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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

La edad de la duda (2 page)

BOOK: La edad de la duda
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—Coja lo que tenga que coger y venga a mi coche.

La joven lo miró. Montalbano comprendió que no se fiaba de un desconocido.

—Oiga, soy comisario de policía.

Quizá fue la forma en que lo dijo lo que la convenció y animó a bajar, después de haber recogido una especie de bolsa.

Echaron a correr pegados uno a otro, y Montalbano la hizo subir a su coche. Llevaban la ropa tan mojada que, cuando se sentaron, los vaqueros de ella y los pantalones de él anegaron los asientos.

—Me llamo Montalbano.

La chica lo examinó acercando la cabeza.

—Ah, sí, ahora lo reconozco. Lo he visto en la televisión.

Tuvo un acceso de estornudos. Cuando por fin se le pasó, tenía los ojos llorosos. Se quitó las gafas, las secó y se las puso de nuevo.

—Yo me llamo Vanna. Vanna Digiulio.

—Está pillando un buen resfriado.

—Eso parece.

—¿Quiere venir a mi casa? Allí hay ropa de mi novia; podrá cambiarse y poner la suya a secar.

—No sé si es oportuno —objetó circunspecta.

—¿El qué?

—Que vaya a su casa.

Pero ¿qué se imaginaba? ¿Que le estaba echando los tejos nada más conocerla? ¿Daba la impresión de ser un tipo de esa clase? Además, ¿ella se había mirado al espejo?

—Oiga, si no…

—¿Y cómo vamos a llegar a su casa?

—Andando. No está a más de cincuenta metros. Total, pasarán horas antes de que alguien nos saque de aquí.

• • •

Mientras Montalbano, después de haberse cambiado, preparaba un café con leche para ella y uno solo para él, Vanna se duchó, se puso un vestido de Livia que le estaba más bien ancho y se presentó en la cocina, tropezando primero con el marco de la puerta y luego con una silla. ¡Era increíble que con esa vista le hubieran dado el carnet de conducir! Y la pobre era un rato fea. Con los vaqueros resultaba imposible, pero ahora que con el vestido de Livia se le veían las piernas, Montalbano observó que las tenía torcidas y musculosas. Eran unas piernas más de hombre que de mujer. Tetas, ni rastro; tez cenicienta, andares desgarbados.

—¿Dónde ha dejado su ropa?

—He visto un calefactor en el cuarto de baño. Lo he encendido y he puesto delante los vaqueros, la blusa y la chaqueta.

El comisario le ofreció asiento y le sirvió el café con leche, acompañado de unas galletas que Adelina acostumbraba comprar y que él acostumbraba no comer.

—Disculpe —dijo Montalbano cuando hubo bebido la primera taza de café.

Se levantó y fue a telefonear a la comisaría.

—¡Ay,
dottori, dottori
! ¡Ay,
dottori
!

—¿Qué pasa, Catarè?

—¡Esto es el
apocalipisis
!

—Pero ¿se puede saber qué ocurre?

—¡El viento se ha llevado las
tijas
del
tijado
y ha entrado agua en todos los despachos!

—¿Ha causado daños?

—Sí,
siñor.
Por ejemplo, todos los papeles que estaban encima de su mesa en espera de que usía estampara la firma, se han mojado tanto que se han convertido en una pasta.

Un himno de júbilo, en escarnio de la burocracia, se elevó glorioso en el corazón de Montalbano.

—Oye, Catarè, estoy en casa; la carretera se ha hundido.

—Y entonces por eso está imposibilitado.

—A menos que Gallo encuentre una manera de venir a recogerme…

—Espere que se lo paso, está a mi lado.

—Dígame,
dottore.

—Oye, Gallo, iba para la comisaría y a unos cincuenta metros de casa me he encontrado con una caravana porque las olas se han llevado la carretera. He tenido que dejar el coche allí porque no puedo moverlo. Estoy atrapado en casa. Si pudieras encontrar…

Gallo no le dio tiempo de terminar la frase.

—Dentro de media hora como máximo estoy ahí.

Montalbano volvió a la cocina, se sentó y encendió un cigarrillo.

—¿Fuma?

—Sí, pero mis cigarrillos se han mojado.

—Coja uno de los míos.

Vanna aceptó y él le dio fuego.

—Siento mucho las molestias que le…

—No es ninguna molestia. Dentro de una media hora vendrán a buscarme. ¿Usted iba a Vigàta?

—Sí. Había quedado a las diez en el puerto. He venido expresamente desde Palermo. Mi tía llegaba a esa hora, pero no creo que con este tiempo… Me parece que en el mejor de los casos atracará por la tarde.

—Le advierto que a las diez de la mañana no llegan ni correos ni transbordadores.

—Lo sé, pero mi tía viene con su barca.

La palabra «barca» le molestó. Hoy en día, la gente te dice «ven a ver mi barca» y luego te encuentras con un señor barco de cuarenta metros.

