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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

La edad de la duda (11 page)

BOOK: La edad de la duda
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¿Por qué se desesperaba de esa forma? ¡Él lo había querido! ¡Él mismo se lo había buscado! ¡Capullo, más que capullo! ¡Se la había servido a Mimì en bandeja de plata con sus propias manos!

Capítulo 9

Llegó a Marinella después de una trifulca feroz con un automovilista que, al adelantarlo, se había pegado tanto a él que había estado a punto de sacarlo de la carretera. Furioso, Montalbano lo había perseguido, alcanzado y adelantado, para acabar atravesado delante de él cerrándole el paso.

Bajó del coche con el pelo de punta y los ojos desorbitados y, gritando como un poseso, se abalanzó contra el desaprensivo conductor. Sin embargo, nada más verlo fuera del vehículo, el otro dio marcha atrás y acto seguido aceleró mientras él intentaba detenerlo manoteando. Por poco se cae al suelo.

Había quedado como el típico automovilista italiano, pero cuando le entró vergüenza por su comportamiento se justificó pensando que, si no para otra cosa, aquello le había servido para desahogarse.

Mientras abría la puerta, oyó sonar el teléfono. Fue a contestar convencido, vete a saber por qué, de que se trataba de una llamada de la comisaría.

—¿Sí?

—Perdone que lo moleste en casa —dijo una voz que sonaba como la de un cura—, pero como no he tenido noticias…

¿Quién era? No lo reconoció; esa voz le resultaba a la vez conocida y desconocida…

—Disculpe, pero ¿qué noticias quiere?

—¡Del niño, por supuesto!

—Oiga, creo que se ha equivocado de número. Esto no es el orfanato.

—¿No estoy hablando con el comisario Montalbano?

—Sí.

—Quería saber cómo está el pequeño, su hijo… ¿Cómo dijo que se llama?

¡Joder! ¡Era el peñazo de Lattes! Ya no se acordaba de que le había contado la trola del niño enfermo. ¿Y cómo puñetas le había dicho que se llamaba? Debía mantenerse en el terreno de las vaguedades.

—Ha habido una ligera mejoría,
dottore.
Gracias. Y disculpe por no haberlo reconocido enseguida, pero estoy tan preocupado, tan trastornado…

—Lo comprendo perfectamente,
dottor
Montalbano. Deseo de todo corazón que todo vaya bien, créame. Esperemos que la Virgen… Y manténgame informado, se lo ruego.

—No dejaré de hacerlo.

—En lo que se refiere a la revisión de aquellos expedientes…

El comisario cortó la comunicación. Por el momento no tenía ninguna gana de oír hablar de expedientes.

Antes de que tuviera tiempo de quitarse la chaqueta, el teléfono volvió a sonar. Seguro que Lattes pensaba que la línea se había cortado y llamaba otra vez.

Decidió ponerse en plan trágico para que dejara de tocarle los cojones durante algún tiempo.

Levantó el auricular y habló con voz alterada:

—Pero ¿cómo es posible? Mientras mi hijo, mi criatura, lucha entre la vida y la muerte en la cama de un hospital, ¿usted viene a hablarme de expedientes? Pero ¿es que no tiene corazón?

En el otro extremo de la línea hubo un silencio absoluto. Quizá se había propasado con el pobre Lattes. Sería mejor poner remedio.

—Perdone si he levantado la voz, pero debe comprender que con mi estado de ánimo… Mi pobre niño…

—¿Qué historia es ésa? —lo interrumpió una voz femenina.

¡Livia!

Tuvo la impresión de que se le venía el mundo encima.

Colgó de inmediato. Estaba perdido. Acabado.

Livia no se creería que la historia del hijo era una solemne tontería inventada de cabo a rabo.

El teléfono volvió a sonar.

No, mientras no pusiera orden en su cabeza no podía hablar con ella. Se agachó y desenchufó la clavija.

Fue desnudándose y tirando la ropa al suelo mientras corría a meterse bajo la ducha. Necesitaba urgentemente refrescarse el cuerpo y la mente.

• • •

Cuando salió de la ducha, enchufó de nuevo la clavija. Ahora se sentía en condiciones de hablar con Livia sin dejarse llevar por los nervios. Le diría la verdad de forma sencilla, firme y clara. Y la convencería. Marcó el número.

—Livia, escúchame. Te juro que no tengo ningún hijo.

—De eso estoy convencida.

Montalbano no se esperaba esas palabras. Se sintió bastante aliviado. Así, todo sería más fácil.

—¿Cómo es que estás tan segura?

—No habrías sido capaz de mantener el secreto tanto tiempo. ¿Con quién creías que hablabas?

—Con el
dottor
Lattes. Verás, no sé si te lo había dicho, pero está empeñado en que estoy casado y tengo por lo menos nos dos hijos. No he logrado convencerlo de lo contrario. Así que le sigo la corriente. Y como quería endilgarme un muerto, me he inventado la historia de que uno de mis hijos está gravemente enfermo. Eso es todo.

—¿Eso es todo? —repitió Livia, gélida.

—Sí.

