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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

La edad de la duda (13 page)

BOOK: La edad de la duda
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—Puedo encargarme.

—De acuerdo, pero necesitas un punto de inicio. Haz una cosa: ve a Capitanía y habla con la teniente Belladonna. Que te diga todo lo que saben sobre el
As de corazones.
Ve ahora mismo; cuanto menos tiempo perdamos, mejor.

No se sentía con ánimos para ir personalmente. No habría soportado ver a Laura, sobre todo después de haber pasado la noche con Mimì, como sin duda había hecho.

—¿Y si me pregunta para qué necesitamos esa información?

—Creo que puedes hablar libremente con ella. Dile que tenemos sospechas fundadas de que el homicidio se produjo a bordo del barco.

• • •

Eran las doce y media cuando sonó el teléfono directo. Era Mimì Augello.

—La cosa está encarrilada.

—¿En qué sentido?

—En el sentido que queríamos. Laura me ha llevado a bordo y se ha marchado enseguida; yo he contado la mentira del carburante y he ordenado llenar un bidón. Livia Giovannini no se ha apartado de mí ni un momento. Entre otras cosas, he llegado al convencimiento de que entiende realmente de motores.

—¿Desde dónde llamas?

—Desde el muelle. He bajado para llevar el bidón al coche, pero tengo que volver a bordo porque me han invitado amablemente a comer. La señora me ha echado el ojo y no quiere soltarme.

—¿Qué piensas hacer?

—El capitán comerá con nosotros, pero confío en encontrar un momento para invitarla a cenar esta noche a ella sola. Creo que vendrá; me parece que ésa quiere comerme vivo.

—Oye, Mimì, Livia Giovannini ha ido a ver a Tommaseo para protestar porque, según ella, están reteniendo el velero ilegalmente. Tommaseo quería darle permiso para irse, pero he conseguido un día. Así que disponemos de muy poco tiempo, ¿me explico?

—Perfectamente.

• • •

Hacía un día espléndido; debían de haberle dado al cielo una mano de pintura fresca durante la noche, pero en cuanto se metió en el coche para ir a la
trattoria
de Enzo, a Montalbano lo asaltó tal ataque de melancolía que, de repente, todo, cielo, casas y personas, se volvió gris, como en el más profundo invierno.

Hasta la poca hambre que tenía se le pasó de golpe. No, no era cosa de ir a ningún sitio a comer; lo único que podía hacer era volver a Marinella, desconectar el teléfono, desnudarse, meterse en la cama, taparse la cabeza con la manta y suprimir de esa forma el mundo entero. Pero ¿y si Fazio tenía algo importante que decirle?

Bajó en busca de Catarella.

—Si preguntan por mí, estoy en casa. Volveré a la comisaría hacia las cuatro.

Montó de nuevo en el coche y se fue.

• • •

Naturalmente, pese a estar más tapado que una momia, no pudo conciliar el sueño.

No hacía falta preguntarse por la causa de ese acceso de melancolía. Lo sabía perfectamente. Tenía un nombre preciso: Laura. Quizá hubiera llegado el momento de considerar el asunto del modo más desapasionado, siempre y cuando consiguiera razonar desapasionadamente.

Laura le había gustado mucho a primera vista, había sentido con emoción, casi con turbación, algo que sólo había experimentado en los años de juventud. Pero eso no debía de sucederle solamente a él; probablemente les sucedía a muchos hombres que habían traspasado con creces la frontera de los cincuenta. ¿De qué se trataba? Sin duda de un desesperado —e inútil— intento de volver a sentirse joven, como si ese sentimiento pudiera borrar los años.

Y era precisamente eso lo que enturbiaba las aguas, porque uno ya no conseguía distinguir si el sentimiento era verdadero, auténtico, o falso, artificial, porque nacía de la ilusión de poder retroceder en el tiempo. ¿No le había ocurrido lo mismo con la amazona? Con Laura no había habido manera de aclararse las ideas. Estaba dejándose arrastrar por la corriente que él mismo había creado cuando sucedió lo imprevisible. Es decir, cuando Laura le dijo que sentía por él la misma atracción.

¿Y cuál había sido su reacción? Sentirse asustado y feliz al mismo tiempo. ¿Feliz porque la joven lo quería o porque había conseguido, a su edad, enamorar a una joven? Había una diferencia abismal entre ambas cosas. Y estar asustado por las consecuencias, ¿no significaba que la intensidad de ese sentimiento era tan baja que aún le permitía razonar? En el amor, la razón se deja a un lado, no se le presta oídos. Si puedes existir, estar presente, obligarte a ver los aspectos negativos de la relación, eso significa que no se trata de verdadero amor.

Aunque quizá las cosas no eran exactamente así. Quizá el miedo procedía de la sensación experimentada al oír las palabras de Laura: la de no estar a la altura de la situación, la de no tener ya fuerzas para resistir la violencia de un sentimiento auténtico.

