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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

La edad de la duda (12 page)

BOOK: La edad de la duda
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¡Bingo!

• • •

Así pues, resumiendo, le indican a Lannec que cuando llegue a Vigàta, tiene que ir, provisto de unos potentes prismáticos, al hotel Bellavista y pedir una habitación con vistas al puerto. Desde el
As de corazones
, donde saben la hora aproximada de llegada del francés, ponen a alguien de guardia con otros prismáticos o un instrumento similar.

En cuanto Lannec aparece en el balcón, desde el
As de corazones
se comunican con él. ¿Cómo? ¡Con unos prismáticos como los que tiene el francés, desde el barco podrían darle instrucciones hasta escribiéndolas en una pizarra!

Lo citan delante del restaurante Pez de Oro. Lannec hace que el taxista dé unas cuantas vueltas para despistar, y llega al lugar establecido. Después echa a andar y gira a la derecha. En este punto de la reconstrucción de los hechos, al comisario no le cupo duda de que al doblar la esquina había un coche esperando a Lannec para llevarlo hasta el barco.

¿Por qué con un coche y no a pie, dado que está a cuatro pasos? Probablemente porque, como tenían que pasar por delante del policía de guardia en la entrada norte, dentro de un automóvil era más fácil pasar inadvertido, tapándose parcialmente la cara, por ejemplo, fingiendo dormir o leer un periódico…

El francés sube a bordo. Hablan de lo que tienen que hablar y probablemente no se ponen de acuerdo. Y entonces deciden quitarlo de en medio.

O bien el destino de Lannec ya estaba decidido antes de que partiera y el viaje sólo sirvió para acabar en manos de sus verdugos. Estos lo invitan a comer y lo envenenan. Sin embargo, ¿por qué utilizar veneno para ratas?

Obviamente no podían dispararle. La detonación podría haber atraído la atención de alguien, un pescador, alguien que pasara en ese momento por el muelle. Pero ¿no habría sido más lógico acuchillarlo? No; eso habría dejado manchas de sangre por todas partes, manchas que se habrían encontrado en caso de haber una investigación. ¿Y estrangularlo? Un hércules como el que había visto a bordo del
As de corazones
habría podido hacerlo con una sola mano.

Lo del veneno era extraño. Había que pensarlo con más detenimiento.

En cualquier caso, una vez muerto, lo desnudan, le destrozan la cara y lo esconden en algún sitio. La mañana del temporal piensan que es la idónea para librarse del cadáver.

Ponen el barco en marcha y dan unas vueltas por el puerto. Entretanto hinchan un bote a estrenar, meten dentro el cuerpo y, cuando llegan al faro del muelle de levante, lo echan al mar, convencidos de que la corriente se lo llevará mar adentro.

Pero tienen la mala suerte de que el
Vanna
, que se dirige hacia el puerto, se cruza con el bote.

• • •

Montalbano se sintió satisfecho de la reconstrucción. Y sobre todo se alegró de haber conseguido no pensar durante una hora larga en Laura, en Laura abriendo los ojos y sonriéndole a Mimì, tendido a su lado…

Capítulo 10

Subió al coche y fue directamente a la Jefatura Superior de Montelusa, sin pasar por la comisaría.

Por suerte, el despacho al que quería ir estaba en el lado opuesto al que ocupaba el jefe superior, de manera que no corría ningún peligro de encontrarse con el pesado de Lattes.

De todos modos, puesto que antes o después volverían a verse, ¿cómo podía resolver el asunto de una vez por todas? Le había prometido a Livia que le diría a Lattes la verdad, o sea, que no tenía ni mujer ni hijos, y que era soltero aunque estaba comprometido desde hacía años, pero ¿acaso no se lo había dicho y repetido al menos cinco veces y él parecía no oírlo, y cuando se encontraban de nuevo cara a cara volvía a las andadas y le preguntaba cómo estaba la familia? Así que intentar convencer a Lattes era malgastar saliva.

Aunque quizá hubiera una manera: presentarse ante él una mañana vestido de luto riguroso y con barba de varios días, y decirle entre lágrimas que su mujer y sus hijos habían muerto en un accidente de tráfico. Sí, ésa parecía la única solución. Pero ¿no le echaría Livia otra bronca? ¿No lo acusaría como mínimo de haber exterminado a la familia? ¿Valía la pena? No; tenía que pensar en otra cosa.

Mientras tanto, había llegado. Entró por una puerta trasera, subió dos tramos de escalera y se detuvo ante una mesa tras la cual estaba sentado un agente al que conocía.

—¿Está el
dottor
Geremicca?

—Sí, el comisario está en su despacho. Puede pasar.

Llamó a la puerta y entró.

Attilio Geremicca, un cincuentón flaco como un palo que fumaba unos puros apestosos (Montalbano estaba convencido de que se los preparaban ex profeso mezclando tabaco con mierda de gallina), estaba mirando un billete de cincuenta euros a través de una especie de microscopio gigante colocado sobre un mostrador.

