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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (61 page)

BOOK: La costurera
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—Tengo sed —respondió ella—. Eso es todo.

Antonio asintió con la cabeza. Rápidamente, desató su cantimplora de metal —obsequio de un coronel— y se la pasó. Luzia bebió. El agua estaba templada y llena de barro. Los granos de arena le rasparon la lengua, los dientes. Luzia hizo un esfuerzo para tragar. Esperaba no vomitarla. Últimamente, había experimentado momentos similares de náuseas. Una semana antes se había desmayado ante el olor del perfume Fleur d'Amour que los hombres echaban en sus pelos grasientos. La náusea estaba acompañada por dolor de pecho y cada vez que se trenzaba el pelo notaba un hormigueo en el cuero cabelludo. Luzia sabía que esas molestias eran premoniciones, como el dolor de su codo inmovilizado antes de la lluvia.

Últimamente, cada vez que Antonio descubría una nube en el horizonte le preguntaba a Luzia si le dolía el brazo lisiado. De mala gana, ella le respondía que no. Anteriormente, en diciembre, ninguno de los montones de sal preparados para santa Lucía se había disuelto durante la noche. Algunos de los cangaceiros culparon a la sal misma, asegurando que estaba mezclada con harina. Otros culparon a Canjica, por no haberla sacado de la manera adecuada; algunos pensaron que la culpa era de Luzia, y aducían que no había bendecido correctamente la bolsa de sal; y otros, como Orejita, decían que era porque no le habían hecho a santa Lucía la ofrenda correcta. Habían sacado pocos ojos en los años posteriores a la revolución de Gomes. Robar a los alarmados funcionarios del Partido Azul había sido un trabajo fácil, limpio. La mayoría de los fugitivos, cuando llevaban armas, sólo tenían los viejos Winchester 44, los «panza amarilla» con gatillos duros y cañones oxidados. Y gracias a la revolución, el nuevo presidente Gomes había llamado a todas las tropas a la costa para mantener su poder en las ciudades más importantes. Como otros políticos antes que él, Gomes creía que si dominaba las capitales costeras de Brasil, automáticamente controlaría el campo circundante. No había en la caatinga ningún soldado para perseguir a los cangaceiros. Ningún coronel podía reunir un ejército lo suficientemente grande como para defenderse del grupo del Halcón. Orejita instaba a Antonio a aprovecharse de este poder. El nuevo subcapitán quería invadir más pueblos, matar coroneles, apoderarse de sus casas y marcar su ganado con el nombre del Halcón. Antonio no estaba dispuesto a permitirlo; antes de quemar los puentes con los coroneles quería ver lo que el presidente Gomes iba a hacer con sus tropas revolucionarias. Gomes podría demostrar que era diferente de los anteriores presidentes. Después de estabilizar las capitales, podría volver su atención al campo. Los soldados podrían regresar en mayor cantidad, con el objetivo de someter la caatinga a la autoridad del Partido Verde.

—Si esto llegara a ocurrir —decía Antonio—, los cangaceiros y los coroneles van a necesitarse mutuamente.

La paz con los coroneles parecía serenar a Antonio, pero aburría a Orejita y a los nuevos reclutas. Los hombres querían emociones, la oportunidad de mostrar su recién adquirido poder en calidad de cangaceiros. Antonio no podía negarles eso. Permitió a Orejita y su subgrupo que descargaran su frustración con los fugitivos del Partido Azul. Los cangaceiros dieron patadas en el vientre a los funcionarios que escapaban. Golpearon la parte de atrás de las piernas de los hombres con la parte plana de sus machetes. Antonio detuvo a los cangaceiros antes de que hicieran cosas peores. Cada vez que lo hacía, Luzia notaba que a Antonio por momentos le resultaba más difícil captar la atención de los hombres. Recordó al domador de mulas de Taquaritinga. Él decía que hasta los animales obedientes ponían a prueba a sus amos, tirando de las riendas o mordisqueando las manos, y si el líder no detenía estas pequeñas rebeliones iba a tener que enfrentarse a una más grande. Luzia comenzó a observar a Orejita de la misma manera en que miraba el cielo despejado, prestando atención hasta al más leve cambio, preocupada por lo que pudiera significar.