Y esta última consideración, tal vez la más acertada de todas, despertó en él una sospecha. Cuando pensó utilizarla para poner a Mimì en contacto con la propietaria del velero, ¿acaso no lo había hecho con otra intención inconfesable?

«¿Te atreves a decirlo claramente, Montalbà? ¿No sabías que haciendo que Laura y Mimì se conocieran todo el asunto corría el peligro de tomar otro cariz? ¿No lo habías calculado? ¿O bien (pero trata de ser sincero) lo habías calculado al milímetro? ¿No albergabas la secreta esperanza de que Laura acabase en la cama de Mimì? ¿No se la has servido prácticamente en bandeja?»

A esta última pregunta no supo dar respuesta.

Estuvo media hora más acostado y luego se levantó. Y descubrió que había obtenido un magnífico resultado: la melancolía, en vez de pasársele, había aumentado hasta transformarse en un estado de ánimo sombrío. El ánimo sombrío del ocaso, como decía Vittorio Alfieri.

Capítulo 11

—¡
Dottori
, ah,
dottori
! El
dottori
Pisquano llamó porque quería hablar con usía personalmente en per…

—¿Te dijo si volvería a llamar?

—… sona. No,
siñor dottori.
Fue otra cosa lo que me dijo.

—¿Qué?

—Que lo llame usía al Instituto de
Midicina
Letal.

Montalbano tardó un momento en comprender.

—No es «
midicina
letal», Catarè; es «medicina legal».

—Lo que es es,
dottori
; basta con que usía me entienda.

—Llama al Instituto, y cuando tengas al doctor en línea me lo pasas.

El teléfono sonó al cabo de diez minutos.

—Doctor, ¿qué pasa? —preguntó el comisario.

—¿Le sorprende?

—Ya lo creo. Una llamada suya es algo tan raro, tan especial, que igual es que mañana va a haber un terremoto.

—¡Qué ingenioso! Pues verá, como la montaña no ha ido a Mahoma, Mahoma va a la montaña.

—Doctor, pero en este caso concreto la montaña no tenía ningún motivo para ir a Mahoma.

—Es verdad. Razón por la cual esta vez me ha correspondido a mí ir a tocarle los cojones.

—¡Adelante! Será a cambio de las veces que se los he tocado yo a usted.

—¡De eso nada, amigo mío! ¡No se pase de listo! ¡Yo todavía tengo crédito! No puede comparar las continuas y superlativas tocadas de cojones que he tenido que soportar de usted con…

—Vale, vale… No me tenga en ascuas.

—¿Ve como la vejez le afecta? Antes no aguantaba las frases hechas y ahora las emplea. En fin, dejémoslo. Estoy escribiendo el informe sobre el desconocido encontrado en la zódiac.

—Por cierto, aprovecho para comunicarle que ya no es desconocido. He encontrado su pasaporte, donde pone que se llama Émile Lannec, que es francés, que nació en…

—Oiga, a mí me la refanfinfla.

—¿El qué?

—Pues cómo se llama, que es francés… Para mí es un simple cadáver y punto. Quería decirle que he realizado un segundo examen autópsico porque había algo que no me convencía.

—¿Y qué era?

—Observé, pese a que le habían destrozado la cara, ciertas cicatrices… En pocas palabras, que se la había cambiado.

—¡¿Cambiado?!

—¿Ese «cambiado» expresa asombro o es que no entiende a qué me refiero?

—Doctor, he entendido perfectamente que se refiere a la cara.

—¡Menos mal! ¿Ve como todavía es capaz de comprender alguna cosa?

—¿Está seguro de que le habían hecho esa operación?

—Más que seguro. Y no fueron pequeños retoques, mire lo que le digo, sino una transformación sustancial.

—Pero entonces, ¿por qué…?

—Oiga, a mí no me interesan sus porqués. No soy yo quien debe proporcionarle respuestas. Es usted quien debe dárselas a sí mismo. ¿O acaso, debido a la avanzada edad, sus células cerebrales se han dividido tanto que…?

—Doctor, ¿sabe lo que le digo?

—No siga. Intuyo perfectamente lo que quiere decirme, y yo le digo lo mismo.

• • •

Aunque la información facilitada por Pasquano fuera correcta, no alteraba mucho el cuadro general. Que la cara fuese la que la madre naturaleza había concedido al francés o que, en cambio, se tratara de una falsa, cambiada, ¿qué diferencia suponía desde el punto de vista de la investigación? Quienes lo habían matado querían que la cara del cadáver, tal como era, no fuese reconocida enseguida. ¿Por qué?

Ya se había formulado esa pregunta, pero quizá valiera la pena volver sobre ella: sin duda porque se dieron cuenta, al registrarlo después de muerto, de que Lannec no llevaba encima el pasaporte. Y con toda la razón, dedujeron que lo había dejado en el hotel. Por consiguiente, si la cara del muerto aparecía en la televisión o los periódicos, a los del hotel les resultaría…

¡Un momento, Montalbà!