Levantó los ojos y, al ver a Montalbano, fue a su encuentro con los brazos abiertos. Ambos se abrazaron, contentos de volver a verse.

Después de haber charlado un poco de esto y lo otro, Geremicca le preguntó si necesitaba algo. Y el comisario, tendiéndole el pasaporte de Lannec, lo puso al corriente del caso.

—¿Y qué quieres de mí?

—Saber si este pasaporte es auténtico o no.

Geremicca lo observó atentamente mientras encendía un puro.

Montalbano pensó que no podría aguantar mucho tiempo sin respirar, de modo que fingió estornudar para llevarse el pañuelo a la nariz y ya no lo apartó de ahí.

—No resulta fácil darte una respuesta —dijo Geremicca—. Pero, si no es auténtico, en parte lo ha falsificado un verdadero maestro. Mira cuántas fronteras ha cruzado sin despertar sospechas.

—Entonces, ¿te inclinas por la autenticidad?

—Yo no me inclino por nada. ¿Sabes cuántos andan por ahí durante años con pasaportes falsos? ¡Decenas y decenas! Y este Lannec…

—Sobre el nombre quería decirte una cosa que quizá signifique algo.

—Dispara.

—He descubierto que Émile Lannec, nacido en Ruán, comparte nombre y lugar de nacimiento con el protagonista de una novela de Simenon. ¿Puede ser útil este dato?

—No sé qué decirte. Oye, ¿podría quedármelo unos días?

—No muchos. ¿Con una semana tienes suficiente?

—Sí.

—¿Qué quieres hacer?

—Hablar con un colega francés que es especialista en la materia.

—¿Se lo mandarás?

—No hace falta.

—Pero ¿cómo se las va a arreglar tu colega para averiguar si el papel y los…?

Geremicca sonrió.

—Pero, Salvo, ¡un pasaporte no es un billete de banco! Por regla general, los falsificadores de pasaportes trabajan con documentos auténticos, robados a alguien o sustraídos ilegalmente de algún organismo oficial, todavía vírgenes. Por eso he dicho que me parece obra de un maestro sólo en parte. Además, si mi colega francés necesita más información, está internet. No te preocupes; te he dicho que con una semana tengo suficiente. Una semana como máximo.

• • •

Una vez en la comisaría, lo primero que hizo fue mandar que Fazio se presentara inmediatamente en su despacho.

—¿Los carabineros nos han devuelto a Chaikri?

—Sí, señor
dottore.
Está aquí.

Iba a decirle que se lo llevara al despacho cuando sonó el teléfono.

—Espera un momento —dijo, levantando el auricular.

—¡Ah,
dottori
! Está al
tilífono
el fiscal Gommaseo, que quiere hablar con…

—Está bien, pásamelo.

—¿Montalbano?

—Dígame,
dottore.

—Oiga, quería advertirle que ayer por la tarde estuvo aquí, bastante enfadada, la señora Giovannini, la propietaria del
Vanna
… una bellísima mujer, ¿la tiene presente?

—Sí, la tengo presente,
dottore.

—Es una dominadora, estoy convencido.

Montalbano no lo entendió.

—¿Dominadora de qué?

—¡Pues de su pareja, amigo mío! En la intimidad seguro que usa látigo, pantalones de cuero y tacones de aguja, seguro que trata a su compañero como a un animal, que llega incluso a ponerle el bocado y montarlo…

A Montalbano le entró la risa, pero consiguió contenerse. Las palabras del fiscal le hicieron ver, por un instante, a Mimì desnudo, tumbado sobre la alfombra, y a la señora Giovannini poniéndole el pie en la espalda… ¡Ah, las fantasías sexuales del fiscal Tommaseo! ¡Al cual, pobrecillo, no se le conocía ninguna mujer! En ese momento, mientras se imaginaba a Livia Giovannini, debía de tener los ojos desorbitados, las manos trémulas y un hilillo de baba en las comisuras de la boca.

—Sea como sea, le decía que ayer vino a verme. Afirmó que estamos reteniendo su barca en el puerto más allá de todo límite, que estamos cometiendo un auténtico abuso de autoridad, que ellos no tienen nada que ver con el homicidio; lo único que hicieron fue recoger un cadáver del mar. Y efectivamente…

—¿Y cuáles son sus conclusiones?

—A eso voy: quería comunicarle que me siento más que inclinado a decirles que pueden irse cuando quieran.

—Pues yo no estaría…

—Montalbano, mire que no tenemos nada para seguir reteniéndola. Además, ¿para qué? Estoy convencido de que ni ella ni nadie de la tripulación está implicado en el delito. Si usted lo ve de otro modo, dígamelo, pero motivándolo. ¿Y bien?

Teniendo en cuenta que Tommaseo no sabía nada de la supuesta Vanna y las sospechas que había suscitado sobre el velero, su conclusión era más que correcta. Sin embargo, el comisario no podía permitir que el
Vanna
se le escapara.

—¿Puede concederme dos días más?