—¿De remos? —preguntó el comisario con cara de ingenuidad.

—Es una barca que tiene un capitán y una tripulación de cuatro hombres —contestó ella, sin advertir que Montalbano estaba tomándole el pelo—. Y mi tía viaja constantemente. Sola. Hace años que no la veo.

—¿Y adónde va?

—A ninguna parte.

—No comprendo.

—A mi tía le gusta estar en el mar. Puede permitírselo, pues es muy rica. Al morir, tío Arturo le dejó una herencia considerable y un criado tunecino, Zizì.

—Y con la herencia, su tía se compró la barca.

—La barca ya la tenía tío Arturo; él también estaba siempre navegando. No trabajaba, pero estaba forrado. No se sabe qué hacía para ganar tanto dinero. Parece que estaba asociado con un banquero, un tal Ricca.

—Y usted, si me permite la pregunta, ¿a qué se dedica?

—¿Yo? —Pareció dudar un momento. Como si tuviera que elegir entre las innumerables cosas que hacía—. Estudio.

• • •

En la media hora siguiente, Montalbano se enteró de que la chica, que vivía en Palermo y era huérfana, estudiaba arquitectura, no tenía pareja y —consciente de no ser una belleza— tampoco esperaba tenerla, le gustaba leer y escuchar música, no usaba perfume, ocupaba un piso de su propiedad con un gato llamado
Eleuterio
, y prefería ir al cine a sentarse delante del televisor. Luego Vanna se calló de golpe, miró al comisario y dijo:

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por haberme escuchado. No es muy habitual que un hombre me escuche tanto rato.

A Montalbano le dio un poco de pena.

Gallo llegó en ese momento.

—La carretera aún está cortada, pero los bomberos y los de Obras Públicas ya están trabajando. De todos modos, tardarán horas en solucionar el problema.

Vanna se levantó.

—Voy a cambiarme.

Cuando salieron, todavía diluviaba más. Gallo tomó la dirección de Montereale, giró en el cruce hacia Montelusa y al cabo de otra media hora larga llegaron a Vigàta.

—Acompañemos a la señorita a la Capitanía del puerto.

Cuando Gallo detuvo el coche, Montalbano le dijo a la joven:

—Vaya a preguntar si tienen noticias. La esperamos.

Vanna regresó al cabo de diez minutos.

—Me han dicho que desde la barca de mi tía han comunicado que avanzan despacio, que no necesitan ayuda y que estarán en el puerto hacia las cuatro de la tarde.

—¿Y usted qué piensa hacer?

—¿Qué quiere que haga? Esperar.

—¿Dónde?

—Pues no sé, no conozco la ciudad. Iré a un bar.

—Véngase con nosotros a la comisaría. Estará más cómoda que en un bar.

• • •

Había una sala de espera. Montalbano le ofreció asiento a Vanna y, como el día anterior había comprado una novela titulada
La soledad de los números primos
, se la llevó.

—¡Estupendo! Quería leerla. He oído hablar muy bien de ella.

—Si necesita alguna cosa, diríjase a Catarella, el recepcionista.

—Gracias, es usted un verdadero…

—¿Cómo se llama la barca de su tía?

—Como yo:
Vanna.

Antes de salir, Montalbano la miró. Parecía un perro mojado; la ropa no se le había secado del todo y estaba arrugadísima, el moño se le había deshecho y el cabello negro le tapaba media cara. Además, tenía una manera de estar sentada que el comisario había observado en algunos prófugos: preparados para dejar por siempre la silla o para ocuparla toda la eternidad.

• • •

Pasó por el cuartito de Catarella.

—Llama a Capitanía. Diles que si el
Vanna
se pone en contacto con ellos, hagan el favor de comunicarme las novedades que haya.

Catarella se quedó mirándolo pasmado.

—¿Qué te ocurre?

—¿Y qué contesto cuando me pregunten quién es la susodicha Silvana que tiene que ponerse en contacto con Capitanía, si yo no sé quién es esa susodicha Silvana?

—Déjalo, ya me ocupo yo —respondió Montalbano, resignado.

Capítulo 2

Su despacho era inaccesible; el agua caía del techo como de una decena de cañerías reventadas. Puesto que esa mañana Mimì Augello no tenía que ir, tomó posesión de su despacho.

Hacia la una, cuando se disponía a ir a comer, sonó el teléfono.


Dottori
, está al
tilífono
la Capitanía. Pero ándese con ojo que el que habla no es un capitán, sino un
tiniente
que se llama… ¡maldita sea, se me ha olvidado!

—Catarè, en Capitanía no tienen que ser todos forzosamente capitanes.

—¿Ah, no? ¿Y entonces por qué se llama así?

—Después te lo explico. Pásamelo.

—Buenos días, comisario. Soy el teniente Matticca.

—Buenos días.

