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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

La edad de la duda (16 page)

BOOK: La edad de la duda
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—¿Y cómo se explica la presencia de agua?

—Como medida precautoria.

—No comprendo.

—¿Ve en qué condiciones se encuentra? ¿Por qué no se jubila? ¿No se da cuenta de que su tiempo ha acabado? En mi opinión, las cosas fueron así: los asesinos, porque eran al menos dos, lo sujetan y le mantienen la cabeza bajo el agua hasta que está a punto de ahogarse…

—Pero allí el embarcadero está a una altura considerable.

—¿Y quién le dice que lo mataron allí?

—Entonces, ¿dónde?

—¡Pues a bordo! Le meten la cabeza en un balde o algo similar lleno de agua de mar, le hacen beber, lo sacan medio ahogado, le asestan el golpe mortal, lo llevan al sitio exacto y lo tiran cabeza abajo desde el embarcadero.

—Sigo sin entender por qué ha dicho lo de la medida precautoria.

—¿Ve como su estado cerebral es grave? Para que pareciera que había tragado agua después del golpe, en los pocos instantes que todavía le quedaban de vida.

No había nada más que saber. Además, Montalbano ya no aguantaba más sin reaccionar a las palabras de aquel maldito provocador.

—Muchísimas gracias, doctor. Perdone, ¿ha puesto a la Jefatura Superior al corriente de los resultados de la autopsia?

—Por supuesto. He cumplido con mi deber inmediatamente después de haber terminado el trabajo.

Si el razonamiento de Pasquano se sostenía, y parecía sostenerse muy bien, el asesinato, con todo ese trajín de meter la cabeza de la víctima en un cubo de agua de mar, no podía haberse cometido a bordo del velero. Mimì Augello, por muy ocupado que estuviera en ese momento haciendo gimnasia con la señora Giovannini, seguro que habría oído algo. No; habrían corrido un riesgo demasiado alto.

Quizá en un primer momento habían pensado cometer el homicidio en el
Vanna
, pero el hecho de que la señora Giovannini apareciera con Mimì obligó a todos a cambiar de plan. De modo que cuando el capitán Sperli, que aguardaba el regreso de Chaikri, vio subir a bordo a Augello, no pudo hacer otra cosa que ir corriendo al
As de corazones
para avisarlos del contratiempo.

Porque no tenía vuelta de hoja: el asesinato, si no se cometió en el velero, tuvo que cometerse en el otro barco. Desde luego, no en el embarcadero, donde se produjo sólo la última parte, es decir, el traslado del cadáver hasta allí y su lanzamiento al agua.

Y aquí surgía un punto bastante importante para la investigación, que era el siguiente: entre el
Vanna
y el
As de corazones
había una correspondencia de amorosos sentimientos; entre las dos embarcaciones había sin duda fuertes afinidades electivas. En palabras menos poéticas, debían de ser cómplices en asuntos tan sucios como para llegar al homicidio.

Pero si las cosas habían ido así, eso tenía una consecuencia imprevista, es decir, que la señora Giovannini se hallaba al margen del proyectado homicidio. De lo contrario, no habría llevado a Mimì a su camarote, sino que habría ido a casa de él.

Por tanto, ¿era Livia Giovannini inocente?

«Un momento, Montalbà. Recuerda, como te ha dicho Pasquano, que no debes sacar conclusiones precipitadas.»

En realidad, podía elaborar una hipótesis opuesta basándose precisamente en el hecho de que la señora Giovannini llevara a Mimì al
Vanna.
Mientras están cenando en Montelusa, a ella se le ocurre una manera de conseguir una coartada perfecta: estar en el velero con un extraño mientras se comete el asesinato y…

No, no funcionaba.

No funcionaba porque habría tenido una coartada muy sólida si hubiera ido a casa de Mimì.

¿Entonces?

Quizá la señora Giovannini no estaba de acuerdo en que la eliminación del magrebí se produjera en su barco. No es que fuera contraria al homicidio, pero quería permanecer al margen en cierto modo. La invitación a cenar de Mimì fue providencial, le brindó una ocasión única. Al llevarlo a su camarote, obligó a todos a actuar de un modo diferente al planeado.

Según Mimì, el encuentro con el capitán en la sala común fue casual, pero eso no significaba nada: en caso de no haberlo encontrado, la señora Giovannini habría ido a buscarlo con un pretexto cualquiera para advertirle que un extraño iba a pasar la noche con ella.

• • •

Entró en su despacho, cerró la puerta con llave y llamó a Laura con el teléfono directo.

Mientras marcaba el número, el corazón le latía tan fuerte que temió que le diera un síncope. ¿Sería posible que, a su edad, se comportara como un adolescente enamoradizo?

—Hola, ¿cómo estás? —le preguntó con la garganta seca.

—Yo bien, ¿y tú?

—Muy bien. Quería decirte que… —¡Mierda! Se lo había preparado de cabo a rabo, pero nada más oír su voz se le olvidó.

—Dime.

—Como voy a salir ahora a comer, ¿no podrías…? —Se quedó sin habla de golpe; imposible seguir.

Ella acudió en su ayuda.