Hasta ese momento, los pronósticos de santa Lucía habían resultado acertados. Las lluvias de diciembre no cayeron. En enero, el mes que generalmente marcaba el principio de la estación de lluvias, la maleza estaba gris y quebradiza. Los agricultores que vivían cerca del sendero estaban preocupados; cada vez que sacaban agua, veían el fondo de sus manantiales. A lo largo del sendero, los viajeros construyeron altares improvisados dedicados a san Pedro. Antonio hacía que su grupo se detuviera y rezara por la lluvia en esos altares. Todos los días observaban el cielo. Todos los días éste aparecía brillante y azul.

A Antonio le gustaba decir que no tenían ni amo ni coronel. Luzia no estaba de acuerdo. Vivían bajo el yugo del clima desértico, y éste era un amo temperamental. Durante los meses lluviosos, cuando el agua caía durante treinta y a veces cuarenta días seguidos, la caatinga era amable. Les daba maíz fresco y frijoles. Les daba flores y miel. Las frutas de las tierras áridas crecían, redondas y espinosas, en los árboles y los cactus. Nacían los terneros y la leche de vaca se volvía tan barata que los cangaceiros compraban litros y litros. Comían puré de calabaza con leche y hacían queso cubierto con las virutas dulces de la melaza hecha de caña. Pero aun en medio de tanta abundancia, todos curaban carne, secaban frijoles y molían maíz, sabiendo que ese amo de carácter variable iba a cambiar. Todos los años, durante los meses secos, la vegetación se volvía mezquina y a menudo cruel. Lanzaba polvo a los ojos, el sol quemaba la piel, les obligaba a buscar agua. Y cuando estaban a punto de no soportarlo más, les ofrecía un manantial escondido o un saludable río. Les daba cabras y dóciles armadillos con barrigas carnosas. Pero sólo regalaba si se prestaba mucha atención. Como buenos sirvientes, los habitantes de la caatinga aprendieron a escuchar a su amo, a anticiparse a sus cambios de humor, a saber que cuando las hormigas salían de sus agujeros formando largas hileras habría lluvia, que un árbol gameleira de hojas verdes creciendo en la hendidura de una roca significaba la primavera, que grandes montículos de termitas significaban sequía y sed. Si aprendían a entender a este amo cruel correctamente durante los meses secos, vivirían para dar la bienvenida a un amo más amable cuando llegaran las lluvias.

Ese año, la vegetación se había quedado insensible.

—¡Ni siquiera Celestino Gomes puede ordenar que llueva! —le gustaba decir a Antonio, orgulloso de la terquedad de la caatinga. A Luzia no le gustaba que hablara así.

Tapó la cantimplora y la enganchó otra vez en la correa que colgaba del hombro de Antonio. Más allá, en algún lugar del sendero, se oyó un relincho. Luzia escuchó el chasquido de un látigo. Antonio sacó del estuche los prismáticos de bronce.

—¿Comida para las aves? —susurró Luzia. Así era como los periódicos habían apodado a los fugitivos políticos. El Halcón había atacado tantas caravanas azules que el Partido Verde lo consideraba un aliado; Gomes no envió tropas para vigilar el sendero.

—Hombres —respondió Antonio. Le hizo una seña a Baiano, que estaba agachado al otro lado del sendero.

—¿Hombres de ciudad? —quiso saber Luzia.

Antonio asintió con la cabeza.

—Llevan chaquetas largas. Y botas de cuero.

—¿Pero sin familias? ¿No es una caravana?

Antonio la miró y sonrió.

—Siempre he querido un par de botas de cuero.

