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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

La edad de la duda (19 page)

BOOK: La edad de la duda
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Dottore
, ¿qué quiere que sea? Es una clásica advertencia mafiosa.

Era cierto. Montalbano se acercó al archivador, sobre el cual tenía una botella de agua, y se bebió un vaso mientras el cerebro le funcionaba a toda velocidad.

Sólo había una explicación posible para esa amenaza. Sin duda la mafia tenía algo que ver con la investigación sobre el
Vanna
y el
As de corazones.
Mandándole esa corona querían decirle que, si no abandonaba el caso, lo matarían. ¡Ni los Cuffaro ni los Sinagra habían llegado nunca tan lejos con él! A ver si al final el sueño iba a acabar haciéndose realidad…

—Hay que informar de inmediato al jefe superior —dijo Fazio.

Montalbano no contestó. Le dio un fuerte manotazo a la corona y la tiró al suelo.

—Catarella, cógela y tírala a la basura.

Catarella se agachó, la cogió, y estaba a punto de salir cuando Montalbano le preguntó:

—¿Cuándo la han traído?

—Justo cinco minutos antes de que usía
lligara.

—¿Has visto quién la traía?

—Sí. Ciccino Pànzica, el florista.

—Fazio, dentro de cinco minutos quiero delante de mí a ese tal Pànzica.

Debía reconocerlo: estaba un poco impresionado. Pero no lo estaría en absoluto si no hubiese tenido aquel maldito sueño.

• • •

Ciccino Pànzica era un sexagenario de piel rosada como de cerdo. Entró, saludó y empezó a hablar.

—Le pido disculpas si…

—Las preguntas las hago yo.

—Como usía quiera.

—¿Quién te encargó esa corona?

—No me dijo quién era. Recibí una llamada.

—¿Cómo quedasteis para el pago? —intervino Fazio.

—El que llamó dijo que pasaría alguien a pagar.

—¿Y pasó?

—Sí, señor, anoche.

—¿Lo reconocerías?

—Si lo veo, desde luego. Iba de uniforme.

Montalbano y Fazio se miraron, perplejos.

—¿Qué uniforme llevaba? —preguntó de nuevo Fazio.

—El suyo.

¡Un mafioso disfrazado de policía! El asunto resultaba cada vez más preocupante.

—¿Puedo decirles lo que quería decir al principio? —preguntó el florista.

—Dilo.

—El agente también me dio una nota, pero se me olvidó mandarla con la corona.

«Pero normalmente este tipo de amenaza no incluye mensajes escritos», pensó Montalbano.

—Dámela —dijo.

El hombre le tendió un sobre. El comisario lo abrió. Contenía una tarjeta de visita con una frase manuscrita: «Mis más sentidas condolencias. Lattes.»

Capítulo 16

Cuando Montalbano entró en el despacho de Geremicca, no sabía que al cabo de muy poco, entre aquellas cuatro paredes, se pronunciaría una palabra, una sola, que bastaría para guiarlo hacia el camino correcto.

Al ver a Montalbano, Geremicca se levantó y, sonriente, sacudió la mano derecha en el aire varias veces para expresar que había sucedido algo importante.

—¡Montalbà, has abierto la caja de los truenos!

—¿Yo? ¿Cómo?

—Le mandé a mi colega francés a través de internet unas imágenes del pasaporte que me diste. Y después le dije que, según tú, el nombre del sujeto pertenecía a un personaje de una novela de Simenon, si no recuerdo mal.

—Así es. ¿Y qué pasó?

—Pasó que empezó a contarme que hace un mes arrestaron a un falsificador importante, un maestro en la materia, que no reveló los nombres de sus clientes. No obstante, consiguieron incautarse, entre otras cosas, de dos pasaportes terminados. Con el tuyo, los pasaportes pasaron a tres. Y fue así, siguiendo la pista que nosotros le habíamos dado, como finalmente mi colega logró descubrir que ese falsificador tenía la costumbre de poner nombres ficticios tomados de personajes de la literatura francesa. ¡Imagínate!

—Por lo visto le gustaba leer.

—¡Y te digo más! Los nombres que escogía guardaban relación, de un modo u otro, con algo de la vida del cliente.

—¿Puedes explicarte mejor?

—Claro. Para que lo entiendas: mi colega me dijo que Émile Lannec, el personaje de la novela, es propietario de un pequeño barco. ¿Es así?

—Así es.

—Pese a la cara destrozada, mi colega ha reconocido, por los otros datos, al hombre del pasaporte. Se llama Jean-Pierre David, sin antecedentes penales pero al que seguían los pasos desde hacía tiempo.

—¿Y qué es lo que tiene alguna conexión con su vida?

—El padre de David poseía un pequeño barco que se hundió. Tu observación ha permitido a los franceses llegar hasta la verdadera identidad de los otros dos que tenían los pasaportes a punto. Te lo agradecen sinceramente, porque tu descubrimiento está ayudándolos mucho.

—¿Y por qué seguían los pasos de David?

—Parece que formaba parte de una gran organización que se dedica a traficar.