—¿Ir contigo? Me gustaría mucho, pero no puedo moverme de aquí. Tengo trabajo. Podríamos…

—¿Sí?

—… vernos esta noche, si te apetece.

—Cla… claro que me apetece. ¿Dónde?

—Voy a tu casa y lo decidimos.

¿Cómo es que ahora ya no tenía dudas? ¿Qué diablos…? No, nada de preguntas. Disfruta del sonido de las campanas. Din don dan, din don dan…

• • •

En la
trattoria
de Enzo se dio un atracón.

Evidentemente, el amor le abría el apetito, así que el paseo por el muelle se presentaba como una cuestión de vida o muerte.

Hizo el recorrido más largo, y al llegar a la altura del
Vanna
se percató, horrorizado, de que el
As de corazones
no estaba en su atraque y tampoco en otro lugar del puerto.

Estuvo a punto de sufrir un síncope de verdad.

¡Virgen santísima! El barco se había ido, y a él ni se le había pasado por la cabeza que podía largarse cuando le diera la gana, puesto que, hasta ese momento, oficialmente no tenía ninguna relación con el homicidio.

Volvió a toda prisa, pasó por delante de un Catarella perplejo al verlo sin resuello, y le ordenó:

—¡Ponme inmediatamente con la teniente Belladonna de Capitanía!

—No es
tiniente, dottori.

—¿Y qué es?

—Mujer.

No podía perder tiempo con Catarella, así que siguió hasta su despacho. Acababa de sentarse cuando le pasaron la comunicación.

—¿Qué ocurre, Salvo?

La voz de Laura le produjo el habitual descoloque, pero sacó fuerzas de flaqueza y se rehízo.

—Perdona si te molesto, Laura, pero es importante. Que tú sepas, ¿el
As de corazones
ha zarpado?

—No me consta.

—Pero no está en el atraque.

—No está porque continúan comprobando los motores. Probablemente están haciendo recorridos de prueba en alta mar.

Montalbano soltó un profundo suspiro de alivio.

—En caso de que partieran, ¿deben avisaros?

—Desde luego. Pero ¿por qué te…?

—Después te lo digo. Hasta esta noche.

• • •

Debían de ser poco más de las cuatro cuando recibió una llamada de Augello.

—Tengo que hablar contigo urgentemente.

—Ven.

—¿A la comisaría? ¡Ni en sueños! No quiero que me vean entrando o saliendo de allí.

—Tienes razón.

—¿Qué hacemos?

—¿Te va bien dentro de media hora en Marinella?

—De acuerdo.

Camino de la salida, le dijo a Catarella:

—Estaré fuera una hora. Si por casualidad telefonea la teniente Belladonna, dile que me llame al móvil. ¿Puedo estar tranquilo?

—Tranquilísimo,
dottori.

Así, si Laura llamaba por cualquier contratiempo, sabría cómo localizarlo.

• • •

Mimì fue puntual.

—He estado comiendo con Liv… con la señora Giovannini.

—¿Dónde?

—Esa ha sido la primera sorpresa. Habíamos quedado en vernos de nuevo esta noche para cenar, pero me ha llamado al móvil para invitarme a comer a bordo. Yo aún estaba medio dormido, necesitaba descansar más…

—El reposo del guerrero —comentó Montalbano.

Augello, sin embargo, no estaba de humor para ironías.

—Pero ¿qué podía hacer?

—Nada, ir.

—Eso he hecho. Y me he encontrado ante la segunda sorpresa. El capitán Sperli comía con nosotros.

—Qué raro.

—No tanto. Espera. He comprendido que quería hacerme una propuesta oficial y que por eso estaba el capitán.

—¿En calidad de qué?

—No sé. Quizá de testigo, o de socio, vete tú a saber.

—¿Cuál era la propuesta?

—Dice que ha pensado detenidamente en lo que le conté sobre que no estaba contento con mi trabajo, y que quizá haya encontrado una solución. Pero antes debo contarte una cosa que olvidé mencionarte esta mañana.

—¿Qué cosa?

—Cuando ella me preguntó cuánto ganaba, le dije una cifra, pero también insinué que la redondeaba.

—¿Cómo?

—Alterando el ajuste del suministrador de carburante.

—Comprendo. Tus credenciales contemplaban cierta disposición a la falta de honradez.

—Exacto. Y me ha propuesto trabajar ocupándome de una parte de sus intereses.

—Por lo tanto, está dispuesta a ponerlos en manos de alguien que se declara no honrado. Bueno es saberlo. ¿Y de qué intereses se trata?

—No lo ha especificado. Dice que me hablará de ellos en su debido momento, en caso de que acepte. Pero una cosa sí me ha dejado clara: que tengo veinticuatro horas para aceptar o rechazar la oferta. Ella quiere irse como mucho dentro de tres días, en cuanto se celebre el funeral de Chaikri.

—¡Coño!

—Y ha añadido otra cosa: que el trabajo comporta prácticamente trasladarse a otro país.

—¿Cuál?

—Sudáfrica.

—¿A un lugar llamado Alexander Bay?

—¿Qué has dicho? —repuso Augello estupefacto.

