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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

La edad de la duda (4 page)

BOOK: La edad de la duda
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—¿Está seguro?

—Mire, comisario, usted es la cuarta persona que entra desde esta mañana en este despacho. Tres hombres, incluido usted, y una chica. ¿Cómo quiere que me equivoque?

—¿Y qué le ha preguntado?

—Si estaba aquí, en Capitanía, un marino que se llama… espere que lo miro, porque lo he preguntado también a la Guardia Costera… Aquí está. Angelo Spitaleri. Al parecer es primo suyo.

—¿Y estaba?

—No.

• • •

Aquella joven, que a saber cómo se llamaba realmente, le había tomado el pelo a base de bien; de eso no cabía duda.

¡Un pobre perro mojado le había parecido! ¡Pena le había dado! Debía de ser una actriz como la copa de un pino. ¡Y quién sabe lo que se habría reído para sus adentros de aquel comisario al que manejaba como un títere!

Pero ¿por qué le había contado aquellos embustes? Debía de tener una finalidad, eso seguro, pero ¿cuál?

• • •

A pesar de que era tarde, volvió a la comisaría. Gallo todavía estaba allí.

—Oye, ¿te acuerdas de la matrícula del coche de esa chica que ha pasado el día con nosotros?

—No me he fijado,
dottore.
Sé que era un Panda azul y nada más.

—Entonces, ¿no hay manera de identificarlo?

—No creo,
dottore.

El comisario llamó a Catarella.

—La chica de esta mañana…

—¿La que
isperaba
en la sala de
ispera
?

—Esa misma. ¿Fue a verte? ¿Te preguntó algo?

—Vino una vez,
dottori.

—¿Qué quería?

—Saber dónde estaba el servicio.

—¿Y fue?

—Sí,
siñor dottori.
Yo la acompañé.

—¿Hizo algo extraño?

Catarella se sonrojó.

—No lo sé.

—¿Qué significa «no lo sé»? ¡O sí o no!


Dottori
, pero ¿cómo puedo saber yo lo que la
siñurita
hizo dentro del servicio? Oí que tiraba de la cadena, pero…

—¡No hablo de lo que hizo dentro del servicio, sino de si hizo algo mientras tú la acompañabas!

—No recuerdo,
dottori.

—Está bien; vete.

—A menos que usía se refiera al ruido.

—¿Qué ruido?

—Como la susodicha llevaba una especie de bolsa de tela, la susodicha bolsa, al entrar la susodicha chica, chocó con el marco de la puerta y produjo el susodicho ruido.

Montalbano consiguió reprimir a duras penas las ganas de levantarse y soltarle una hostia.

—¿Y de qué era el susodicho ruido?

—De algo metálico y pesado. Tanto que me pregunté qué podía ser lo que ocasionaba ese ruido. ¿Una barra de hierro? ¿Una herradura de caballo? ¿Una figurita de bronce? ¿Una…?

El comisario interrumpió la letanía.

—¿Tal vez un arma?

—¿Un puñal?

—O un revólver, una pistola…

Catarella se quedó un momento pensativo.

—Igual sí.

—Está bien, ve y tráeme la guía telefónica de Palermo.

Era algo que tenía que hacer para quedarse tranquilo. Buscó Digiulio, Vanna, pensando que no encontraría nada, pero resultó que el nombre figuraba en el listín.

Marcó el número y le contestó una voz femenina, aunque bastante distinta de la de la chica que él había conocido.

—Soy el
dottore
Panzica, quería hablar con Vanna.

—¿Con Vanna? ¿Con Vanna Digiulio?

¿Por qué le sorprendía tanto?

—Exacto.

—¡Pero si hace años que murió!

—Lo siento; no lo sabía.

—Perdone, ¿usted quién es?

—Fabio Panzica, soy notario. Llamo por un asunto relacionado con una herencia.

Al oír la palabra «herencia», la gente casi siempre pica con más facilidad que un banco de peces hambrientos. Y en efecto, la mujer dijo:

—Quizá debería darme más detalles.

—Con mucho gusto. Perdone, ¿usted quién es?

—Matilde Mauro, su mejor amiga; me dejó el piso en herencia.

Y tan seguro como la muerte, la tal Matilde esperaba recibir ahora un suplemento de herencia.

—Señora Mauro, ¿le importaría decirme cómo murió Vanna?

—Durante una misión. El helicóptero en que viajaba se estrelló. Ella salió indemne, pero la apresaron y, como creyeron que era una espía, la torturaron y mataron.

Montalbano se mostró perplejo.

—Pero ¿cuándo? ¿Dónde?

—En Irak. Dos meses antes del atentado de Nassiriya.

—¿Y cómo es que no se supo nada?

—Era una misión secreta. No puedo decirle más.

Y él tampoco quería saber más. El asunto era interesante, pero, en lo que a él respectaba, estaba perdiendo el tiempo.