—¿Con qué?

—Diamantes.

Montalbano saltó de la silla. Durante un instante no vio absolutamente nada. El relámpago que le había atravesado el cerebro era tan fuerte que lo había cegado.

• • •

¿Y ahora qué?

Su primer deber sería correr al despacho de Mezzamore o Mozzamore, o como leches se llamara, y referirle de pe a pa todo lo que había averiguado. Ojo: «sería», condicional. Porque, conforme a la orden que le había dado el jefe superior, él no debería haber ido a ver a Geremicca esa mañana. Debería haberle dicho por teléfono: «Amigo mío, te estoy muy agradecido, pero toda la información que tengas debes pasársela al compañero Mizzamore; él es quien se ocupa ahora del caso.»

En cambio, había ido, lo que suponía un acto de insubordinación. Si ahora le contaba a Mozzamore la historia de la identificación, el jefe superior podría acusarlo de insubordinación, de…

«Pero ¿no te avergüenzas de esgrimir excusas tan ridículas? —lo reprendió la voz de la conciencia—. La verdad es que eres tan egoísta, tan mezquino, que no quieres compartir con nadie…»

«¿Quieres hacerme reflexionar un poco?», respondió Montalbano.

¿Referir o no referir? Esa era la cuestión.

Al final, la conciencia salió vencedora. Rodeó el edificio, entró por la puerta principal y preguntó por el despacho del
dottor
Mezzamore.

—¿Mazzamore? —lo corrigió el de información, que conocía a Montalbano—. Mire, está justo al lado del despacho del
dottor
Lattes.

Ay, ay, ay… Habría que proceder con suma cautela.

En vez de montar en el ascensor, subió por la escalera. Al llegar al rellano, asomó la cabeza al pasillo. Y vio precisamente a Lattes, plantado allí en medio, hablando con uno.

No, no podría seguir adelante con la historia del inexistente hijo muerto. Dio media vuelta y se marchó. A Mazzamore lo llamaría por teléfono. Pero en su debido momento, sin prisas.

«¡Menuda excusa te has buscado!», le dijo, irónica, su conciencia.

Él la mandó a un sitio al que quizá, y hasta sin quizá, la mandaba demasiado a menudo.

• • •

—¡Ah,
dottori, dottori
! ¡Ah,
dottori
!

Montalbano sabía lo que significaba esa quejumbrosa letanía.

—¿Ha llamado el jefe superior?

—Sí,
siñor
, ahora mismito ha
tilifoneado.

—¿Qué quería?

—Dijo que usía debe ir con urgentísima urgencia al despacho de él, el
siñor
jefe
supirior.

¡Pues sólo le faltaba eso! Ni hablar, no podía arriesgarse a un cara a cara con Lattes. Como mínimo, tendría que darle las gracias por la corona fúnebre.

—Dile a Fazio que venga a verme inmediatamente. Ah, oye, ¿has encontrado algo sobre el Proceso de Kimberley?

—Sí,
siñor dottori
, ahora
si
lo imprimo.

Al entrar en su despacho, vio que una flor se había desprendido de la corona al darle el manotazo y se había quedado en el suelo. Se agachó, la recogió y la arrojó por la ventana. Nada debía recordarle el sueño de su funeral.

—A sus órdenes —dijo Fazio, entrando en el despacho.

—Tienes que hacerme un favor. Debes telefonear al jefe superior.

Fazio lo miró sorprendido.

—¡¿Yo?!

—Sí, tú, ¿qué pasa? ¿Te ofende? ¿Te avergüenza?

—No, señor
dottore
, pero…

—Nada de peros. Tienes que contarle una mentira.

—¿Sobre qué?

—Quiere verme enseguida, pero yo, por motivos personales, no puedo ir en este momento.

—¿Y qué le cuento?

—Dile que, mientras venía a la comisaría, he chocado con el coche y has tenido que acompañarme a Urgencias y luego a Marinella.

—¿Le importa decirme, por si acaso me lo pregunta, qué se ha hecho en el accidente? ¿Algo grave o poca cosa?

—Como ya le había contado una trola, dile que he vuelto a hacerme daño en el pie del esguince.

—¿Y cómo se hizo ese esguince?

—De la misma forma que ahora.

—Entendido.

—Y ahora me voy corriendo a casa, por si acaso me llama allí.

—Está bien —dijo Fazio, disponiéndose a salir.

—¿Adónde vas?

—Voy a llamar desde mi despacho.

—¿No puedes hacerlo desde aquí?

—No, señor. Las mentiras las digo mejor cuando estoy solo.

Fazio volvió al cabo de menos de cinco minutos.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Montalbano.

—Que en los últimos tiempos usía tiene demasiados accidentes y que debe estar un poco más atento a su salud.

—¿No se lo ha creído?

—En mi opinión, no.
Dottore
, será mejor que se vaya ahora mismo a Marinella. Ese fijo que lo llama.

—¿Te ha dicho algo más?