—Dejémoslo por el momento. ¿Y cuánto te pagarán?

—Dice que la cifra mensual sería superior a mis expectativas.

—Y durante todo ese tiempo ¿qué hacía el capitán Sperli?

—No ha abierto la boca. ¿Qué debo hacer?

—¿Esta noche tienes el segundo asalto?

—¡Mierda, sí!

—Dile que aceptas.

—¿Por qué?

—Porque se sentirá más segura. Tú intenta averiguar cuáles son sus intereses en Sudáfrica y en qué consistirá tu trabajo. ¿Y cómo ha acabado el asunto del carburante?

—Le he dicho que están realizando el análisis y que mañana por la mañana le daré una respuesta.

—Mimì, tengo que preguntarte algo sobre tu noche con la señora Giovannini.

—Ya te he dicho que no quiero entrar en detalles.

—No me interesan los detalles amorosos. Dices que te diste cuenta de que había ocurrido algo porque oíste a Sperli hablando por teléfono. ¿Es así?

—Exacto.

—¿Y antes? ¿No oíste algún ruido, como el de un cuerpo al ser arrastrado, gemidos…?

—Nada de nada.

—¿Estás seguro? Quizá estabas demasiado ocupado y…

—¡Salvo, pero si las paredes son finísimas! ¿Sabes qué? ¡Tuve que estar todo el rato tapándole la boca a Liv… a la señora Giovannini; si no, la habría oído toda la tripulación!

• • •

Una vez que se quedó solo, le dio pereza volver a la comisaría.

—¿Catarella? Me quedo en Marinella. Si recibes alguna llamada importante, como la de la teniente Belladonna, dices que telefoneen aquí. ¿Has entendido?

—A la perfectísima perfección,
dottori.

Reparó en que el suelo de la galería no estaba limpio. A saber por qué, Adelina, que le tenía la casa reluciente como un espejo, consideraba la galería zona extramuros y no se ocupaba de ella. A Montalbano no le pareció bien dejarla así, sobre todo pensando que iba a ir Laura. Cogió una escoba, barrió el suelo y luego lo fregó hasta dejar las baldosas brillantes.

Después fue a abrir el frigorífico. Ensalada de mar. Siguió la apertura del horno. Pasta con brócoli y salmonetes en salsa. Laura decidiría si cenaban en casa o salían.

Fue a darse una ducha caliente para que se le pasara el nerviosismo. Se cambió de ropa interior y de traje.

Cogió un libro, se sentó en la galería y se puso a leer. Pero no lograba entender nada, porque cada vez que pasaba de línea se le olvidaba lo que había leído en la anterior.

Gracias a Dios, a las ocho menos cuarto sonó el teléfono.

—Laura, ¿cuándo vas a venir?

—Soy Bonetti-Alderighi —dijo un Bonetti-Alderighi inconfundible.

Capítulo 14

Sintió que se le venía el mundo encima.

No tenía vuelta de hoja: si el señor jefe superior le tocaba las pelotas hasta en su propia casa, y a esa hora, debía de tratarse de un asunto muy grave. Un asunto que le haría perder tiempo y, en consecuencia, fallar a la cita con Laura.

El horizonte, de hallarse sin una nube, empezó a ponerse negro. Estaba perdido.

—Montalbano, ¿qué hace? ¿No contesta?

—Estoy aquí, señor jefe superior.

—He llamado a la comisaría. —Pausa significativa.

—¿Y…?

—¡Y me han dicho que se había ido usted a casa hacía ya un buen rato!

Subrayó la última parte de la frase. ¿Estaba acusándolo de ser un manta, un zángano, de rehuir el trabajo? Montalbano se picó.

—¡Señor jefe superior, yo no soy un gandul! ¡Yo…!

—No lo llamo por eso.

¡Ya sabía él que se trataba de algo grave! Más valía no poner la directa y andar con cautela.

—Dígame.

—Quiero verlo inmediatamente.

¡Coño! «Gana tiempo, Montalbà.»

—¿Dónde?

—Pero ¿qué preguntas me hace? ¡Pues aquí!

—¿En la Jefatura?

—¿Y dónde quiere que sea? ¿En el bar?

—¿Ahora?

—¡Ahora!

¡Pero si Laura iba a llegar dentro de nada! ¡Ya podía ir olvidándose el señor jefe superior de que él se metiera en el coche para ir a Montelusa! ¡Ni harto de vino!

—No puedo; se lo aseguro —dijo con voz apesadumbrada.

—¿Por qué?

Tenía que inventarse una trola que justificara su imposibilidad de moverse de casa. Decidió abandonarse a la improvisación.

—Verá, al volver a casa he resbalado y me he hecho un esguince que no…

—¡Que no le impide ver a una tal Laura! —lo cortó, irónico, Bonetti-Alderighi.

Montalbano se picó de nuevo.

—Aparte de que esa tal Laura es la fisioterapeuta que va a intentar ponerme en forma con unos masajes, cosa que entre paréntesis no imagina usted cuán ardientemente deseo, si su intención es aludir a un encuentro de cierto tipo, le advierto que un esguince no me impediría…

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