—¿Y no te da vergüenza?

—¡Dios mío, Livia! ¿El qué?

—Inventarte una grave enfermedad de tu hijo para…

—Pero ¿qué dices? ¡Tú misma acabas de decir que ese hijo no existe!

—Da igual. Para Lattes existe.

—¡Livia, estás diciendo disparates!

—No, cariño. Me parece despreciable que hayas usado a un niño enfermo como excusa para no hacer algo.

—Livia, intenta razonar. Ese niño es pura invención.

—¡Pero demuestra la calidad de tu alma!

—¿Qué significa eso?

—¡Significa que podrías haber buscado cientos de excusas, pero no ésa! A mí, pese a que no soy madre, nunca me habría pasado por la cabeza.

Quizá Livia no anduviera tan errada. Es más, tenía toda la razón. Sobre los niños enfermos, aunque sean imaginarios, jamás hay que bromear. Pero Montalbano no quiso dar su brazo a torcer.

—Mira, no me parece que seas tú precisamente la más indicada para hablar de la calidad del alma.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho?

—¡No viniste a mi funeral!

Livia se quedó sin respiración de golpe.

—¿Qué… qué dices? ¿Te has vuelto loco?

—No me he vuelto loco. Soñé que había muerto y que tú no habías querido venir desde Boccadasse.

—Pero ¡era un sueño!

—¿Y qué? ¡El niño también es fruto de la imaginación!

—¡Ah, no! ¡Hay una diferencia abismal entre una cosa y otra! Tú estabas muerto y tu alma descansaba en paz, mientras que a ese pobre niño lo estás haciendo sufrir y…

—Oye, dejémoslo correr. ¿Sabes qué voy a hacer? Mañana llamo a Lattes y lo aclaro todo.

—Haz lo que creas más conveniente, pero acaba con esa historia del niño. Y si tan importante es para ti, te pido disculpas por no haber ido a tu funeral. La próxima vez no faltaré.

Finalmente se echaron a reír.

—¿Cómo estás? —preguntó Montalbano.

—Bien. ¿Y tú?

—Ando liado con una investigación que… Por cierto, ¿tú conoces a un tal Émile Lannec?

—¿Con qué me sales ahora? ¿Es otra de tus bromitas?

—¿Lo conoces o no?

—Claro que sí. Lo conocimos juntos.

—¿Dónde?

—En Marinella.

No se acordaba en absoluto.

—¿En serio? ¿Y quién es?

—Se trata de… —Livia se interrumpió y soltó una risita—. Se trata de alguien exactamente igual a tu hijo.

—Venga, Livia, no…

Le había colgado. La llamó de nuevo, pero ella no respondió.

Ese era el castigo que le infligía por el asunto del niño inexistente. ¡Joder, esa mujer no le perdonaba una!

• • •

Como no tenía ni pizca de hambre, no fue a mirar el frigorífico ni el horno. En lugar de eso, cogió la botella de whisky, un vaso y el paquete de tabaco, y se sentó en la galería.

Émile Lannec.

Entró, cogió el pasaporte del francés y volvió a sentarse fuera.

Por lo que indicaban los visados, Lannec había estado tres veces en Sudáfrica, dos veces en Namibia, que no tenía ni idea de dónde se encontraba, cuatro veces en Botsuana, que tampoco sabía dónde estaba, además de en Marruecos, Argelia, Túnez, Libia, Egipto, el Líbano y Siria. Faltaba Israel para que hubiese recorrido todos los países de la costa mediterránea de África.

¿Qué negocios tenía el señor Lannec?

Terminó el primer whisky, se levantó, fue por un atlas y buscó Namibia y Botsuana. Eran dos países pegados al norte de Sudáfrica.

Y de repente ese nombre, Sudáfrica, le hizo recordar que el
Vanna
también había estado allí. Se lo había dicho Laura. Sintió que se le encogía el corazón.

¡Laura!

En esos momentos estaba a solas con Mimì. Seguro que ya habían acabado de cenar, ¡y figúrate si Mimì no iba a aprovechar la ocasión! ¿Hablar de carburantes? ¿Estudiar el camuflaje?… Ja! ¡Ese era todo un donjuán! A esas horas igual estaba estrechándola entre sus brazos…

Para borrar la imagen, se acabó el vaso de un trago.

La única solución era concentrarse como un gurú indio en el caso Lannec. Lo consiguió con cierta dificultad.

¿Podía haber una conexión entre Lannec y el
Vanna
? Pero cuando el
Vanna
llegó al puerto, Lannec llevaba un montón de tiempo muerto. Además, la escala del
Vanna
no estaba prevista. ¿Entonces…? ¿A quién pretendía ver Lannec? ¿Sería posible que no se acordara de haberlo conocido precisamente en Marinella?

¿Qué le había dicho Livia?

Que Lannec era justo como el niño que él se había inventado. «Un momento, Montalbà, para. Céntrate, céntrate.» Con esa frase, Livia le había dicho implícitamente que Lannec no existía en la realidad, que era imaginario.

Se le encendió una bombilla en la cabeza. ¡Un personaje inventado! ¡Un personaje de novela!