—Sí, señor. Que usía debe volver a encargarse de la investigación porque el
dottor
Mazzamore está muy ocupado con otro asunto.

—¿Y me lo dices ahora?

—¿Y cuándo tenía que decírselo?

—¡Lo primero de todo!

Se quedaron mirándose un momento.

—No me cuadra —dijo Montalbano.

—A mí tampoco. Pero no es la primera vez que el jefe superior vuelve a darle un caso que previamente le había quitado.

—Sigue sin cuadrarme. De todos modos, te informo que el muerto del bote ha sido identificado: se llamaba Jean-Pierre David y la policía francesa le seguía los pasos.

—¿Por qué?

—Al parecer, estaba implicado en el tráfico de diamantes.

Fazio cerró los ojos hasta reducirlos a una ranura.

—Entonces, los del
As de corazones

—… están metidos hasta el cuello. Pondría la mano en el fuego. Habrá que ver cómo los acorralamos. Y debemos hacerlo rápido; pueden irse de un momento a otro. ¡Ah!, otra cosa.

—Usted dirá.

—Gallo y tú estad preparados. Después de comer, hacia las cinco, tenemos que hacer una cosa.

—¿De qué se trata?

—Probablemente tengamos que arrestar a Augello.

Fazio abrió la boca y volvió a cerrarla. Primero se puso colorado como un tomate y después más blanco que el papel. Se dejó caer sobre una silla.

—¿Po… por qué? —preguntó con un hilo de voz.

—Después te lo explico.

En ese momento entró Catarella con un puñado de papeles en la mano.

—Lo imprimí todo,
dottori.

Montalbano se metió las hojas en el bolsillo.

—Hasta luego —dijo.

Y se fue a Marinella.

• • •

Pero ¿cómo es que el teléfono tenía ahora la bonita costumbre de ponerse a sonar mientras él abría la puerta? De todos modos, como había perdido la esperanza de que lo llamara Laura, se lo tomó con calma.

Fue a abrir la cristalera de la galería y luego entró en la cocina.

Tendría que comer forzosamente en casa, y por eso quería ver qué le había preparado Adelina. Abrió el horno.

Un auténtico hallazgo: pasta
'ncasciata
, con ese toque especial que le daba al plato terminar la cocción en el horno, y salmonetes a la livornesa.

El teléfono, que había dejado de sonar, empezó de nuevo. Esa vez fue a contestar.

Era el señor jefe superior.

—Montalbano, ¿cómo está?

¡El muy cabronazo, tal como habían previsto Fazio y él, quería asegurarse de que había tenido de verdad un accidente! Y Montalbano estaba preparado para darle lo que quería.

—Bueno, el choque ha sido…

—No hablaba de eso —lo cortó con sequedad.

¿Ah, no? ¿Y de qué, entonces? Lo mejor era quedarse callado y ver por dónde iban los tiros.

—Hablaba de su salud mental, que me tiene muy preocupado.

¿Qué novedad era ésa? ¿Le estaba diciendo que creía que se había vuelto loco? Pero ¿cómo se permitía semejante insinuación?

—Oiga, señor jefe superior, yo lo acepto todo, pero sobre mi salud mental, como usted dice, no tolero…

—Déjeme hablar. Y conteste únicamente a mis preguntas.

—Oiga, no estamos…

—¡Montalbano, por el amor de Dios, basta! —explotó Bonetti-Alderighi.

Parecía realmente enfadado. Más valía dejar que se desahogara. Pero Montalbano estaba muy lejos de imaginar lo que iba a preguntarle.

—¿Es cierto que ha sufrido usted una grandísima pérdida estos días?

Montalbano se quedó anonadado. ¡Estaba claro que el lenguaraz de Lattes le había contado lo de la muerte del niño!

—O sea, ¿que ha muerto un hijo suyo? —concretó el jefe superior con voz gélida.

¿Cómo puñetas podía escurrirse?

—¿Y que su mujer está desesperada?

La voz del jefe superior estaba ya bajo cero.

—¿Y le importa explicarme cómo es que en ninguna parte consta usted como casado y con hijos?

Una banquisa polar.

¿Y ahora cómo coño salía de ese berenjenal? Le pasaron por la mente cien posibles respuestas a velocidad supersónica, pero las descartó todas; no le parecieron convincentes. Abrió la boca, pero no consiguió articular palabra. El jefe superior, en cambio, continuó:

—Comprendo.

Un hielo como ése sólo era posible obtenerlo en un laboratorio.

—Espero que algún día me revele el motivo de esa vulgar y mezquina tomadura de pelo a un caballero como el
dottor
Lattes.

—No era una… —consiguió articular por fin.

—No creo que de algo tan miserable y grave se pueda hablar por teléfono. Dejémoslo así por ahora. ¿Le han dicho que he tenido que reasignarle el caso?

—Sí.

—Si hubiera sido por mí, no… pero me he visto obligado, contra mi voluntad, a… Se lo digo con todas las letras: si esta vez falla, me lo cargo. Y manténgame constantemente informado del desarrollo de la investigación. Buenos días.

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