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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

La edad de la duda (17 page)

BOOK: La edad de la duda
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Afortunadamente, Bonetti-Alderighi lo interrumpió; si no, habría empezado a decir groserías.

—¿No puede moverse?

—No.

—¿Y si mando a alguien a buscarlo?

—No creo que pudiera tampoco.

Breve pausa de reflexión por parte del señor jefe superior.

—Entonces iré yo a su casa.

—¿Cuándo?

—Ahora.

—¡Ahora noooooo! —Se le escapó una especie de aullido lobuno. Debía evitarlo como fuera, a toda costa.

—¿Por qué grita así?

—Me ha dado una punzada en el pie.

Si Bonetti-Alderighi acudía, inevitablemente se encontraría con Laura, que quizá fuera de uniforme. Resultaría difícil convencer al jefe superior de que las fisioterapeutas llevaban el mismo uniforme que los oficiales de la Marina. Y la cosa acabaría mal.

—No se moleste, señor jefe superior; intentaré levantarme e ir a su despacho.

—Lo espero.

¿Y ahora qué hacía?

Para empezar, avisar a Laura. Telefoneó a Capitanía y le dijeron que ya se había ido; la llamó al móvil, pero lo tenía desconectado. A continuación llamó a Gallo y le dijo que fuera a buscarlo con el coche de servicio.

Maldiciendo, se quitó el zapato y el calcetín del pie izquierdo, fue al cuarto de baño, se puso medio paquete de algodón alrededor del tobillo y lo sujetó con un rollo entero de gasa y esparadrapo. Había hecho un trabajo fino: toda la zona parecía realmente hinchada como consecuencia de un esguince.

Después intentó ponerse una zapatilla, pero no hubo manera de meter el pie, así que la cortó con unas tijeras. Ahora el pie entraba, pero la zapatilla era demasiado ancha y se le caía a cada paso. Desesperado, cogió un rollo de cinta adhesiva y envolvió con ella pie, tobillo y zapatilla.

Para hacer más creíble la cojera, debía apoyarse en un bastón. En casa no tenía ninguno; buscó en el trastero y encontró un mango de escoba de plástico rojo.

Ahora tenía toda la pinta de un pastor del Campidano.

Al verlo, Gallo se quedó estupefacto.


Dottore
, ¿qué le ha pasado?

—No me toques los cojones y llévame a Jefatura.

Estaba tan negro que, a su lado, la tinta de sepia parecía gris. Gallo no se atrevió a volver a abrir la boca en todo el viaje.

• • •

Bonetti-Alderighi no pareció advertir el atavío pastoril. No le ofreció asiento, pero Montalbano se sentó de todos modos, emitiendo, como era de prever, lamentos y suspiros.

Sin embargo, el jefe superior no los oyó o fingió no oírlos. Levantó la mano derecha y, sin hablar, mostró los dedos índice y corazón separados. Montalbano miró primero los dedos y luego, con gesto interrogativo, la cara de cabreo del jefe superior.

—Dos —dijo entonces este último.

—¿Quiere jugar a la morra? —preguntó Montalbano, adoptando la expresión de un inocente angelito. ¿Por qué no se habría mordido la lengua?

La mano de Bonetti-Alderighi se cerró, y el puño golpeó la mesa con tal fuerza que estuvo a punto de partirla.

—¡Por el amor de Dios, Montalbano! ¡Usted está loco de atar! Pero ¿cómo es que no se da cuenta?

—¿De qué?

—¡Ha habido dos homicidios en Vigàta! Y usted… —La ira lo ahogó, lo hizo toser.

Tuvo que levantarse, abrir el minibar y beber un vaso de agua. Volvió a sentarse un poco más calmado.

—¿Admite tener conocimiento de que el hombre encontrado en el bote había sido asesinado?

—Sí. Y lo cierto…

—¡Punto en boca! ¿Admite tener conocimiento de que un marino magrebí ha sido asesinado?

