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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

La edad de la duda (18 page)

BOOK: La edad de la duda
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¿Sobre qué tenía que razonar?

Ah, sí, sobre por qué experimentaba sólo un sentimiento de cabreo y no de disgusto o dolor.

Pero ¿era necesario afrontar ese asunto en ese momento, mientras tenía una gran confusión mental? ¿No se podía aplazar?

«No; creo, por el contrario, que es el momento oportuno. Y no busques excusas como un niño. Así que valor y adelante. ¿Cuándo se siente uno cabreado? Responde.»

«Bueno, son infinitos los motivos por los que…»

«No, no te vayas por las ramas, no tergiverses, como diría el jefe superior. Cíñete al caso concreto. La pregunta es clarísima: ¿por qué te has cabreado ante la negativa de Laura?»

«Bueno, porque tenía muchas ganas de verla y…»

«¿Seguro?»

«Claro que sí.»

«No; te estás mintiendo a ti mismo. Eres como los que hacen trampas con los solitarios.»

«Entonces, ¿por qué?»

«Te lo voy a decir. Simplemente porque no has conseguido hacer lo que tenías en mente.»

«No; dicho así lo conviertes en algo vulgar. Como si yo sólo quisiera…»

«¿Ah, sí? ¿No era ése tu propósito?»

«¡Anda ya, hombre, no digas chorradas!»

«¿Chorradas? ¡De eso nada! Si quisieras de verdad a Laura, a estas horas estarías afligido, desolado, todo lo que quieras, pero no cabreado.»

«Explícate mejor.»

«Si estás cabreado, significa que lo que sientes por Laura no es verdadero amor. En realidad, el cabreo significa que la consideras como algo que deseas retener, mientras que ella, en el último momento, consigue escapar.»

«Quieres decir que la considero como una… un…»

«Digamos como un pez que deseas pescar con un esparavel. Consigues que entre en la red, pero, cuando vas a sacarlo, el pez da un brinco y se lanza de nuevo al mar. Y tú te quedas con el esparavel vacío en la mano, como un idiota. Por eso te cabreas.»

«Entonces, lo que siento por ella ¿qué es?»

«Atracción. Deseo. Vanidad. O quizá la consideras una especie de balsa a la que agarrarte desesperadamente para no morir ahogado en el mar de la vejez.»

«O sea, que no es amor.»

«No. ¿Y sabes qué te digo? Que si estuvieras enamorado en serio, intentarías entender incluso las razones de Laura, sus dudas.»

• • •

Continuó así durante dos horas más, hasta que, vacía la botella, apoyó la cabeza en los brazos cruzados sobre la mesa y cayó en una especie de duermevela inquieto.

Lo despertó el fresco del amanecer.

Se levantó, entró en casa, se dio una ducha bien caliente, se afeitó y se tomó la habitual taza de café.

No podía parar de darle vueltas a una pregunta: ¿sería capaz de no volver a ver a Laura? ¿Tendría fuerzas para ello?

La conclusión a la que había llegado era que respetaría sus sentimientos, que no la forzaría, que no tomaría ninguna iniciativa.

Pero, por el momento, tenía que pasar el rato hasta que fuese la hora de ir a trabajar. Decidió coger el
Cancionero
de Petrarca y leerlo a la primera luz de la mañana.

Estuvo un buen rato leyendo, pero cuando llegó a la poesía que decía: «Surca mi nave llena de olvido / un mar bravío, a medianoche y en invierno, / entre Escila y Caribdis…» no pudo más; se le había hecho un nudo en la garganta.

¿No se encontraba él también como en una tormenta, entre Escila y Caribdis?

Cerró el libro y miró el reloj. Las siete.

• • •

Fue entonces cuando llamaron a la puerta. ¿Quién podía ser tan temprano? Por un momento tuvo la esperanza de que fuese Laura, que pasaba por su casa antes de incorporarse al servicio. Fue a abrir. Era Mimì Augello.

Somnoliento, extenuado, sin afeitar.

—¿Cómo te encuentras, Mimì?

—Hecho picadillo. —Y a continuación, su primera pregunta fue—: ¿Tienes café? —La segunda—: ¿Puedo darme una ducha? —Y la tercera, a modo de conclusión—: ¿Puedo utilizar tu maquinilla de afeitar?

Finalmente, limpio, despejado y sentado en la galería, empezó a contar lo acaecido.

—Cuando me llamaste anoche, ya estaba a bordo y no tenía ninguna excusa para irme. ¿Por qué lo hiciste?

—¿El qué?

—Llamarme.

—Para ahorrarte la noche.

—No lo creo.

—Entonces, según tú, ¿por qué?

—Porque te entraron remordimientos.

—¿Por ti? ¡Ja, ja, ja! ¡No me hagas reír, anda!

—Por mí, no. Por Beba. Comprendo por qué me llamaste. Te sentiste culpable de haberme mandado a la cama con Liv… con la señora Giovannini.

