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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

La edad de la duda (5 page)

BOOK: La edad de la duda
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—La llegada no estaba prevista. A las seis de la mañana contactaron con nosotros para decir que se veían obligados a poner rumbo hacia nuestro puerto a causa de las pésimas condiciones atmosféricas.

Era la confirmación que Montalbano buscaba a la idea que había tenido antes de dormirse. ¿Cómo se había enterado la supuesta Vanna de que el velero llegaría por la mañana? Tenía que haber recibido una información muy temprano, de madrugada.

Y esa información, ¿se la había proporcionado alguien de Capitanía o del propio velero? Dio las gracias y se despidió.

—Bajo con usted —dijo la teniente—. Voy a salir a fumar un cigarrillo.

Fumaron juntos. Ella dijo que se llamaba Laura. Y como simpatizaron enseguida, se fumaron otro cigarrillo y mientras tanto se dijeron unas cuantas cosas personales. Cuando se separaron, estaba claro que habrían querido fumarse juntos un paquete entero.

Capítulo 4

Al bajar del coche, vio que en el tejado de la comisaría había dos albañiles reparándolo. Mirarlos y empezar a preocuparse fue todo uno.

—Mándame a Fazio —le dijo a Catarella.

Habían limpiado su despacho, pero el techo estaba lleno de manchas de humedad. Cuando se secaran, habría que darle una mano de pintura. No obstante, observó con satisfacción que encima de la mesa no había ni un documento para firmar.

—Buenos días,
dottore.

—Oye, Fazio, ¿qué protección llevan esos albañiles? No quisiera que nuestra comisaría contribuyese a aumentar el porcentaje de asesinatos en el trabajo.

Desde hacía años los llamaba así, asesinatos, en vez de accidentes de trabajo con resultado de muerte, porque estaba convencido de que el noventa por ciento de los mismos se producía por culpa de los empresarios.

—Tranquilo,
dottore
, llevan arnés de seguridad. No lo habrá visto.

—Más vale. Fazio, necesito que hagas una cosa de esas en las que eres un maestro.

—Usted dirá.

—Con la excusa, qué sé yo, de que debes preparar la lista completa de las citaciones para el fiscal, sube a bordo del
Vanna
y recoge todos los datos, de registro civil o no, referentes a la propietaria, el capitán y los cuatro tripulantes.

Fazio compuso una expresión interrogativa.


Dottore
, disculpe, pero ¿qué tienen que ver esos datos con el hallazgo del cadáver?

Buena pregunta, dictada por el hecho de que Fazio no sabía nada de las novedades relacionadas con la supuesta sobrina Vanna.

—Es por curiosidad.

Fazio lo miró todavía más dubitativo.

—¿Y qué entiende por datos de registro civil o no? —preguntó al cabo de un momento.

—Qué ambiente se respira a bordo, cómo son las relaciones entre ellos… Ya sabes: las personas que pasan tanto tiempo juntas en unos pocos metros, mañana, tarde y noche, suelen acabar odiándose, no se soportan… Basta media palabra para que salgan a relucir los trapos sucios.

Aunque a todas luces no le convenció la explicación, Fazio no se atrevió a hacer más preguntas.

• • •

A última hora de la mañana el comisario decidió llamar al forense. Quizá era demasiado pronto, pero no perdía nada por intentarlo.

—Soy Montalbano. Quiero hablar con el doctor Pasquano.

—El doctor está ocupado —contestó el telefonista.

—¿Le importa hacerme un favor?

—Si está en mi mano…

—¿Puede preguntarle a su ayudante cuándo tiene previsto el doctor hacer la autopsia al cadáver encontrado ayer en el mar?

—Un momento.

Cuando el telefonista se puso de nuevo al aparato, Montalbano había terminado de repasar las tablas del siete y el ocho. Era un buen sistema para pasar el tiempo de espera.

—Comisario, es justo la que está haciendo ahora.

• • •


Dottore
, lo siento —dijo Enzo abriendo los brazos en cuanto lo vio entrar en la
trattoria.

—¿Qué es lo que sientes?

—No tengo pescado fresco. Con el mal tiempo que hizo ayer…

—¿Qué puedes darme?

—Un entrante de
caponatina
hecha por mi mujer, de primero pasta a la Norma o con brócoli, y de segundo unas berenjenas a la parmesana que están para chuparse los dedos.

Tenía razón. Pero en vez de chuparse los dedos o relamerse, el comisario prefirió pedir otra ración de berenjenas.

• • •

En cuanto salió a la calle, notó que necesitaba dar su largo paseo meditativo-digestivo hasta el faro; se había puesto las botas comiendo. Pero hizo un recorrido un poco más largo del habitual para pasar por delante del
Vanna
y el
As de corazones
, atracado al lado.

En las respectivas cubiertas no había nadie, lo que quizá indicaba que para ellos era la hora de comer.

Llegó al final del muelle y se sentó sobre la roca plana de siempre. Desde allí, la silueta del velero y del yate se veían bien.