—No sé por qué no debería…

—¡Cállese! ¿Admite haber iniciado una investigación sobre estos hechos?

—Desde luego. Era mi deber…

—¡Silencio!

Punto en boca, cállese y silencio. Montalbano admiró la variedad de intimaciones del jefe superior. Quiso averiguar si era capaz de encontrar más.

—Verá, señor jefe superior…

—¡Ni una palabra! Por el momento, hablo sólo yo.

Punto en boca, cállese, silencio y ni una palabra. Hizo otro intento.

—Pero quisiera…

—¡Shhhh! —dijo el jefe superior, acercándose el índice a la nariz.

No, shhhh no valía; tenía que ser una palabra. Y Montalbano no quiso seguir jugando, así que no dijo nada más.

—Ahora, responda a la pregunta que voy a hacerle, pero sin tergiversar, sin divagar, sin…

—¿… desviarse, titubear, ganar tiempo, jugar sucio…? —sugirió Montalbano de un tirón, con más recursos que el diccionario de sinónimos.

El jefe superior lo miró perplejo.

—¿Está tomándome el pelo?

Montalbano puso cara de compungido.

—¡Jamás me lo permitiría!

—¡Entonces no diga gilipolleces y responda!

—¿Me permite una observación?

—No.

Montalbano se calló.

—¡Responda!

—Si no me deja hacer la observación…

—¡Adelante! ¡Hágala y responda!

—La observación es ésta: debo señalarle humildemente que se le ha olvidado hacerme la pregunta.

—Ah, sí. ¿Lo ve? Usted es el único capaz de sacarme de mis casillas hasta el punto de…

—¿Confundirlo? ¿Trastornarlo? ¿Desorientarlo? ¿Hacerle perder el norte?

—¡Basta, por el amor de Dios! ¡No necesito sus estúpidas sugerencias! En pocas palabras: ¿por qué no se ha dignado poner al corriente de esa investigación ni al ministerio público ni a mí? ¿Puede explicármelo?

—¿Y usted cómo se ha enterado?

—¡No haga preguntas necias! ¡Limítese a responder y punto!

A fuerza de hablar, Bonetti-Alderighi iba a conseguir que no llegara a tiempo a la cita con Laura. Montalbano decidió cortar por lo sano.

—Se me ha olvidado por completo.

—¡¿Se le ha olvidado?! —repitió, atónito, el jefe superior.

Montalbano abrió los brazos.

Bonetti-Alderighi se puso más colorado que un tomate, y emitió primero un rugido y luego un berrido que parecieron salidos directamente del zoo.

—Pero ¿usted qu… qué se cree? ¿Que gestiona una agencia pri… privada de investigación? —gritó, balbuciendo a causa de la ira, a la vez que se levantaba apuntándolo con un dedo.

—No, pero…

—¡Punto en boca!

¿Qué hacía? ¿Iba a empezar otra vez con esa letanía de punto en boca, silencio, ni una palabra? ¡Así no acabarían en toda la noche!

—¡Y escúcheme bien! —prosiguió el jefe superior—. ¡Desde este momento queda usted relevado!

—¿De qué?

—De la investigación. Se ocupará de ella el
dottor
Mazzamore.

No lo había oído nombrar en su vida. Debía de haber llegado hacía poco. Cambiaban cada quince días. La Jefatura Superior de Montelusa parecía una estación de paso. El único que nunca se iba era el plomazo de Bonetti-Alderighi.

Iba a protestar cuando pensó que así tendría más tiempo para dedicarle a Laura.

—Entonces, si me permite, me retiro —dijo Montalbano, que tenía prisa por irse.

Se apoyó en el mango de escoba y se levantó, quejándose y torciendo la boca como quien sufre un agudo dolor, pero el jefe superior no se conmovió.

—¿Adónde va?