Se levantó de un salto, entró y se plantó delante de la librería. Tenía que tratarse de un libro que había leído a la vez que Livia.

Casi independientemente de su cerebro, su brazo derecho se levantó para coger un volumen de cubierta azul celeste:
Los Pitard
, de Georges Simenon, una obra maestra. Le había gustado mucho, tanto que la había leído otras dos veces por su cuenta. Lo abrió.

Ahí estaba, el protagonista de la novela, el capitán Émile Lannec de Ruán, propietario de un viejo vapor, el
Rayo del cielo.

Hojeó el libro, del que ahora ya se acordaba. Contaba una historia maravillosa, pero no guardaba ninguna relación con la investigación que tenía entre manos.

¿Se trataría de una coincidencia que la víctima del asesinato se llamara justo igual que el personaje de Simenon? No; ¿cuántas probabilidades había? ¿Una entre mil millones?

¿O bien adoptar ese nombre que, total, nadie reconocería, había sido una broma del francés?

En cualquier caso, valía la pena comprobar la autenticidad del pasaporte. Pero ¿ninguno de los que habían puesto los visados había advertido que se trataba de un documento falso? En fin, era posible.

Volvió a sentarse en la galería y se sirvió otro whisky.

Pero, en resumidas cuentas, saber si el pasaporte era auténtico o falso, ¿qué importancia tenía? Que la víctima se llamara Lannec, Parbon o Lapointe, ¿de qué servía a la investigación?

No; estaba equivocado: sí servía. Y mucho. Porque si los colegas franceses descubrían quién había falsificado el pasaporte, a partir de eso podrían llegar hasta la verdadera identidad de Lannec. Y a lo mejor se trataba de alguien que ellos conocían, y a lo mejor…

Llegado a ese punto fue incapaz de seguir razonando. Se sentía un poco borracho. Es más, no es que lo sintiera, sino que efectivamente lo estaba. Se levantó, notó un ligero mareo, volvió dentro, cerró la cristalera, se fue a la cama y al cabo de poco estaba profundamente dormido.

• • •

Hacia el amanecer tuvo un sueño.

Se encontraba en la azotea de una casa desconocida, de noche, con unos prismáticos que dirigía hacia una ventana iluminada que sabía era el dormitorio de Mimì Augello.

Acababa de enfocarlos cuando una sombra negra se interponía y tapaba por completo la luz de la ventana.

¿Qué podía ser? Mirando mejor, descubría que lo que obstaculizaba la visión era un ave de gran tamaño, una gaviota posada sobre una antena de televisión.

Cuando estaba perdiendo la esperanza, el ave echaba a volar, y de improviso aparecía ante él la ventana. No se veía la cama, pero proyectadas en las paredes de la habitación había dos sombras, una masculina y otra femenina, y estaban haciendo el amor… ¡Mimì y Laura!

Despertó de golpe.

Curiosamente, en vez de enfurecerse por la traición de la teniente, se quedó perplejo pensando en un detalle del sueño: el ave que, con su llegada, le había impedido ver más allá. ¿Qué significaba? Porque estaba seguro de que significaba algo.

Se levantó, abrió la cristalera y salió a la galería.

El día no podía presentarse con mejores intenciones: ni una nube, ni un soplo de viento. La barca del pescador matutino amigo suyo ya estaba mar adentro y, por unos instantes, un motopesquero que entraba en el puerto pasó por delante y la hizo desaparecer. Al cabo de un momento, al desplazarse el motopesquero, apareció de nuevo.

Fue entonces cuando, en cuestión de segundos, Montalbano comprendió el significado del sueño. Se vio de pie, con los prismáticos de Lannec en la mano, mirando hacia el puerto.

¿Qué había visto? La escotilla de la cubierta del
Vanna
, desde la cual se bajaba a la sala común. Pero si el
Vanna
no hubiera estado, ¿qué habría visto? Habría visto al
As de corazones.
Y el día que Lannec llegó a Vigàta, el
Vanna
todavía no estaba en el puerto.

¿No cabía la posibilidad de que Lannec hubiera ido a verse con alguien del
As de corazones
? ¿Y de que mediante los prismáticos, sin necesidad de hacer llamadas siempre peligrosas, hubiera recibido instrucciones sobre la hora y el lugar del encuentro?

En cuanto fueron las seis y media, buscó en el listín telefónico el número del hotel Bellavista y llamó.

—¿Es usted el señor Scimè?

—Sí. ¿Quién llama?

—Soy Montalbano.

—Buenos días, comisario. Dígame.

—Disculpe si lo molesto, pero el otro día se me olvidó preguntarle una cosa.

—Usted dirá.

—Cuando Lannec llegó, ¿le pidió algo especial?

El recepcionista no contestó enseguida.

—¿No lo recuerda o no…?

—Verá, comisario, ha pasado un poco de tiempo y… ¡Sí, ya sé! Me pidió una habitación con vistas al mar.

—¿Dijo exactamente eso?

—Pues ahora que lo pienso… Me pidió una habitación con vistas al puerto.

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