Cuando iba por la mitad del cigarrillo, advirtió que en el agua, junto al
As de corazones
, flotaba una caja de madera de las que se utilizan para el pescado. Recordó las palabras del práctico Zurlo, y se quedó mirando cómo se desplazaba llevada por la corriente.

Metió una mano en el bolsillo y contó los cigarrillos que llevaba: diez; serían suficientes.

Después de una hora larga, la caja encalló entre los bloques de protección del malecón. El capitán Zurlo tenía razón: la corriente de salida, que partía del embarcadero, llevaba cualquier cosa que flotara a estrellarse forzosamente contra el muelle de levante, el que estaba más arriba de donde se encontraba él.

Tuvo una idea. Caminando sobre los bloques, resbalando y maldiciendo, consiguió alcanzar la caja. La cogió, se la llevó a la roca plana y desde allí la arrojó de nuevo al agua.

Esta vez no tardó ni media hora en ver cómo la caja se dirigía decididamente hacia la salida del puerto.

• • •

Subió al coche y tomó el camino de Montelusa para ir a hablar con Pasquano.

—El doctor está en su despacho —le dijo el telefonista-conserje.

Llegó ante la puerta y llamó. Ninguna respuesta. Llamó de nuevo. Nada. Entonces accionó la manija y entró.

Pasquano, sentado a la mesa, estaba concentrado escribiendo y ni siquiera levantó los ojos para ver quién era.

—Me juego las pelotas a que en este momento ha entrado el escasamente educado comisario Montalbano.

—Sus pelotas están a salvo, doctor. Ha acertado.

—A salvo por el momento, porque estoy segurísimo de que ahora va a tocármelas bien tocadas.

—Ha vuelto a acertar.

—¡Ojalá acertara así en el póquer!

—¿Qué tal le fue anoche en el Círculo?

—¡No me hable! Me encuentro entre las manos un trío servido, pido dos cartas y… Dejémoslo. ¿Qué quiere?

—Lo sabe perfectamente.

—Edad, algo más de cuarenta; complexión atlética, cuerpo cuidadísimo, piel blanca, ninguna marca de operaciones, dientes que no han necesitado dentista, corazón y pulmones perfectos; no llevaba ni gafas ni lentillas. ¿Tiene bastante?

—Como vivo, sí. ¿Y como muerto?

—Digamos que, cuando lo encontraron, llevaba por lo menos tres días fallecido.

—¿Lo hicieron fallecer destrozándole la cara de ese modo?

—No —respondió el doctor, negando con la cabeza.

—¿Heridas de arma blanca o de fuego?

—No.

—¿Estrangulamiento?

—No.

—Doctor, ¿por qué no jugamos a frío o caliente? ¡Por lo menos así tendré una ayudita!

—¡Envenenado, amigo mío!

—¿Con qué?

—Veneno común para ratas.

Montalbano se quedó tan atónito que Pasquano se percató.

—¿Le desconcierta?

—Sí; el veneno ya no…

—¿Ya no está de moda?

—Bueno…

—Pues mire, yo se lo aconsejaría vivamente a los aspirantes a asesino. Un disparo produce tal estruendo que los vecinos podrían oírlo; una cuchillada lo mancha todo de sangre, el suelo, la ropa… mientras que el veneno… ¿No le parece?

—¿Y la cara?

—Se la partieron post mórtem.

—Evidentemente, para dificultar la identificación.

—Observo con placer, comisario, que pese a su edad considerablemente avanzada todavía conserva cierto grado de lucidez.

Montalbano decidió hacer caso omiso de la provocación.

—¿Las yemas de los dedos cómo estaban?

—En consonancia con el estado del cuerpo.

—Por consiguiente, sus huellas no figuran en los ficheros.

—Una conclusión impecable, de extremo rigor lógico; lo felicito. Y ahora, si ha acabado de tocarme los cojones…

—Una última pregunta. ¿Estaba casado?

—¿A mí me lo pregunta? Sólo sé que en los dedos no había marcas de anillos. Pero eso no significa nada.

—Una cosa más. ¿Puede decirme si…?

—¡Ah, no, amigo mío! Usted ha dicho que la pregunta sobre el eventual matrimonio era la última. ¡Sea un hombre de palabra por una vez en la vida!

• • •

Ya que estaba allí, fue a la Jefatura para hablar con alguien de la Científica. Sabía que el jefe Vanni Arquà, que le caía fatal, estaba de vacaciones y lo sustituía el subjefe Cusumano.

—¿Qué me dices?

—¿Empezando por dónde?

—Por el bote.

—Un pequeño bote inflable de remos…

—¿Estaban los remos? Yo no los vi.

—No. O se perdieron en el mar o alguien remolcó el bote. Continúo. De fabricación inglesa, hay muchos como ése en circulación. Ninguna huella dactilar; utilizaron guantes en todo momento. El cuerpo fue depositado en el bote poco antes de ser encontrado.