—Señora, le agradezco su amabilidad. ¿No conocerá usted por casualidad a otra Vanna Digiulio?

—No; lo siento.

• • •

Quedaba descartado comer en la galería porque, aunque había escampado hacía unas horas, había demasiada humedad. Puso la mesa en la cocina, pero no tenía mucho apetito. Se sentía humillado por haber quedado como un completo idiota ante la chica.

Se levantó, cogió un bolígrafo y una hoja de papel, y empezó a escribirse una carta.

Querido Montalbano:

Dejando a un lado el papel de gilipollas integral que la supuesta Vanna Digiulio (porque está claro que se trata de un nombre falso) te ha hecho hacer, me siento en la obligación de señalarte lo siguiente:

1)
El encuentro con Vanna ha sido totalmente casual. Pero en cuanto ella se ha enterado de que su rescatador era un conocido comisario de policía, ha sabido aprovechar la ocasión con gran habilidad y lucidez. ¿Qué se deduce de esto? Que Vanna es una persona dotada de rapidez de reflejos y una gran capacidad para adaptarse a las situaciones imprevistas y extraer el máximo beneficio. Por consiguiente, la actitud humilde, de perro mojado, que tanto te ha conmovido, era puro teatro, una actuación no de aficionada, sino de profesional, para embaucar a un bobalicón (que, dicho sea de paso, rima con huevón) como tú.

2)
No cabe duda de que Vanna estaba al corriente de la llegada del
Vanna
.

3)
No cabe duda de que Vanna no es sobrina de la propietaria.

4)
No cabe duda, sin embargo, de que, en cualquier caso y por alguna razón desconocida, la propietaria y el capitán Sperli saben quién es la chica (la mirada que han cruzado ha sido bastante elocuente).

5)
No cabe duda de que Vanna no ha llegado a subir a bordo del
Vanna
.

6)
No cabe duda de que diciendo que la chica se había ido, y zanjando de ese modo el asunto, la propietaria pretendía no despertar sospechas en ti, querido comisario.

7)
No cabe duda de que, a fuerza de no tener dudas, siempre acabas encontrándote sin ninguna duda con la mierda hasta el cuello.

Así que quizá sea preferible que tengas alguna duda.

Pensándolo bien, mientras se tomaba el café con leche, Vanna te ha dicho algunas cosas sobre su presunta tía que no tenía absolutamente ninguna razón para decirte. Pero aun así te las ha dicho.

Algunos ejemplos:

1)
Que el marido de su tía, Arturo, era riquísimo.

2)
Que él había comprado el
Vanna
y se lo había dejado en herencia a su mujer.

3)
Que estaba siempre navegando (como la viuda, por cierto).

4)
Que nadie sabía cómo ganaba todo el dinero que tenía. En otras palabras: con esta última frase, Vanna dejaba campo libre a todas las hipótesis, incluidas las peores.

¿Por qué ha querido sembrar en ti esa duda? Podía habérselo ahorrado. Pero no lo ha hecho.

Piensa en ello. Un afectuoso abrazo.

Como todavía era demasiado pronto para irse a dormir, se sentó en la butaca y encendió el televisor. En la cadena Retelibera, su amigo el periodista Nicolò Zito estaba entrevistando a un cincuentón con barba que resultó ser el capitán Zurlo, práctico del puerto.

Evidentemente hablaban del tema del día, el descubrimiento de la zódiac por parte del
Vanna.
Las preguntas de Zito eran, como de costumbre, inteligentes.

«Capitán Zurlo, ¿a qué distancia de la bocana del puerto dicen los del Vanna que se cruzaron con el bote?»

«A poco más de una milla italiana.»

«¿Por qué dice italiana? ¿No es igual para todos?»

«Teóricamente la milla marina, puesto que es la sexagésima parte del grado de un meridiano, debería corresponder a mil ochocientos cincuenta y dos metros. Pero en realidad en Italia equivale a mil ochocientos cincuenta y un metros y ochenta y cinco centímetros; en Inglaterra, a mil ochocientos cincuenta y tres metros y dieciocho centímetros; en Estados Unidos, a…»

«¿Cuál es la razón de esas diferencias?»

«Complicarnos la vida.»

«Comprendo. Entonces, ¿podríamos decir que el bote con el cadáver estaba muy cerca del puerto?»

«Desde luego.»

«¿Quiere explicarnos por qué el
Vanna
, después de rescatar bote y cadáver, ha tardado horas en entrar en el puerto? ¿Por el temporal?»

El práctico sonrió.

«No era un temporal. Era bastante menos.»

«¿Ah, no? ¿Y qué era?»

«Técnicamente se llama borrasca fuerte. Significa viento nueve en la escala Beaufort…»

«Es decir…»

«Que la velocidad del viento se acerca a los ochenta kilómetros por hora y que las olas pueden alcanzar una altura de seis metros. El
Vanna
corría peligro de chocar contra el malecón de levante. El motor auxiliar no funcionaba bien y, por lo tanto, ha tenido que hacerse de nuevo mar adentro y colocarse en una posición más favorable.»