—Sólo uno. Es el máximo que puedo concederle. Pero explíqueme el motivo de su petición.

—¿Puedo pasar por su despacho pasado mañana?

—Lo espero.

Tenía que conformarse con un día. Colgó y le dijo a Fazio que fuera a buscar a Chaikri.

Un solo día. Aunque si Mimì actuaba con habilidad, quizá consiguiera retener a la señora Giovannini una semana.

• • •

Ahmed Chaikri era un hombre de veintiocho años al que costaba identificar como magrebí porque era calcado a un marinero siciliano. Parecía experimentado, tenía una mirada inteligente y una elegancia natural. A Montalbano le cayó bien.

—Quédate y siéntate —le dijo el comisario a Fazio, que se disponía a irse.

—Y usted también tome asiento, Chaikri.

—Gracias —dijo educadamente.

Montalbano abrió de nuevo la boca para hablar, pero el magrebí se le adelantó.

—Antes que nada, quisiera pedir perdón al señor aquí presente por haberle dado un puñetazo. —Hablaba un italiano perfecto—. Le ruego que acepte mis disculpas. Desafortunadamente, a mí el vino…

—El siciliano —lo interrumpió Montalbano.

Chaikri lo miró desconcertado.

—No comprendo.

—Decía que será el vino siciliano, o como mucho el griego, el que le produce ese efecto.

—No; verá…

—Oiga, Chaikri, no pretenderá decirme que el vino de… no sé… de Alexander Bay, en Sudáfrica, por decir la primera ciudad que me viene a la cabeza, lo coloca tan fácilmente…

Chaikri parecía atónito.

—Pero yo no…

—Voy a ponerle un ejemplo clarificador. El vino que bebe en Alexander Bay no lo obliga a emprenderla a puñetazos con… no sé… los policías locales. ¿No es así?

Las palabras de Montalbano tuvieron un efecto doble. En Fazio, que aguzó el oído al advertir que el comisario no hablaba por hablar sino que perseguía un objetivo concreto. Y en Chaikri, que al principio se sobresaltó por la sorpresa y después se esforzó en fingir que no lo entendía.

—Está bien, puede irse —dijo Montalbano.

Esta vez, Chaikri se quedó boquiabierto.

—¿No va a denunciarme?

—No.

—Pero si he provocado y pegado a un…

—Por esta vez lo dejaremos pasar. Los carabineros ya se han encargado de denunciarlo, ¿no?

—Sí.

—Y ayer lo interrogaron en el cuartel, ¿verdad?

—Sí.

Montalbano se echó a temblar por dentro. Había llegado al punto en que debía decir la frase decisiva, la que le permitiría saber si se había equivocado en toda la línea de investigación o había dado en el clavo.

—Si vuelve a verla, y estoy seguro de que volverá a verla o al menos a hablar con ella, dele recuerdos de mi parte.

Chaikri palideció y se agitó en la silla.

—¿A quién?

—A la señorita… disculpe, a la persona que ayer lo, llamémoslo así, interrogó.

En la frente de Chaikri aparecieron unas gotas de sudor.

—No… no comprendo.

—No tiene importancia. Buenos días. —Dirigiéndose a Fazio, el comisario añadió—: Ponlo en libertad.

• • •

Naturalmente, en cuanto Chaikri se hubo ido, Fazio regresó al despacho de Montalbano.

—¿Me explica qué es toda esa historia?

—Después de haber hablado con el teniente Sferlazza, he llegado a la conclusión de que Chaikri es la persona que informa a la supuesta Vanna de lo que sucede a bordo del velero. Seguro que fue él quien la avisó de que habían tenido que cambiar de ruta a causa del temporal y que por esa razón se dirigían hacia Vigàta.

—¿Y cómo lo hizo?

—No sé; quizá con un móvil por satélite. Y Vanna se trasladó para encontrarse con él. Pero la zódiac con el cadáver impidió que se produjera la cita. Entonces Chaikri se las arregló para que lo detuvieran los carabineros, reveló quién era y lo pusieron inmediatamente en contacto con Vanna. Y ayer ella pudo verlo por fin.

—¿Y por qué se lió a puñetazos también conmigo?

—Porque es un chico bastante inteligente. Quiere aparentar ante sus compañeros que el vino de esta zona le produce siempre el mismo efecto: pelearse con los agentes del orden, sean carabineros o policías.

—Pero entonces, ¿esa Vanna quién es?

—Sferlazza apuntó hacia la lucha antiterrorista, pero creo que me mintió. Seguro que en ese velero hay algo sospechoso y Vanna anda detrás de ello. ¿Y sabes qué?

—Dígame.

—En mi opinión, los del
As de corazones
están metidos hasta el cuello en el asunto del muerto de la lancha.

Fazio se sentó.

—Cuéntemelo todo.

• • •

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Fazio cuando el comisario acabó de ponerlo al corriente.

—Mientras que del
Vanna
sabemos bastantes cosas, respecto al
As de corazones
estamos a oscuras. Así que es preciso averiguar algo cuanto antes.

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