—Acabamos de tener noticias del
Vanna.
Estarán dentro de poco en aguas del puerto. Pero en vista de que continúa haciendo mal tiempo, estiman que podrán atracar hacia las diecisiete horas, porque deben alejarse de nuevo de la costa y hacer una ruta que…

—Gracias.

—También nos han dicho otra cosa.

—¿Qué?

—Verá, había muchas interferencias y no lo hemos entendido bien, pero por lo visto llevan un muerto a bordo.

—¿Alguien de la tripulación?

—No, no. Cuando nos han llamado acababan de rescatarlo de una zódiac que milagrosamente no se había hundido.

—Quizá se trate de un náufrago.

—Creemos haber entendido que no… Pero será mejor esperar a que atraquen, ¿no le parece?

• • •

¡Ya lo creo que le parecía!

Pero casi seguro —pondría incluso la mano en el fuego— que se trataba de un desdichado que había muerto de hambre y sed tras un puñado de días de agonía. Siempre expiran sin llegar a ver el humo de un vapor o la simple silueta de un pesquero.

Mejor no pensar en esas cosas, porque lo que contaban los pescadores era terrible; a menudo recogían en las redes cadáveres o trozos de cadáveres que arrojaban de nuevo al mar. Restos de cientos y cientos de hombres, mujeres y niños que habían esperado llegar, después de un viaje infernal a través de desiertos y lugares miserables que habían acabado con ellos, a un país donde podrían ganarse un mendrugo de pan.

Para realizar ese viaje se deshacían de sus pertenencias, lo vendían todo, alma y cuerpo, para así pagar por adelantado a los negreros que comerciaban con carne humana y que no vacilaban en dejarlos morir, echándolos al agua a la menor señal de peligro. Y a los supervivientes que conseguían tocar tierra, ¡menudo recibimiento les dispensaban en el país! Los metían en centros de acogida; así los llamaban, cuando en muchos casos eran auténticos campos de concentración.

Y había personas, llamadas vete tú a saber por qué honorables, que, no contentas con eso, querrían verlos muertos; decían que nuestros marinos deberían emprenderla a cañonazos contra sus barcas porque, según ellos, todos eran delincuentes, holgazanes, y trasmitían enfermedades. Exactamente lo mismo que les había sucedido a los italianos en América. Pero ahora todo el mundo había olvidado eso.

Cuando pensaba en ello, Montalbano estaba más que seguro de que, con la ley Cozzi-Pini y gilipolleces parecidas, allí nadie habría ayudado a san José y la Virgen María a llegar al portal.

Fue a informar a la chica de la llamada.

—Han telefoneado de Capitanía; dicen que el
Vanna
estará en el puerto hacia las cinco.

—Paciencia. ¿Puedo seguir esperando aquí? —Acompañó la pregunta con un gesto esperanzado de la mano, como si pidiera limosna.

A un perro mojado no puedes echarlo de un refugio provisional.

—Claro que sí.

Ella le dirigió una sonrisa de agradecimiento, y a Montalbano le dio tanta pena que las palabras le salieron solas:

—¿Quiere comer conmigo?

Vanna aceptó de inmediato. Los acompañó Gallo en coche porque seguía lloviendo, aunque con menos intensidad.

• • •

Daba gusto ver comer a la chica. Parecía llevar dos días de ayuno. El comisario no le dijo nada del cadáver del
Vanna
; le habría estropeado el sabor de los crujientes salmonetes fritos que engullía con evidente placer.

Cuando salieron de la
trattoria
ya no llovía. Mirando el cielo, el comisario llegó a la conclusión de que no se trataba de una pausa momentánea, sino de que el tiempo empezaba a mejorar. No era cuestión de telefonear a Gallo para que fuese a buscarlos; volvieron a pie pese a que la calle era más barro y agua que asfalto.

• • •

Nada más llegar a comisaría, encontraron a Gallo esperándolos.

—Han tendido un puente provisional. Hay que ir enseguida a retirar los vehículos.

Tardaron una hora, pero al final Vanna y Montalbano pudieron regresar a Vigàta cada uno en su propio coche.

—¡Ah,
dottori
! ¡Acaban de llamar de Capitanía! ¡Dicen que la tal Silvana está entrando!

Montalbano miró el reloj: las cuatro y media.

—¿Sabe cómo llegar al puerto? —le preguntó a la chica.

—Sí, no se preocupe. Muchísimas gracias por su exquisita cortesía, comisario. —Sacó la novela de la bolsa y se la tendió.

—¿Ha terminado de leerla?

—Me faltan unas diez páginas.

—Quédesela.

—Gracias —dijo Vanna, ofreciéndole la mano.

El comisario se la estrechó. Ella se quedó parada un momento mirándolo; luego, siguiendo un impulso, le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso.

Fuera no llovía, pero dentro del despacho sí. Todavía chorreaba agua del techo; la cámara de aire debía de haberse convertido en una cisterna con varios escapes. Montalbano se instaló de nuevo en el despacho de Augello. Al cabo de un momento llamaron a la puerta. Era Fazio.

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