La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (44 page)

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Las imágenes del banquete no eran, pues, en modo alguno, supervivencias muertas de épocas ya extinguidas: supervivencias, por ejemplo, de los primeros tiempos, cuando —según afirman etnólogos y folkloristas— durante la caza colectiva tenían lugar el descuartizamiento y el consumo colectivos de la bestia vencida. Estas concepciones simplistas otorgan gran evidencia y cierta claridad aparente a las teorías que explican el origen de numerosas imágenes del banquete centradas en la descripción del despedazamiento y la absorción. Sin embargo, incluso las imágenes más antiguas del banquete —al igual que las del cuerpo grotesco— que han llegado hasta nosotros, son mucho más complejas que estas nociones primitivas: son, por el contrario, profundamente conscientes, intencionales, filosóficas y ricas en matices y vínculos vivos con todo el contexto circundante; no se asemejan en absoluto a las supervivencias muertas de concepciones olvidadas.

La vida de las imágenes en los cultos y ritos de los sistemas religiosos oficiales reviste, por el contrario, un carácter totalmente diferente. Aquí, en efecto, se fijó bajo una forma sublimada un estado anterior del desarrollo de estas imágenes. Pero en el sistema de la fiesta popular, éstas fueron desarrolladas y renovadas en el curso de los milenios, hasta tal punto que, en la época de Rabelais y en los siglos subsiguientes, siguieron teniendo una existencia concreta y creadora en el campo artístico.

Dentro del realismo grotesco, estas imágenes tuvieron una vida particularmente rica. Es allí donde hay que buscar las fuentes principales de las imágenes rabelesianas del banquete. La influencia del
simposium
antiguo tuvo tan sólo una importancia secundaria.

Como hemos dicho, en la absorción de alimentos, las fronteras entre el cuerpo y el mundo son superadas en un sentido favorable para el primero, que triunfa sobre el mundo (sobre el enemigo), celebra su victoria, y crece en detrimento del otro. Esta fase del triunfo victorioso es obligatoriamente inherente a todas las imágenes del banquete. Una comida no podría ser triste. Tristeza y comida son incompatibles (mientras que la muerte y la comida son perfectamente compatibles).
El banquete celebra siempre la victoria,
éste es un rasgo propio de su naturaleza.
El triunfo del banquete es universal, es el triunfo de la vida sobre la muerte.
A este respecto, es también el equivalente de
la concepción y del nacimiento.
El cuerpo victorioso absorbe al cuerpo vencido
y se renueva.

Esta es la razón por la cual el banquete, comprendido como el triunfo victorioso y la renovación, cumple a menudo en la obra popular las
funciones de la coronación.
A este respecto, es el equivalente de la
boda
(acto de reproducción). Muy a menudo, los dos fines se funden en la imagen de la
comida de bodas
con la cual concluyen las obras populares. «El banquete», «la boda» y «la comida de bodas» no presentan un fin abstracto y desnudo, sino
un coronamiento siempre henchido de un principio nuevo.

Es muy significativo que, en la obra popular, la muerte no sirve jamás de coronación. Si ella aparece al fin, es siempre seguida de una
comida funeraria
(es decir de un
banquete;
así por ejemplo concluye la
Ilíada),
que funciona como el verdadero coronamiento. Ello ocurre en razón del carácter ambivalente de todas las imágenes de la obra popular: el fin debe estar preñado de un nuevo comienzo, así como la muerte está preñada de un nuevo nacimiento.

La naturaleza victoriosa y triunfante de todo banquete hace de él no solamente el coronamiento adecuado, sino también el marco adecuado para toda una serie de acontecimientos capitales. Es por ello que en Rabelais el banquete corona casi siempre, o bien encuadra, un acontecimiento (los castigos infligidos a los Quisquillosos, por ejemplo).

El banquete, en cuanto
marco esencial de la palabra sabia, de los sabios decires, de la alegre verdad,
reviste una importancia muy especial. Un vínculo permanente ha unido siempre la palabra y el banquete. En el
simposium
antiguo este lazo fue presentado bajo una forma clara y clásica. No obstante, incluso el realismo grotesco de la Edad Media tenía una tradición muy original del
simposium,
es decir, del lenguaje de mesa.

Sería tentador buscar la génesis de este vínculo en la cuna misma de la palabra humana. Pero, aun cuando llegáramos a establecer esta última «génesis» de manera suficientemente verosímil, no proveería sino pocos elementos para la comprensión de la vida y de la toma de conciencia ulterior de estos vínculos. Pues incluso para los mismos autores antiguos —Platón, Jenofonte, Plutarco, Ateneo, Macrobio, Luciano, etc.— el
simposium,
lazo entre la palabra y el banquete, no era en modo alguno una supervivencia muerta, sino que, al contrario, ellos le daban un sentido muy preciso. Este vínculo estaba vivo y consciente en el
simposium
grotesco, en su heredero y maestro Rabelais.
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En el prólogo de
Gargantúa,
Rabelais habla en términos claros de dicho vínculo. He aquí el pasaje:

«Ya que el componer este libro señorial no me hizo perder ni gastar más tiempo que el establecido para tomar mi refacción corporal, es decir, el de comer y beber. Esta es justamente la hora de escribir de tan altas materias y ciencias tan profundas, como bien lo sabía hacer Homero, parangón de todos los filósofos, y Ennio, padre de los poetas latinos, según lo testimonia Horacio, aun cuando un mastuerzo dijese que sus cármenes apestaban más a vino que a aceite.