Le resultaba difícil guiñar el ojo del lado de la cara con la cicatriz. Tuvo que hacer un esfuerzo, y aun así el párpado del ojo casi no se cerró, si es que llegó a moverse. Con el paso de los años, se había formado una película opaca, como si su ojo estuviera cubierto con leche. El insistía en que no estaba perdiendo la vista, pero por la noche, después de las oraciones, se arrodillaba al lado de su manta y susurraba una serie de plegarias a santa Lucía. Antonio también mantenía escondidas otras dolencias. Durante sus caminatas, mientras él observaba el monte bajo, Luzia lo espiaba. Veía cada respiración poco profunda, cada paso dolorido. Su pierna lastimada todavía le molestaba. Por la noche, sentía intensos dolores a cada lado de la parte baja de la espalda. Todas las mañanas, tenía dificultades para levantarse de su manta.

Antonio le pasó los binoculares a Luzia. Observó a través de ellos y vio a un mulero que golpeaba los cuartos traseros de sus animales con un látigo. Había cinco mulas. Dos llevaban suministros básicos: latas de queroseno, un barril pequeño, linternas, soga, un saco de arpillera grande, un gran trozo de carne de res secada al sol. Las otras tres mulas llevaban extraños tubos negros y una máquina de metal. La máquina era larga, con tres patas y una voluminosa parte de arriba cubierta con tela. A Luzia le recordó el trípode y la cámara usados para sacar la foto de su primera comunión, hacía años.

Dos hombres montados sobre unos caballos flacos cabalgaban junto a las mulas de carga. Uno de ellos era un individuo joven y flaco. Llevaba un guardapolvo de viaje que era como una inmensa capa que lo cubría. Su cara brillaba con el sudor. Los ojos estaban oscurecidos por gafas de sol. El otro hombre era más sensato, pensó Luzia. Menos vanidoso. Era de edad madura, corpulento, con piernas cortas y cabeza pequeña, como un armadillo. Había envuelto su guardapolvo de viaje y lo había puesto en su regazo. Llevaba un traje de algodón, manchado de gris amarillento por el polvo y ajustado con un grueso cinturón de cuero. Las gafas de sol colgaban sueltas del cuello. Un sombrero de paja le daba sombra a la cara.

Antonio atrajo a Luzia hacia él.

—Mi Santa —susurró—, hazle un agujero a ese sombrero. ¿Podrás?

Era una pregunta tonta. Después de tres años de práctica, Luzia podía poner una bala en la boca de una botella vacía de cachaza. Podía abollar una lata de brillantina a siete metros de distancia. Podía hacer añicos una rodilla, convirtiendo a un hombre en un lisiado tan inútil como un caballo herido. O podía apuntar con un propósito más definitivo, dejando su marca en una cabeza, una garganta o un pecho.

Luzia enderezó los prismáticos. Sus pestañas rozaron las lentes rayadas. Vio el sombrero de paja del viajero y apuntó más abajo, a la cinta del sombrero, pues sabía que su mano se desviaría hacia arriba. Contuvo la respiración.

Como si hubiera sido arrastrado por una ráfaga de viento, el sombrero voló de la cabeza del jinete corpulento. El caballo del hombre más joven se espantó con el ruido del disparo. El jinete cayó al suelo y giró sobre sí para evitar las pezuñas del caballo, enredándose en su guardapolvo de viaje. El mulero detuvo de un fuerte tirón a sus animales y metió las manos en su bolso de cuero. No tuvo tiempo de coger el arma. Antonio silbó. Un grupo de cangaceiros rodeó al mulero. Le quitaron su pequeño rifle de perdigones. Antonio salió de entre la maleza. Le ordenó al mulero que se desnudara hasta quedarse en ropa interior y que se fuera. El hombre obedeció, corriendo luego entre los árboles grises. Las mulas se agitaron.

El viajero joven con gafas de sol finalmente se puso de pie. Metió las manos entre los pliegues de su guardapolvo de viaje y buscó algo.