—Voy a casa a tumbarme porque…

—¡Ja, ja, ja! —Rió como si fuera el propio Mefistófeles.

—Perdone, ¿por qué se ríe?

—¡Usted no se va a su casa!

Montalbano palideció. Por un instante temió que Bonetti-Alderighi quisiera arrestarlo. Ese era muy capaz. Pero el jefe superior continuó:

—Ahora va a ir usted al despacho del
dottor
Lattes, que está esperándolo. Deben comprobar qué documentos fueron destruidos.

Y en vista de que Montalbano, anonadado, no se movía, lo animó:

—¡Vaya! ¡Vaya!

El recorrido que hizo por la antesala, cojeando para no salirse del papel, fue una retahíla interminable de blasfemias.

Al verlo, Lattes ni siquiera se percató del atavío de pastor sardo, sino que le preguntó:

—¿Cómo está su pequeño?

—Ha muerto —respondió Montalbano, lúgubre. ¡Con lo que le habían hinchado las pelotas, al infierno la promesa hecha a Livia!

Lattes se levantó y fue a abrazarlo.

—Mi más sentido pésame.

Quizá había una escapatoria. Montalbano hundió la cabeza en su hombro y emitió una especie de sollozo.

—Y en vez de estar con mi pequeño… tengo que estar aquí con usted…

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Lattes, abrazándolo todavía más fuerte—. ¡Vaya a casa! Ya hablaremos otro día.

Montalbano estuvo en un tris de besarle la mano.

• • •

Salió del despacho de Lattes a las diez pasadas. Bajó a toda pastilla la escalera en vez de utilizar el ascensor, que era lento, y montó precipitadamente en el coche.

—¡A Marinella! ¡Deprisa!

—¿Pongo la sirena? —preguntó Gallo, encantado.

—Sí.

En un coche de carreras en Indianápolis, Montalbano habría sufrido menos. Al cabo de un momento cayó en la cuenta de que, si ya no tenía que ocuparse de la investigación, era inútil que Mimì pasara otra noche haciendo gimnasia con la señora Giovannini. Podía ahorrársela.

Marcó el número del móvil de Augello.

—Soy Montalbano. ¿Puedes hablar?

—¡Queridísimo Gianfilippo! —exclamó Augello—. ¿Desde dónde llamas? ¡Es un placer oírte! Dime.

O sea, que no podía hablar. Seguramente tenía al lado a la señora Giovannini.

—Quería decirte que no es necesario que sigas con lo que estás haciendo.

—¿Por qué?

—Porque el jefe ha decidido retirarme del caso. Así que el asunto ya no es cosa nuestra.

—Oye, Gianfilippo, no creo que ahora puedas retirarte, ¿me explico? Es demasiado tarde. Si estás en el baile, debes bailar. Lo siento, pero así es como yo lo veo. Hablamos mañana. Adiós.

Lo que significaba que su llamada había llegado fuera de tiempo.

Vio que el coche de Laura no estaba en la explanada. Se despidió deprisa de Gallo, abrió la puerta y entró.

Laura no estaba en la galería, como la otra vez.

No lo había esperado, o debía de haberlo esperado hasta convencerse de que ya no iría, y se había marchado.

Fue a poner la cabeza debajo del grifo para que se le pasara el cabreo y después se armó de valor y la llamó.

—Soy Salvo.

—¿Sí? —dijo ella en tono glacial.

Debía mantener la calma e intentar explicar bien lo que había sucedido.

—Discúlpame, Laura, te pido perdón, pero es que me ha llamado el jefe superior y…

—He supuesto que habías tenido un contratiempo.

Y entonces ¿por qué hablaba como si estuviese mosqueada?

—Oye, podemos arreglarlo así. Si dentro de un cuarto de hora bajas a la calle, paso a recogerte.

—No.

No lo había dudado ni un segundo. Un «no» seco y limpio como un disparo en el pecho. Insistió.