»Otro tanto ha dicho un pícaro de mis libros, pero ¡mierda para él! ¡El olor del vino, oh cuánto más fragante, jovial e incitante que el del aceite! Y será motivo de gloria que se diga de mí que he gastado más en vino que en aceite, como hizo Demóstenes, cuando de él se decía que más gastaba en aceite que en vino. Es para mí honra y gloria ser reputado de buen catador y buen compañero, y a este título soy bienvenido en todas las compañías de pantagruelistas»
(Libro I,
Prólogo).

Al principio, el autor disminuye intencionadamente sus propios escritos: él no escribe, dice, sino cuando come, por lo cual pierde poco tiempo en sus escritos: el tiempo que consagraría a la diversión y la holganza. Se puede comprender en un sentido irónico la expresión «altas materias y ciencias profundas». Pero luego esta actitud es anulada por una referencia a Homero y Ennio, que tenían por hábito actuar como él.

Las charlas de mesa son las charlas libres y burlonas: el derecho a reír y a entregarse a las bufonerías, a la libertad y la franqueza, concedido con motivo de la fiesta popular, llegaba a ellas. Rabelais pone sobre sus escritos la gorra protectora del bufón. Pero, al mismo tiempo, el lenguaje de mesa cumple perfectamente su papel, y por su propia naturaleza. El prefiere el vino al aceite, símbolo de la pía seriedad de Cuaresma.

Rabelais estaba perfectamente convencido de que no se podía expresar la verdad libre y franca sino en el ambiente del banquete, y únicamente con el tono de la charla de mesa, pues al margen de toda la consideración de prudencia, sólo este ambiente y su tono respondían a la esencia misma de la verdad tal como él la concebía: una
verdad interiormente libre, alegre y materialista.

Detrás de la «seriedad de aceite» de todos los géneros elevados y oficiales, Rabelais percibía el poder fugaz y la verdad huidiza del pasado: Picrochole, Anarche, Janotus, Tappecoue, los Chiquanous, los calumniadores, los verdugos, los «agelastas» de toda calaña, los caníbales (que bramaban en lugar de reír), los misántropos, los hipócritas, los mojigatos, etc. Para él, la seriedad era el tono de la verdad huidiza y de la fuerza condenada, o del hombre débil aterrorizado por todo tipo de hechizos. Mientras que el simposium grotesco, las imágenes del banquete del carnaval y de la fiesta popular, y también en parte las «charlas de mesa» de los antiguos le brindaban la risa, el tono, el vocabulario, es decir, todo el sistema de las imágenes que expresaba su nueva comprensión de la verdad. El banquete y las imágenes del banquete era el medio más favorable para una verdad absolutamente intrépida y alegre.
El pan y el vino
(el mundo vencido por el trabajo y la lucha)
anulan todo temor y liberan el lenguaje.
El encuentro alegre y triunfal con el mundo, que se produce mientras el hombre vencedor (que traga al mundo sin ser tragado por él) come y bebe, está en profunda armonía con la esencia misma de la concepción rabelesiana del mundo. Esta victoria sobre el mundo en el acto del comer era concreta, consciente, material y corporal; el hombre sentía el sabor del mundo vencido. El mundo alimentaba y alimentaría a la humanidad. Es esto lo que hace que no haya el menor atisbo de misticismo, el menor atisbo de sublimación abstracta e idealista en la imagen de una victoria sobre el mundo.

Esta imagen materializa la verdad, no le permite separarse de la tierra y, al mismo tiempo, le preserva su naturaleza universalista y cósmica. Los temas e imágenes de la «charla de mesa» son siempre «altas materias» y «ciencias profundas», pero, de una forma u otra, son destronadas y renovadas en el plano material y corporal; las «charlas de mesa» están dispensadas de observar las distancias jerárquicas entre las cosas y los valores, mezclan libremente lo profano y lo sagrado, lo superior y lo inferior, lo espiritual y lo material: no surgen diferencias entre ambos términos.

Advirtamos que Rabelais ha opuesto el vino al aceite. Como ya dijimos, este último es el símbolo de la seriedad pía y oficial, de «la piedad y el temor de Dios». El vino libera de la piedad y del temor. «La verdad en el vino» es una verdad libre y sin temor.