Montalbano comprendió que Mimì tenía razón. A decir verdad, no había pensado abiertamente en Beba; había hecho la llamada siguiendo un impulso que en aquel momento no supo explicarse. Había actuado y punto. ¡Bien por Mimì! ¡Había dado en el clavo! Pero no tenía ganas de darle esa satisfacción.

—Yo no te dije en ningún momento que te acostaras con ella.

—¿No? ¡Menudo hipócrita estás hecho! ¡Es una mujer, y tú viste que es de las que se ponen el mundo por montera! No me lo dijiste, pero estaba implícito. Dejémoslo correr, será mejor. ¿Todavía te interesa saber lo que pasó?

—Claro.

—Pero ¡si el jefe superior te ha quitado el caso!

—Tú cuéntamelo de todos modos.

—Cenamos a bordo.

—Perdona que te interrumpa. ¿Hablasteis de Chaikri?

—Sólo de pasada. La señora Giovannini le dijo al capitán…

—¿Cenó con vosotros?

—Sí, pero si me interrumpes cada…

—Disculpa.

—Le dijo al capitán que solicitara la entrega del cadáver; así lo entierran y pueden irse. Continúo. Tu llamada llegó demasiado tarde porque ya les había dicho a Livia y Sperli que aceptaba trabajar con ellos.

—¿Te explicaron mejor de qué se trataba?

—Sólo me quedó una cosa clara. Livia dijo que había pensado mucho en mi posible participación y que, en lugar de tener mi base en Sudáfrica, era mejor que me estableciese en Freetown.

—¿Dónde está eso?

—En Sierra Leona. Yo le contesté que no tenía ninguna importancia, que lo esencial para mí era ganar cuanto más dinero, mejor. E insinué claramente que estaría dispuesto a cerrar no uno, sino los dos ojos.

—Pero ¿te dijeron qué intereses tienen en esos países?

—Sí, plantaciones de café y tabaco, además de una elevada participación, que no se hace pública, en actividades extractivas.

—¿Actividades extractivas? ¿Y eso qué significa?

—Mineras, creo.

—¿Averiguaste algo más?

—No. Estoy convocado hoy a las cinco para definir los términos del contrato. Tal vez en ese momento me digan más. ¿Qué opinas? ¿Debo volver a bordo o no? Si ya no tenemos el caso…

—Déjame pensar un momento. ¿Y durante la noche?

—¿Quieres los detalles de lo que le gusta a Livia?

—¡Ya te he dicho que no la llames así! No; sólo quiero saber si pasó algo que…

—Espera. Sí, algo pasó. Hacia medianoche, el capitán llamó a la puerta. Liv… la señora Giovannini fue a abrir tal como estaba, desnuda. Hablaron él fuera y ella dentro; luego la señora cerró la puerta, fue a la caja fuerte que tiene en el camarote, y que es bastante grande, la abrió, sacó un legajo, se puso una bata y salió. Yo me levanté y eché un vistazo al interior de la caja fuerte, pero sin tocar nada.

—¿Y qué había?

—Bastante dinero, euros, dólares, yenes… Y carpetas y legajos todos amontonados, cinco o seis libros de registro, y también un cartapacio gordísimo en que ponía «Proceso de Kimberley».

—¿Y eso qué significa?

—Ni idea. Oye, entonces, ¿qué hago?

—Teóricamente, deberías desaparecer de escena. Ya no tienes las espaldas cubiertas; si vuelves al
Vanna
, lo harás sin estar autorizado.

—Pero es una lástima abandonar ahora.

—Estoy de acuerdo, pero ¿qué quieres hacer?

—Ir a la reunión de las cinco. Estoy seguro de que me dirán algo que nos servirá para joderlos.

—¿Y después cómo te quitas de en medio? No puedes decirles que lo sientes mucho, pero que has cambiado de idea y no vas a ir con ellos.

—¡Eso ni pensarlo! ¡Me matan!

—¡Ya lo tengo! —exclamó de pronto Montalbano.

—¿El qué?

—Cómo poner tierra de por medio. Utilizando el método Chaikri.

—O sea…

—¡Te detengo!

—Pero ¿qué tonterías dices de buena mañana?

—Mimì, créeme, es la única solución. Tú me llamas cuando vayas a subir a bordo del
Vanna.
Fazio y Gallo fingen estar de servicio en el puerto. Si tienes noticias importantes, mientras bajas por la pasarela, te suenas. Un minuto después estás esposado. Reaccionas armando un buen escándalo, pues tienen que enterarse los del
Vanna
y los del
As de corazones
; así sales de escena y me cuentas en la comisaría lo que has averiguado. Si no te suenas, eso querrá decir que no tienes nada nuevo que contarnos y no serás arrestado. ¿Está claro? Te veo dubitativo, ¿qué pasa?

—Esperemos que me acuerde de llevar un pañuelo en el bolsillo. Siempre se me olvida.

• • •

Augello se marchó y Montalbano fue a la estantería por el Calendario Atlante, que ya había consultado días atrás. Su ignorancia geográfica resultaba vergonzosa, a veces hasta era capaz de equivocarse en la posición de los cinco continentes.