—Espero que esté usted buscando su pañuelo —dijo Antonio.

Baiano estaba detrás del joven, encañonándolo con un Winchester. El viajero se quedó inmóvil. Antonio le ordenó que se quitara el guardapolvo de viaje. En el bolsillo tenía una pequeña pistola de cañón corto. Antonio la cogió, luego llamó con un silbido al resto de los cangaceiros. Salieron de la maleza, quitándose los pañuelos para dejar sus caras al descubierto.

La vida en la caatinga había hecho que la piel de los hombres estuviera oscura y curtida. Les había hecho perder los dientes. Ponta Fina se había dejado crecer el bigote. Baiano se había afeitado la cabeza. Canjica había perdido un dedo jugando con el mosquete de caza de un niño, que había explotado en sus manos. La calva de Chico Ataúd había crecido, al igual que los pelos supervivientes, lo que le hacía parecerse a un fraile rebelde. Mechones de pelo rígidos, desteñidos por el sol, salían por detrás de las orejas de Orejita, lo que le daba un aspecto de cactus redondo y grueso. El que llamaban Inteligente todavía tenía la mirada infantil y el paso ágil, pero su cara tenía más arrugas y ya no podía cargar tanto peso al hombro. Debido a esto, los miembros más jóvenes de la banda se turnaban para llevar las dos Singer portátiles del grupo. Aquellas máquinas de coser provenían de los saqueos de las caravanas del Partido Azul. Antonio había hecho equipar una Singer con una aguja del fabricante de sillas de montar para decorar cuero. Ponta Fina, cuyas habilidades para el bordado empezaban a competir con las de Luzia, la ayudó a enseñar a coser a los nuevos reclutas. Ponta se había convertido en un hombre silencioso —ya no era objeto de las bromas del grupo, sino uno de sus miembros fundadores— y daba sus lecciones de costura de una manera seria y profesional. Algunos reclutas al principio rechazaron la costura. Pero después de algunas semanas descubrieron que la vida en las tierras áridas no estaba tan llena de acción como habían imaginado. Durante la temporada seca pasaban muchas horas a la sombra por la tarde, a la espera de que pasara el calor. La costura aplacaba el aburrimiento de los cangaceiros. Al poco tiempo, los nuevos reclutas —con la garganta irritada por el zumo del carnoso cactus xique-xique— solicitaron con voz ronca ser incluidos en las lecciones de Luzia y Ponta.

Luzia, como el resto de los hombres, abandonó su escondite. No volvió a colocar su Parabellum en la pistolera de hombro. Antes de que ella pudiera llegar hasta donde estaba Antonio, el viajero más viejo saltó del caballo. Sus piernas pequeñas hicieron que la operación fuera complicada. Se quitó la alianza y se la arrojó a Antonio.

—Aquí tiene —dijo.

El lado sano de la boca de Antonio se frunció en un gesto de sorpresa.

—¿Por qué me da usted eso?

—Lléveselo. Es todo lo que tenemos.

—¿Acaso se lo he pedido?

—No —respondió el hombre.

—Entonces vuelva a ponérselo o le disparo.

El hombre se puso el anillo en el dedo. Antonio sacudió la cabeza.

—Me han decepcionado —continuó—. Ustedes son hombres de ciudad. Sé que no nacieron en un corral de cabras. Sé que sus madres les enseñaron buenos modales. Pero antes siquiera de que yo pudiera presentarme, usted trata de sacar una pistola. Y usted… Ni siquiera he pronunciado una sola amenaza y usted me entrega su anillo de boda. ¿Qué diría su esposa?

El mayor de los hombres se miró las botas. El joven se levantó las gafas de sol. Habían dejado una marca roja alrededor de los ojos, que eran de color de avellana y con párpados pesados, como los de una lagartija teú. Hacían que su mirada pareciera perezosa, como si nunca nada lo impresionara.

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