Importa señalar otro hecho capital: el vínculo particular de las frases intercambiadas en el curso del banquete con
el porvenir y la celebración-ridiculización.
Este aspecto está todavía vivo en los discursos y brindis pronunciados actualmente en los banquetes. La palabra corresponde en alguna medida al tiempo mismo, que da la muerte y la vida durante el acto; es así que la palabra tiene un doble sentido y es ambivalente. Incluso en la forma más estricta y fijada del simposium —en Platón y Jenofonte— la alabanza conserva su ambivalencia, incluyendo la injuria (si bien edulcorada); podemos, al hablar de Sócrates, referirnos a su físico monstruoso, y Sócrates puede celebrarse a sí mismo (en Jenofonte) en tanto que mediador. Vejez y juventud, belleza y deformidad, muerte y nacimiento se fusionan muy a menudo en una figura de doble rostro.
Pero durante la fiesta, la voz del tiempo habla ante todo del porvenir.
El triunfo del banquete toma la forma de anticipación con respecto a un porvenir mejor. Esto confiere un carácter particular a las palabras del banquete, liberadas de los ojos del pasado y del presente. Existe en los
Tratados
de Hipócrates uno titulado
De los vientos
(que Rabelais conocía a la perfección), y que da esa definición de la embriaguez:

«Ocurre lo mismo en la embriaguez: luego de un aumento súbito de sangre, las almas cambian los pensamientos que contienen, y los hombres, olvidando los males presentes, aceptan la esperanza de los bienes futuros.»

El carácter utópico de las palabras del banquete, todavía vivo en los discursos y brindis, no está separado de la tierra: el triunfo futuro de la humanidad es representado en las imágenes materiales y corporales de abundancia y de renovación del hombre.

La importancia y las funciones de las imágenes del banquete en Rabelais aparecen aún más claras sobre el telón de fondo de la tradición grotesca del simposium. Veremos en seguida sus principales manifestaciones.

La célebre
Coena Cypriani
inaugura la tradición grotesca. La historia de la creación de esta obra original resulta problemática. No tiene sin duda ninguna relación con San Cipriano, obispo de Cartago (muerto en 256), a cuya obra se solía sumar esta pieza. Parece imposible establecer su fecha de creación, que se sitúa entre los siglos
V
y
VIII
. El objetivo inmediato y consciente que se propuso el autor de la
Coena no
resulta claro. Algunos especialistas (Brewer, por ejemplo) afirman que el autor perseguía fines puramente didácticos, incluso mnemónicos: quería grabar en la memoria de sus discípulos los nombres y acontecimientos de la Sagrada Escritura; otros (Lapôtre) ven en ella una parodia del
Banquete
en honor de la diosa Ceres, de Juliano el Apóstata; otros, en fin (P. Lehmann entre ellos), creen ver una ampliación paródica de las homilías de Zenón, obispo de Verona. Conviene decir algo sobre estos sermones.

Zenón compuso homilías de un género original. Su fin era, aparentemente, ennoblecer las francachelas tumultuosas y poco cristianas a las que se entregaban sus feligreses con motivo de las fiestas de Pascua. Escogió, pues, en la Biblia y el Evangelio todos los fragmentos en que los personajes de la Historia santa estaban ocupados en comer y beber; en otras palabras, hizo una recopilación de escenas escogidas del banquete. Esta homilía contiene algunos elementos de
risas paschalis,
es decir, de bromas y risas que, según una antigua tradición, era lícito proferir en los sermones religiosos de la Pascua.

La
Coena Cypriani
recuerda efectivamente, por su carácter, las homilías de Zenón, aunque va mucho más lejos. Su autor ha realizado una selección prodigiosa no solamente de todas las imágenes del banquete sino, de manera general, de todas las
imágenes de fiesta
dispersas en la Biblia y el Evangelio. Las reúne en un cuadro grandioso del banquete, lleno de movimiento y de vida, con una excepcional libertad carnavalesca o, más exactamente, saturnalesca (el vínculo de la
Coena
con las saturnales es reconocido por casi todos los especialistas). La parábola del rey que celebra el matrimonio de sus hijos (Mateo, XXII, 1-14) es la base de la obra. Todos los personajes del Antiguo y del Nuevo Testamento son los convidados a un banquete grandioso, desde Adán y Eva hasta Jesucristo. Ocupan un lugar en la mesa, conforme a la Sagrada Escritura, que es utilizada de la manera más fantástica: Adán toma su lugar al centro, Eva se sienta sobre una hoja de parra, Caín sobre un arado, Abel sobre un cántaro de leche, Noé sobre su arca, Absalón sobre los ramos, Judas sobre un talego de dinero, etc. Los platos y brebajes servidos son elegidos en función del mismo principio: por ejemplo, se sirve a Cristo un vino de pasas que lleva el nombre de
passus,
porque él conoció «La pasión». Todas las otras fases del banquete se inspiran en este principio grotesco. Después de la comida (primera parte del banquete antiguo), Pilatos aporta los aguamaniles, Marta hace, por cierto, el servicio; David toca el arpa, Herodíades danza, Judas besa a todo el mundo; Noé está evidentemente en las viñas del Señor, el gallo impide dormir a Pedro, etc.

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