidamente alrededor de los toldos. Salpicó las mantas. Encima de ellos, las lonas de hule se empezaron a encharcar, saturadas de agua. Las sogas que ataban la lona a los árboles del matorral se tensaron. Chico Ataúd era el vigía. Se encogió cerca del fuego, que estaba protegido, y observó la olla de tripas que hervía a fuego lento. Su cabeza se desplomó lentamente sobre el pecho.

Los otros hombres guardaban silencio, acurrucados bajo sus toldos. Habían comido carne de cabra y habría tripas para el desayuno. Luzia esperó que sus estómagos repletos y la ilusión de más comida los adormecieran. Algunos podrían estar despiertos, pensó, e inquietos. Pero la lluvia la protegería, el agua amortiguaría sus movimientos. Caía con fuerza, batiendo las lonas y azotando el suelo con miles de golpes suaves. También había un bullicio de ranas, que croaban en el extenso matorral. Una celebración, pensó Luzia. Y en la distancia, bajo el ruido de la lluvia y los animales, oyó el suave bramido del barranco.

Luzia se incorporó. Rápidamente se puso el morral sobre la cabeza y lo enderezó sobre el pecho. En un veloz movimiento, se levantó de su toldo y salió a la lluvia.

En sus primeros días lejos de Taquaritinga, rezó pidiendo gracias grandes y trascendentes, el rescate, un milagro. Más tarde, rezó por tener un poco de agua en la cantimplora, en lugar del maldito zumo de cactus. Rezó por tener un sombrero, una buena aguja, más hilo para bordar. Y de forma mecánica, rezaba para poder huir. Parecía antinatural no hacerlo. Debía querer escapar, huir tan rápida y sigilosamente como un zorro del matorral. Pero ¿qué haría si escapaba? ¿Adónde iría? La gente de Taquaritinga pensaría lo peor. Dirían que estaba más que deshonrada, contaminada para siempre. Nadie quería que una mujer manchada cosiera su ropa o tomara medidas a sus muertos. Una mujer manchada sólo tenía una vocación. Pero aquella noche, después de observar el brote de la flor de mandacaru, Luzia se dio cuenta de que cuanto más permanecía con los cangaceiros más dependía de la fe que el Halcón tenía en ella. Con cada día que pasaba, Luzia sentía que cobraba vigor dentro de ella una extraña gratitud. La fe del Halcón en su misión hacía que Luzia estuviera a salvo, incluso que la respetaran. Pero si no daba pruebas de su utilidad, ¿cuánto duraría su fe? Y si les trajera impensadamente mala suerte, ¿habría siquiera fe a la que agarrarse?

Resistió el impulso de correr. La lluvia le nubló la visión y le empapó la vestimenta, entorpeciendo su marcha y aumentando el riesgo. Debía marchar lentamente, se dijo, recordando el ojo blancuzco de Medialuna. El monte era denso y oscuro. Se escurrió zigzagueando a través de él, usando el codo rígido para apartar las ramas. Las nubes opacaban la luz de la luna. Aun así, sabía por dónde caminar, y se guió por el sonido del agua hasta llegar al barranco. Había una aldea al otro lado. Los cangaceiros habían hablado de abastecerse allí. Luzia creía que si cruzaba el barranco la podría encontrar. Podía ocultarse allí. Había aprendido lo suficiente acerca de la supervivencia en el campo como para aguantar algunos días sola. Pero si no había aldea, podía morir de frío. O podía ahogarse en aquel barranco; no sabía nadar. Luzia tembló y sacudió la cabeza. No era un río, razonó. No debía de ser muy profundo. Cerró los ojos y se lo imaginó en el verano: nada más que una acequia polvorienta, sin agua. Pronto volvería a ser verano. Las noches serían silenciosas y secas. No habría ruidos que ocultasen su huida, ni lluvia que cubriera sus huellas, ni barranco para impedir que los cangaceiros vinieran tras ella.

Luzia se metió. El agua se deslizó dentro de sus sandalias. Asentó con fuerza las piernas. Al cabo de un instante, dio pasos largos y firmes. La corriente hacía que el agua le pareciese muy densa, como si estuviera vadeando almíbar. Enseguida llegó más lejos de lo que quería. A mitad de camino, el agua le llegaba al pecho. Algo rozó su pie, tal vez la rama de un árbol, arrastrada aguas abajo. Lo que fuera, atrapó su sandalia. Luzia intentó liberarse. La fuerza de la corriente dobló sus rodillas. El agua le entró presurosa en las orejas, la nariz. Tenía un sabor casi metálico, como de arcilla. Luzia la escupió. Volvió a tirar del pie, más fuerte esta vez. La rama se desprendió de su sandalia, pero aun así, la corriente la arrastró. Sintió pánico. Movió los pies intentando enderezarse, pero no podía encontrar el fondo. ¿Sería más profundo de lo que recordaba o la habría engañado la corriente, poniéndola patas arriba? Luzia sentía que el pecho le ardía. Estiró el cuello, pateó y agitó el cuerpo. Su brazo rígido se agitó como un ala inútil. Cuando salió a la superficie, respiró hondo y tragó agua. Por encima de ella, llovía. El agua brotaba por todas partes, y le fue imposible escapar de ella.