—Gracias.

—Hay una cosa más referente a la embarcación. No tenía señales de haber sido usada con anterioridad.

—Es decir…

—Que, a nuestro entender, la desembalaron e hincharon para la ocasión. En la parte interior aún tenía pegados trocitos del celofán en que la había envuelto el fabricante.

—¿Algo sobre el cadáver?

—Nada. Estaba completamente desnudo. Pero…

—Dime.

—Ten en cuenta que es una impresión personal.

—Dímelo de todos modos.

—Antes de rescatar el cuerpo, el capitán mandó hacer unas fotografías que nos ha entregado. ¿Quieres verlas?

—No. Dime cuál es tu impresión.

—Dentro de la zódiac, la blancura del cuerpo destacaba más. Desde luego, el muerto no era un hombre de mar.

• • •

—¡Ah,
dottori
! ¡Fazio me dijo que le dijera que en cuanto usía llegara yo debía
dicírselo
a Fazio!

—Pues díselo.

Fazio llegó dos minutos después con cara de preocupación y se quedó plantado delante del comisario.


Dottore
, antes que nada hemos de hacer un trato.

—Tú dirás.

—Usted no se cabreará ni me pondrá de vuelta y media si de vez en cuando necesito mirar mis notas.

—Siempre y cuando no sean datos del registro civil, como nombre del padre, la madre…

—De acuerdo.

Fazio se sentó en la silla delante de la mesa.

—¿Por dónde empiezo?

—Por la propietaria.

—La cual es una mujer con un carácter que…

—La conozco, sigue.

—Se llama Livia…

Montalbano, vete a saber por qué, se sobresaltó. Fazio lo miró perplejo.


Dottore
, su novia no tiene la exclusiva del nombre. Livia Acciai, livornesa, cincuenta y dos años recién cumplidos, aunque no los aparenta en absoluto. De joven, según ella, era modelo, mientras que según Maurilio Álvarez era puta.

—¿Y quién es ese Álvarez?

—El mecánico, pero después sigo con él. A los treinta y cinco años esta Livia conoce, en Forte dei Marmi, al
ingigneri
Arturo Giovannini, hombre rico que se enamora de ella. Se casan. El matrimonio dura sólo diez años porque el
ingigneri
muere.

—¿De viejo?


Dottore
, eran coetáneos. El pobrecillo cayó de la barca durante un temporal y…

—No la llames barca.

—¿Y cómo debo llamarla?

—Velero.

—Bien, pues cayó al mar y no lograron rescatar el cuerpo.

—¿Y quién te ha contado esa historia?

—La viuda.

—¿Maurilio coincide con ella?

—Con Álvarez no he hablado de la desgracia. En cualquier caso, ella hereda la barca y continúa navegando por los mares, como, por lo demás, ya hacía el
ingigneri.

—¿Y de qué vivía?

—¿El
ingigneri
? De una herencia.

—¿Y la viuda?

—De la herencia de la herencia.

—¿Te cuadra?

—No, señor. Esto es todo acerca de la propietaria. El capitán se llama Nicola Sperli, genovés, cincuenta y cinco años, y en los tiempos del
ingigneri
era ayudante del capitán de entonces, que se llamaba… —Sacó del bolsillo un papelito y lo miró—: Filippo Giannitrapani. Después lo sustituyó.

—¿Giannitrapani se fue?

—No, señor; la señora lo despidió nada más convertirse en propietaria.

—¿Por qué?

—Según Sperli, era imposible que esos dos se llevaran bien, pues el capitán Giannitrapani tenía un carácter todavía peor que el de ella.

—¿Y qué dice Maurilio al respecto?

—Maurilio dice que Sperli y la señora eran amantes antes de que el marido muriese.

—A ver si ahora va a resultar que la desaparición del marido en el mar… —empezó Montalbano.

—No, señor
dottore.
Si lo tiraron al mar, no fue por ese motivo.

—Explícate.

—Parece que la señora, tras unos dos años de matrimonio, empezó a pasarse por la piedra a la tripulación por turnos y…

—¿Cómo que por turnos?

—Maurilio dice que disfrutaba de un marinero durante una semana y luego pasaba al siguiente. Cuando acababa la ronda, volvía a empezar desde el principio. Hasta más adelante no se estabilizó con el capitán Sperli. Y el
ingigneri
conocía todo ese trasiego, pero no decía nada; se la traía floja. Hasta el punto de que algunas noches se iba a dormir a un camarote vacío.

—¿Todo esto te lo ha contado Maurilio?

—Sí, señor.

—¿La señora también se lo pasó a él por la piedra?

—Sí, señor.

—¿Y no puede ser que Maurilio hable mal de ella porque quería la exclusiva?

—¡Quién sabe! Pero yo estoy convencido de que Maurilio no la traga porque no para de tocarle las pelotas; baja a la sala de máquinas, lo incordia diciéndole que ella entiende más de motores que él y lo abronca a la menor ocasión.

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