«¿Cómo es que el bote no naufragó?»

«Por casualidad, o quizá permanecía en equilibrio sobre un entramado de corrientes opuestas.»

«Ahora llegamos a la pregunta más importante. En su opinión, basándose en su larga experiencia, ¿el bote estaba saliendo del puerto empujado por las corrientes o se dirigía hacia el puerto a causa de las corrientes?»

Montalbano aguzó el oído.

«Es un poco difícil decirlo con exactitud. Verá, hay una corriente permanente de salida, pero también es cierto que, dadas las condiciones meteorológicas, esa corriente quedaba, cómo le diría, anulada por las corrientes más fuertes del sudeste.»

«Pero ¿cuál es su opinión personal?»

«No me atrevería a ponerlo en un informe pericial, pero yo diría que el bote era transportado por la corriente de salida.»

«Por lo tanto, ¿provenía del interior del puerto?»

«¿Qué entiende por interior?»

«El muelle central, por ejemplo.»

«No; si el bote hubiera partido de ahí, habría ido a parar contra el malecón de levante.»

«Entonces, ¿de dónde provenía, según usted?»

«De un punto bastante más cercano a la bocana.»

«Muchas gracias, capitán.»

• • •

Montalbano se fue a la cama con una idea en la cabeza, pero eso no le impidió dormir a pierna suelta.

Cuando llegó a Vigàta, casi a las nueve de la mañana, en vez de ir a la comisaría se detuvo en Capitanía.

—¿Qué desea? —le preguntó el acostumbrado centinela.

—Hablar con el teniente Matticca.

—Pregunte en Información.

El suboficial parecía no haberse movido desde el día anterior. Estaba exactamente en la misma posición y tenía en las manos la misma revista de pasatiempos. A lo mejor no se iba a dormir. Por la noche, un marinero le ponía una lona sobre la cabeza, apagaba la luz y cerraba la puerta. Por la mañana, los encargados de la limpieza retiraban la lona, le quitaban el polvo con un plumero, y el suboficial se incorporaba al servicio.

—El teniente Matticca…

—No está.

—¿Hay alguien que lo sustituya?

—Sí. El teniente Belladonna.

—Quisiera…

—Un momento. Si no recuerdo mal, usted es el comisario Montalbano.

El suboficial levantó el auricular del teléfono, marcó un número, dijo algo y colgó.

—Belladonna lo espera. Primer piso, segunda puerta a la derecha.

La puerta estaba abierta y Montalbano, instintivamente, miró al interior. Pensó que se había equivocado de despacho y llamó a la puerta siguiente.

—Adelante.

Abrió y entró. El oficial sentado detrás de la mesa se levantó. Montalbano advirtió que se había equivocado otra vez; aquél tenía el grado de capitán.

—Busco al teniente Belladonna.

—La puerta anterior a ésta.

Entonces no se había equivocado. El teniente Belladonna era una mujer.

—¿Se puede? Soy el comisario…

—Pase, siéntese —dijo ella, levantándose y yendo a su encuentro.

La realidad no sólo se correspondía con su apellido, sino que lo superaba. Era guapísima. Por un instante, Montalbano se quedó sin respiración. Un palmo más alta que él, morena, grandes ojos brillantes, labios rojos sin necesidad de carmín y, sobre todo, simpatiquísima.

—Estoy a su completa disposición.

«¡Ojalá!», pensó el comisario.

—No sé si está al corriente del descubrimiento de un cadáver por parte de un velero que…

—Lo sé todo.

—Me interesa una cosa. Una embarcación que quiera hacer escala en nuestro puerto, ¿debe comunicar previamente su llegada?

—Desde luego.

—¿Y también la hora prevista?

—Eso en particular.

—¿Por qué?

—Por una larga serie de motivos: maniobras dentro del puerto por parte de otros barcos, amarres ocupados, disponibilidad de los prácticos…

—Comprendo. Si no es mucha molestia, ¿podría saber con cuánto tiempo de antelación les informó el
Vanna
de que haría escala aquí?

—Puedo decírselo. Acompáñeme.

Mientras la seguía, Montalbano quedó hechizado por el movimiento ondeante que la mujer imprimía a la falda al caminar. Pasaron por delante de una máquina de bebidas calientes.

—¿Tomamos un café?

—Con mucho gusto.

Montalbano dejó que ella manejara la máquina; él era totalmente incapaz de hacerlo. Siempre se equivocaba de botón, y en vez de café le salía cortado, té o chocolate. El café estaba bueno.

—Espéreme aquí, por favor.

La teniente abrió una puerta sobre la cual ponía «Prohibida la entrada al personal no autorizado» y entró. Salió al cabo de cinco minutos.

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