Cuando se cayó del árbol de mango, Luzia experimentó un silencio tan profundo y envolvente que parecía algo líquido, que la llenaba de dentro hacia fuera, tapándole las orejas, la nariz, los ojos, todos sus poros. En el barranco, volvió a sentir aquel silencio. Notó que la corriente tiraba de ella desde abajo, sintió la inutilidad del movimiento. Cuando estaba quieta, el agua cubría como un manto, se apoderaba de ella. Iba a ahogarse.

Algo la envolvió, presionando debajo de sus axilas y apretando su pecho. La levantó. La lluvia le caía con fuerza en la cara. El rugido del agua le provocaba vértigo. Luzia tomó una larga y desesperada bocanada de aire.

—¡Tira! —gritó una voz a su lado, tan fuerte que le dolió el oído—. ¡Tira!

Luzia vio la gruesa figura de Inteligente sobre la orilla. Su brazo estaba enganchado al de Baiano, de pie en el agua, que le llegaba a las rodillas. El otro brazo de Baiano estaba enganchado a un tercer cangaceiro, que estaba enganchado a un cuarto, luego a un quinto y luego al sexto, que la sostenía.

Luzia retorció el cuerpo. El brazo alrededor de su pecho se tensó como una abrazadera alrededor de sus pulmones. Su rostro estaba a pocos centímetros del de ella. El lado sano estaba agarrotado por el esfuerzo, y el marcado, impávido.

La corriente los arrastró hacia abajo. Los hombres tiraron de ellos hacia la orilla. Los ojos de Luzia ardían. Sus extremidades estaban débiles. Inteligente, el ancla que los sostenía a todos, podía sentir que el agua vencía su resistencia. Si fuera así, Luzia sería devuelta al silencio, con el Halcón a su lado. O la corriente podía devolverlos, entregándolos a los hombres, que los arrastrarían de vuelta sobre la oscura orilla. Luzia cerró los ojos y esperó a ver qué pasaba.

7

Después de las lluvias, la floresta se llenó de vida. Flores color naranja, con pétalos tan delgados y secos como el papel, brotaron de los centros espinosos del quipá. Los arbustos de malva crecieron tan altos como hombres. Proliferaron las flores rojas. Las abejas inundaron el matorral. Cuando Luzia cerraba los ojos, su zumbido le recordaba el torrente de agua.

Después de sacarla del barranco, los hombres comenzaron a sentir un silencioso respeto por Luzia. La llamaban señorita Luzia, en lugar de no pronunciar su nombre en absoluto. Ponta Fina le dio miel para la garganta; hacía fogatas debajo de las colmenas, y cuando el humo ahuyentaba a las abejas, extraía los panales con forma de pote de las paredes de la colmena. Orejita permaneció en silencio y receloso, pero jamás se vengó por su quemadura. Luzia se preguntó si el nuevo respeto de los hombres se originaba en la pelea con Orejita o en la incursión nocturna en el barranco, como una especie de bruja. Lo más probable es que fuera porque el Halcón la hubiera considerado lo suficientemente valiosa como para salvarla. Él no le dirigía la palabra. Después del episodio del barranco, guardaba la distancia, y ya no le daba masajes en los pies ni le proporcionaba comida extra. Ya no bebía zumo de xique-xique, y le volvió la voz, grave y ronca.

Lentamente, cambió el matorral. Las lluvias cesaron, pero los truenos continuaron retumbando, sacudiendo el cielo con furia. Pasaron al lado de granjas arrendadas con campos de algodón en flor, y más tarde, cuando las flores se marchitaron, los capullos se abrieron con blancos filamentos. La caatinga pareció cubrirse con una vasta sábana blanca.

Las casas de las granjas arrendadas eran chozas de arcilla y ramas, habitadas por granjeros o vaqueiros. Algunas veces los hogares estaban vacíos, pero había signos de vida: brasas encendidas en los fogones, un perro flacucho atado a un árbol. Los residentes habían visto a los cangaceiros acercarse y se ocultaban en el matorral. Si las provisiones de comida eran escasas, el Halcón instruía a sus hombres para que tomaran lo necesario y se marcharan. Los cangaceiros desenganchaban trozos de carne ahumada de su lugar encima de las hogueras. Se apropiaban de bloques de melaza, harina de mandioca y frijoles. Algunas veces los arrendatarios tenían pequeñas huertas de maíz y melones al lado de sus casas. Los hombres arrancaban las mazorcas y las frutas de sus tallos. No dejaban pago alguno. Luzia se sentía muy mal al pensar en aquella comida robada, pero, como los cangaceiros, se la comía.