Buscó en la guía telefónica el número del hotel Bellavista. Una vez encontrado, lo marcó.

Contestó una voz desconocida. Debía de ser el recepcionista de día.

—Soy el comisario Montalbano.

—Dígame.

—¿Está el señor Toscano?

—Ha llamado para decir que hoy no pasará por aquí. Puede encontrarlo en la inmobiliaria.

—¿Le importa darme el número?

El empleado se lo dio y él llamó.

—¿Señor Toscano? Soy Montalbano.

—Buenas tardes, comisario.

—Tengo que hacerle una pregunta muy importante para mí.

—Estoy a su disposición.

—Piénselo bien. El día que llegó Lannec, ¿sucedió algo extraño en el hotel durante la noche?

Toscano guardó silencio un momento.

—Pues… ahora que lo pienso, sí. Pero fue una cosa que… en la cual no…

—Dígame.

—Verá, el hotel está más o menos aislado. Tres meses después de inaugurarlo, una noche en plena temporada entraron unos ladrones que desvalijaron la caja fuerte donde teníamos el dinero y las joyas de los clientes.

—¿No estaba el recepcionista de noche?

—Claro que sí. Pero, verá, eran las tres de la madrugada. Las tres y las cuatro son horas tranquilas; todos los clientes habían vuelto y Scimè se había tumbado en un camastro que hay en el cuartito contiguo a la dirección. Debieron de narcotizarlo, porque despertó dos horas después con un terrible dolor de cabeza.

¿Cómo es que no había tenido ninguna noticia de ese suceso?

—¿Denunciaron el robo?

—Por supuesto. A los carabineros.

—¿Y a qué conclusión llegaron?

—Como no se había producido ninguna efracción, salvo la de la caja fuerte, los carabineros concluyeron que los ladrones tenían un cómplice entre los huéspedes del hotel. Fue esa persona la que narcotizó con un aerosol al recepcionista y la que abrió la puerta a los demás. Pero no pasaron de ahí. ¡Menos mal que estábamos asegurados!

—¿Y la otra noche qué sucedió?

—Verá, después del robo contratamos a un vigilante nocturno que cada media hora da una vuelta alrededor del hotel. La noche a la que usted se refiere, el vigilante vio un coche parado, con las luces apagadas, frente a la puerta posterior del hotel. Pero, al acercarse, el coche se alejó. Esta vez, como no había pasado nada, no consideramos… ¿Cree que tiene alguna relación con el homicidio?

Montalbano no tenía ninguna intención de decirle que efectivamente había una relación, y muy estrecha.

—En absoluto. Pero ya sabe lo que dicen: todo grano hace granero.

¡Mierda! ¡Tenía razón Pasquano! ¡Cuanto más viejo se hacía, más recurría a las frases hechas!

En fin, volviendo al asunto, gente del
As de corazones
había intentado conseguir el pasaporte de Lannec sin éxito. En cuanto vieron al vigilante, salieron por piernas. Demasiado peligroso para dejarse sorprender. Porque una vez identificados como hombres de ese barco, las investigaciones sobre el homicidio habrían llevado sin ninguna duda a ellos. No podían arriesgarse tanto.

No obstante, la idea había sido correcta: el pasaporte era lo único que podía permitir la identificación del muerto. Deshacerse del documento significaba que el cadáver podía quedar, tal vez para siempre, sin nombre. Pero al no conseguir robarlo, tuvieron que conformarse con destrozarle la cara al muerto.

No le extrañaría que la cara falsa fuera más conocida que la verdadera. Por si acaso, decidió que lo mejor era comunicar a Geremicca la noticia del cambio de rostro.

Se disponía a llamarlo cuando entró Fazio.

—He hablado con el teniente.

Montalbano experimentó una súbita envidia. Fazio había tenido la posibilidad de ver a Laura, había estado a su lado, aspirado su perfume, hablado con ella…

—¿Qué has averiguado? —Notó que se le quebraba la voz.

—¿Está ronco? —le preguntó Fazio.

—No es nada; me noto la garganta seca. Dime.

—En primer lugar, me he enterado de que el
As de corazones
pertenece a una sociedad italo-francesa que…

—Eso no es una sorpresa, no suelen figurar a nombre de un particular; lo hacen para pagar menos impuestos. ¿A qué se dedica esa sociedad?

—A la importación y exportación.

—¿De qué?

—De un poco de todo.

—¿Y para qué necesita ese pedazo de barco?

—El teniente me ha explicado que esa sociedad opera en toda el área del Mediterráneo, desde Marruecos y Argelia hasta Siria, Turquía, Grecia…

Los mismos sitios que figuraban en el pasaporte del francés.

—Y también me ha dicho que no es la primera vez que esa embarcación hace escala en Vigàta, aunque habitualmente pasa un día, como máximo dos. Esta vez, en cambio, se han quedado más tiempo porque les fallan los motores y han tenido que llamar a un técnico de fuera para revisarlos.

BOOK: La edad de la duda
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