—Piensa que, después de todo, no es tan tarde. ¿Has cenado?

—Se me ha pasado el hambre.

Ahora tenía una voz rara; ni de indiferencia ni de enfado, sino como una pared lisa sobre la cual toda palabra resbalaba sin dejar huella.

—Venga, yo haré que vuelva a entrarte.

—Demasiado tarde.

—Vale, pero voy igualmente.

—No.

—¡Por lo menos estemos media horita juntos!

—No.

—¿Te has enfadado? Te he llamado para avisarte del retraso a Capitanía y al móvil, y no…

—No me he enfadado.

—Vale. ¿Nos vemos mañana?

—No creo.

—Pero ¿por qué?

—Porque he estado pensando y he llegado a la conclusión de que la llamada del jefe ha sido providencial.

Una llamada de Bonetti-Alderighi en ningún caso podía ser providencial. Sería algo contra natura.

—No te entiendo. ¿En qué sentido?

—En el sentido de que el destino quería que sucediese así. Ha sido una señal precisa.

¿Deliraba?

—Oye, explícate mejor.

—Significa que entre nosotros dos ni puede ni debe haber nada.

—¡No me digas que crees en esas estupideces!

Ella no contestó, y Montalbano se subió a la parra.

—¿Qué haces, lees todas las mañanas el horóscopo en el periódico?

Laura colgó.

Montalbano volvió a marcar el número, pero el teléfono sonó en vano.

• • •

Naturalmente, perdió el apetito.

No le quedaba otra que sentarse en la galería provisto de tabaco y whisky, a la espera de que remitiese el cabreo para poder irse a dormir.

«Un momento, Montalbà. ¿No te parece extraño que el sentimiento que estás experimentando ahora sea sólo de cabreo, y no de disgusto o dolor?»

«Y si sólo estoy cabreado, ¿significa algo?»

«Sí, señor, significa algo.»

«¿Y si posponemos el razonamiento hasta haber comprobado si tienes suficiente whisky y tabaco?»

Tabaco tenía tres paquetes, whisky, en cambio, menos de media botella. Mejor comprar otra.

Fue al bar de Marinella, volvió, y cuando se disponía a abrir la puerta oyó el teléfono. Con las prisas, se hizo un lío con las llaves y tuvo que dejar la botella en el suelo para abrir.

Por descontado, cuando levantó el auricular oyó la señal de línea disponible.

¿Sería posible que nunca llegara a tiempo de coger una llamada?

Seguro que era Laura.

¿Y ahora qué? ¿La llamaba él? ¿Y si no había sido Laura? En ese momento el teléfono empezó a sonar de nuevo.

—¡Laura!

En el otro extremo, silencio total. A ver si iba a ser otra vez el capullo de Bonetti-Alderighi…

—¿Quién es?

—Soy Livia.

Al instante quedó empapado de sudor.

—Y quisiera saber quién es esa Laura —añadió ella.

Desesperado, sin saber qué decir, Montalbano se echó a reír.

—¡Ja, ja, ja!

—¿Te parece una pregunta divertida?

—Conque celosa, ¿eh?

—Claro. Contesta sin hacer el idiota.

Lo dijo en un tono clavado al de Bonetti-Alderighi.

—No me creerás, pero, cuando has llamado, no recordaba el nombre de la amada de Petrarca, y me he acordado justo al levantar el… la… lo…

—… los… las —completó Livia—. ¿Y me consideras tan tonta como para tragarme semejante explicación?

El sudor ya inundaba los ojos de Montalbano, le nublaba la visión, y el auricular le resbalaba de la mano.

—Perdona, ¿puedo llamarte dentro de cinco minutos?

—No —contestó Livia, y acto seguido colgó.

Capítulo 15

Esa llamada de Livia era justo lo que no necesitaba. Abatido, regresó a la puerta a buscar la botella, la dejó en la mesa de la galería, fue a lavarse y finalmente se sentó.

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