Algunos arrendatarios permanecían en sus hogares. Las mujeres usaban pañuelos viejos sobre la cabeza y cruzaban los brazos sobre sus vientres prominentes. Caminaban tambaleándose, reuniendo a sus numerosos niños, que corrían desnudos por sus jardines. Los niños tenían los vientres hinchados y los brazos raquíticos. Una sustancia viscosa se escurría de sus narices y caía sobre los labios superiores, y se la limpiaban con la lengua. Sus padres eran los últimos en aparecer. Venían de los campos, o del interior de las chozas. Algunos tenían la piel morena y no decían nada. Otros tenían una palidez amarillenta, y los ojos inyectados de sangre por la bebida. Todos estaban encorvados tras años y años de plantar y cosechar.

Luzia debió ocultarse cerca, en el matorral, junto con Ponta Eina, para no ser vista. Pero le gustaba observar a las mujeres. Parecía que habían transcurrido muchos años desde la última vez que había oído la voz de una mujer. Una vez, una de ellas la vio, pero se limitó a mirar sus pantalones, más sorprendida que otra cosa de ver a una mujer con esa prenda.

Los cangaceiros eran más amables con quienes se quedaban. No invadían sus hogares ni les robaban sus cosechas. En cambio, preguntaban si tenían comida para vender. Siempre había. El Halcón pagaba bien, ofrecía treinta reales por una pieza de queso que no habría costado más de tres. Pagaba por su lealtad, por su discreción. Muchos granjeros arrendatarios permitían que los cangaceiros permanecieran durante la noche en sus tierras.

Les informaban sobre dónde estaba ubicado el pueblo más cercano, o le contaban al Halcón si la Policía Militar o los capangas de un coronel habían pasado por allí los últimos días. Algunos granjeros rechazaban el pago; simplemente pedían la bendición y la protección del Halcón.

En todas sus correrías, Luzia no había visto ninguna iglesia. Una de las familias de arrendatarios admitió haber tenido que viajar tres días para asistir a la misa de Navidad. A Luzia no le agradaba cómo se arrodillaban, silenciosos y reverentes, ante el Halcón. Lo adoraban, pensó, porque eran ignorantes.

Cerraban los ojos. El Halcón posaba la mano sobre cada cabeza. Luzia se estremecía. La había tocado muchas veces, masajeándole los pies, ayudando a que se incorporara, obligándola a comer; pero siempre como tocando a un animal enfermo, con la debida habilidad y precaución por si acaso mordía. Cuando bendecía a estos granjeros, lo hacía con amor. Colocaba los dedos callosos sobre sus frentes, sus barbillas y sus mejillas hundidas. Luzia se tocó su propia mejilla y luego retiró la mano rápidamente.

Una mañana se acercaron a las afueras de una granja cuyo algodón ya había sido cosechado. Los cangaceiros decidieron esperar, ocultándose en el matorral. La puerta de la cerca de madera de la granja colgaba torcida, inclinándose hacia el camino como si estuviera intentando zafarse de sus bisagras. Una gruesa soga la cerraba. Más allá había una casa de ladrillo con tejas redondeadas de arcilla.

El Halcón y sus hombres amartillaron los rifles, sosteniéndolos al nivel de sus muslos. La sacudida del retroceso de sus Winchester podía dislocarles el hombro, le había explicado Ponta, y por ello se aseguraban de disparar a la altura de la cadera. La paciente espera era cosa habitual. Lo hacían antes de entrar en cualquier casa. Se sentaban durante horas en el matorral, observando la zona, contando los habitantes, analizando las huellas que entraban y salían de la propiedad, antes de allanarla.

—Es mejor ser pacientes y vivir —recordaba siempre el Halcón a sus hombres— que ser imprudentes y morir.

Cuando completaron su vigilancia, Medialuna se colocó dos dedos en la boca y soltó un silbido agudo.

Un viejo apareció en la puerta de entrada y silbó a su vez. Tenía el pelo gris y arrastraba los pies, dando pequeños pasos, como si le dolieran los huesos. Luzia intentó fijar la mirada en su rostro, pero lo veía borroso. Se frotó los ojos. Tía Sofía le había advertido acerca del peligro de bordar en la oscuridad. Cuando desató el portón, Luzia se sorprendió al ver que el hombre era más joven de lo que había imaginado: un padre en lugar de un abuelo. Dos arrugas profundas surcaban su cara desde los orificios de la nariz hasta los lados de la boca, como una muñeca de madera que había tenido de niña, cuyas mandíbulas se abrían y cerraban cuando tiraba de una palanca detrás de su espalda.

Cuando vio al Halcón, el hombre sonrió y se dirigió hacia él, alargando el paso más que antes. Los dos hombres se agarraron amistosamente de los hombros.

—Tu puerta está torcida —dijo el Halcón.

—Tuvimos mucha lluvia, alabado sea el Señor —dijo el hombre. Tenía un chichón abultado en mitad de la frente, con una costra reciente. Se pasó la mano por la cabeza, haciendo un gesto de dolor cuando su mano rozó la herida.

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