Lo primero que hizo fue buscar Sudáfrica. Y enseguida se topó con Kimberley, que era donde se encontraban los mayores yacimientos de diamantes, tan grandes que el sitio se había convertido en monumento nacional. Además, había minas de platino, hierro, cobalto y de muchas otras cosas de las que no tenía ni idea.

Producían tabaco, pero no café.

Las plantaciones de café estaban, junto a otras de tabaco, en Sierra Leona. Y en cuanto a diamantes, platino, cobalto y demás, también allí estaban bien provistos.

Bueno, estaban bien provistos los propietarios de las minas, todas pertenecientes a sociedades extranjeras, puesto que el Calendario Atlante decía que la esperanza de vida de la población —ponía literalmente eso: esperanza de vida— era de treinta y siete años para los hombres y treinta y nueve para las mujeres.

Por tanto, lo que la señora Giovannini le había contado a Augello coincidía con la realidad.

Sin embargo, en su interior había empezado a sonar una especie de timbre de alarma machacón. En un intento de silenciarlo, volvió a leerlo todo desde el principio, con el resultado de que el timbre se puso a sonar más fuerte, tanto que temió que estuviera pasándole algo en el cerebro. Hasta que se percató de que era el teléfono.

En un primer momento decidió no contestar; después pensó que podía ser Laura y se precipitó hacia el aparato.


Dottori
, discúlpeme si me permito molestarlo mientras usía está en su casa.

—Dime, Catarè.

—Acaba de
tilifonear
ahora mismito el
dottori
Micca.

El único Micca que conocía era el piamontés Pietro, aquel que salía en los libros de historia.

—¿Te ha dicho el nombre?

—Sí,
siñor dottori.
De nombre se llama Hierba.

—¿Como la que crece en el campo?

—Eso mismísimo,
dottori.

Hierba Micca. ¡Geremicca!

—¿Y qué te ha dicho?

—Ha dicho que usía vaya a verlo.

—Oye, Catarè, como debo ir a Montelusa, tendrías que hacerme un favor mientras tanto.

—¡A sus órdenes,
dottori
!

Seguro que se había puesto de pie y estaba en posición de firmes.

—Tendrías que buscarme «Proceso de Kimberley» en internet.

—Ningún problema,
dottori.
Basta con que usía me diga cómo si escribe.

—Lo intentaré. La primera letra es una ka.

Pasó un momento sin que Catarella hablara. Quizá había ido a buscar un bolígrafo.

—¿Catarè?

—¡Aquí estoy,
dottori
!

—¿La has escrito ya?

—Todavía no,
siñor dottori.

—¿Por qué?

—Estaba pensando si las letras sudacas son como las nuestras o son diferentes, porque si son…

—¡Catarè! ¡No he dicho «sudaca», he dicho «es una ka»! ¡Una ka, como la de kilómetro!

—¿Y cómo
si
escribe kilómetro?

A ese paso tardaría una semana. ¡Si conseguía superar el escollo de la ka, después estaba la i griega del final!

—Oye, Catarè, haremos esto: ahora te lo escribo en un papel, paso por la comisaría antes de ir a Montelusa y te lo dejo.

• • •

Mientras se dirigía a Vigàta, pensó que la llamada de Geremicca venía al pelo. Si quería verlo, es que debía de haber recibido noticias del colega francés. Lo que significaba que la investigación se enriquecería con nuevos elementos y él podría dedicarse a ella en cuerpo y alma. Se la traía floja que el jefe superior lo hubiera relevado; él continuaría trabajando en el caso. Necesitaba esa investigación más que el comer por una razón sencillísima: porque así no tendría tiempo para pensar en Laura.

Llegó a la comisaría, paró el coche sin aparcar, bajó dejando la puerta abierta, entró, le dio a Catarella el papel en que había escrito «Proceso de Kimberley» y dijo:

—Vuelvo dentro de una hora.

—¡Espere,
dottori
!

—¿Qué pasa?

Catarella estaba incómodo, porque se miraba la punta de los zapatos y abría y cerraba las manos.

—Bueno, ¿qué?

—Verá,
dottori
, debería decirle una cosa, pero no
mi
gusta decirla y por eso no sé si decírsela o no.

—Vale, cuando decidas lo que debes hacer, me mandas un telegrama.

—¡
Dottori
, no es para tomárselo a risa!

—¡Entonces habla y acabemos de una vez!


Dottori
, por favor, entre en su despacho.

Si ésa era la manera de no perder más tiempo… Catarella fue detrás de él. La puerta del despacho estaba cerrada. Montalbano giró la manija y entró.

Dentro estaba Fazio de espaldas, plantado delante de la mesa. Al oír que llegaba alguien, se volvió apartándose a un lado. Entonces el comisario vio que en el centro de la mesa había una corona fúnebre de flores blancas, de esas que se ponen encima del ataúd.

Se quedó blanco como el papel; de pronto recordó el sueño de su funeral.

—¿Qué… qué…?

No podía hablar. Miró a Fazio, que tenía el semblante sombrío y parecía bastante preocupado.

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